Crítica a la concepción del Estado y de las clases sociales en el marxismo clásico (VIII)

Crítica a la concepción del Estado y de las clases sociales en el marxismo clásico (VIII). Daniel López Rodríguez

 

  1. Los proletarios sí tienen patria

Los ideólogos burgueses le reprocharon a los comunistas que quisiesen abolir la patria, pero Marx les contestó que los comunistas no tienen patria porque «el proletariado aún tiene que conquistar para sí el poder político, aún tiene que elevarse a clase nacional, aún tiene que constituirse como nación, es [sería] todavía nacional, aunque en absoluto en el sentido de la burguesía» (Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto del partido comunista, Gredos, Traducción de Jacobo Muñoz Veiga, Madrid 2012, págs. 600-601, corchetes míos).

Pero eso no fue exactamente lo que ocurrió, porque tanto en la guerra franco-prusiana, como en la Primera Guerra Mundial y la Segunda Guerra Mundial (por no hablar del conflicto chino-soviético y de todo el período de la Guerra Fría y de lo que está pasando después), se mostró que «el proletariado» sí tenían patria aunque ésta fuese «burguesa» (lo cual, asimismo, es bastante matizable).

¡Y vaya que si la tenían!, puesto que prefirieron defender los intereses de su patria y aliarse con los burgueses de su propio Estado-nación antes que defender sus intereses de clase (lo cual también es bastante decir) y aliarse con los trabajadores de los otros Estados-naciones que entraron en conflicto. Y no es que prefiriesen sino que más bien no tuvieron más opción que defender a la patria «burguesa» en detrimento de «conquistar para sí el poder político» y «elevarse a clase nacional».

A juicio de Marx, «los proletarios no tienen patria» quiere decir que éstos no circunscriben su verdadera identidad en tanto españoles, rusos, franceses, etc., sino como proletarios dispuestos a «reabsorber» a los explotadores, de ahí que se reivindicase al proletariado como «clase universal» y emancipador de la humanidad (el «Género Humano» que cantaba la Internacional). Y hasta que no se realice la «victoria final» la unidad de las naciones canónicas (España, Francia, Alemania…) sólo será la unidad propia de un campo de batalla, «la unidad de un escenario en el que durante todos los siglos de la historia se han enfrentado “dioscuramente” las clases sociales que son el motor de su curso: Cataluña, como Francia, España o Alemania son sólo uniformes “de quita y pon” utilizados por los combatientes» (Gustavo Bueno, España frente a Europa, Alba Editorial, Barcelona 2000, pág. 52).

Una vez emancipado de las patrias burguesas (en continuo conflicto diplomático o directamente bélico entre sí), el Género Humano quedaría emancipado de todo despotismo y por tanto habría licenciado a todos los ejércitos y cuerpos de policía, y «la administración de las personas» sería suplida por «la administración de las cosas», y por consiguiente las diferencias entre las clases sociales alcanzaría un valor cero. Pero ¿es siquiera imaginable la administración de las cosas sin que al mismo tiempo no se lleve a cabo la administración de las personas?

Dicho de otro modo: el proletariado es considerado la clase universal porque sería la única clase que tendría por misión destruirse a sí mismo como clase y con ello destruir a todas las clases a fin de emancipar al Género Humano de toda opresión y explotación, es decir, una clase límite que acaba con todas las clases, y por ello «no tendría ningún interés en deformar la verdad porque no explota a ningún otro grupo de seres humanos y por consiguiente, no se engañaría ni engañaría a nadie con falsos fetiches ideológicos» (José Ramón Esquinas Algaba, La Idea de Materia en el Materialismo Dialéctico, Tesis Doctoral, Universidad de Oviedo, 2015, pág. 239).

La dictadura del proletariado supondría el socialismo estatal que, tras un tiempo indefinido, desembocaría en el comunismo post-estatal o aestatal. Y así, en la fase final del socialismo el Estado proletario se disolvería y empezaría propiamente el comunismo que traería el fin de la explotación del hombre por el hombre y la autogestión.

Pero esto es pasto de la utopía y de la irrealidad, o tal vez de una ideología aureolar; porque en «la crítica de las armas» de la dialéctica de Estados (tal y como se mostró en las dos guerras mundiales y en la Guerra Fría) quedaron trituradas «las armas de la crítica» en las que se forjó el mito del proletariado universal (que, en cierto modo, quedó desarmado y en posición acrítica disolviéndose en el izquierdismo indefinido o, en algunos casos, en la individualidad flotante de algunos sujetos). (Para comprender el rótulo individuo flotante véase Gustavo Bueno, «Psicoanalistas y epicúreos. Ensayo de introducción del concepto antropológico de ‘heterías soteriológicas’», El Basilisco, Oviedo 1981-1982, https://www.fgbueno.es/bas/bas11302.htm).

El comunismo final vendría a ser el comunismo del «hombre total», un comunismo impracticable al ser imposible el sujeto de dicha revolución: el supuesto proletariado universal, el cual sólo fue una plataforma fantasma; «una plataforma que no existe en ninguna parte, y que sólo sirve para llenar la boca de algunos revolucionarios utópicos» (Gustavo Bueno, «Dialéctica de clases y dialéctica de Estados», El Basilisco. Revista de Filosofía, Ciencias Humanas, Teoría de la Ciencia y de la Cultura, 2ª época, Número 30, págs. 83-90, http://www.filosofia.org/rev/bas/bas23008.htm, 2001, pág. 90).

El comunismo sólo pudo tener un viso de viabilidad no mediante la figura fantasmagórica del proletariado universal, que ni mucho menos fue una clase social atributiva (esto es, compuesta como una unidad compacta y realmente solidaria) capaz de comportarse como un sujeto activo internacionalmente, sino por mediación del Estado (el Imperio) soviético, que sólo pudo prolongarse en el tiempo durante 74 años. Tras este período tal Estado (tal Imperio) no se extinguió, sino  que colapsó y se derrumbó.

No hay que ningunear la realidad de China, que parece de un ascenso imparable (el tiempo dirá si esa apariencia es veraz o falaz), pero -para aclarar la cuestión- estos artículos tratan sobre el «marxismo clásico» y no sobre el marxismo «con características chinas». (Para ello véase nuestro artículo en Posmodernia «Pensamiento Xi Jinping», https://posmodernia.com/pensamiento-xi-jinping/). Sigamos.

En la guerra franco-prusiana, coetánea a la Primera Internacional, los trabajadores franceses prefirieron solidarizarse con los burgueses de su país antes de solidarizarse con los proletarios alemanes frente a la burguesía francesa y alemana. El interés de la patria primó entonces frente a los intereses de clases y se dejó a un lado la fraternidad proletaria universal (como también pasaría en la Primera y en la Segunda Guerra Mundial).

Luego los trabajadores demostraron que sí tenían patria, y que además estaban dispuestos a defenderla a capa y espada, entre trincheras y bombardeos, derramando su sangre por el interés de la misma. Luego este internacionalismo apátrida, idílico, no se corresponde con la cruda realidad de los hecho bélicos entre naciones de la geopolítica real. Como dijo el político burgués Manuel Azaña en su famoso discurso en el Ayuntamiento de Barcelona el 18 de julio de 1938, en el segundo aniversario del inicio de la Guerra Civil, «el sentido de la patria no es un mito».

Lo que sí resultó ser un mito, oscurantista y confusionario, fue la unión del proletariado internacional contra una no menos mitológica burguesía internacional. El imperativo proselitista con el que concluye el Manifiesto comunista («¡Proletarios de todos los países, uníos!») resultó ser, a la hora de la verdad, una unión imposible; de modo que Marx se equivocó en ver en los proletarios distribuidos en diferentes países a una clase social virtualmente asociativa (atributiva).

Es decir, con el lema «¡Proletarios de todos los países, uníos!» se trató de transformar una unidad isológica (polémica y dividida) en una unidad sinalógica (armónica y unida, o más bien solidaria frente a patronos y terratenientes). En 1890 Engels reconocía que «sólo unas pocas voces respondieron» (Friedrich Engels, «Prólogo a la edición alemana de 1890» del Manifiesto comunista, Traducción de Jacobo Muñoz, Gredos, Madrid 2012, pág. 644). Del todo insuficientes para llevar a cabo una revolución ni más ni menos que mundial.

Ahora bien, habría que matizar que «¡Proletarios de todos los países, uníos!» no hace referencia al Género Humano, porque si no diría «¡Humanos de todos los países (sean de la clase que sean), uníos!». El lema proselitista hace referencia, entonces, a los trabajadores asalariados (es decir, los «proletarios») de los países más civilizados, aquellos que estaban vinculados a las naciones políticas en donde la burguesía había consolidado o estaba en vistas de consolidar su poder.

De hecho el lema con el que finaliza el Manifiesto comunista era una crítica al lema de la Liga de los Justos antes de convertirse en la Liga de los Comunistas, el cual rezaba: «Todos los hombres son hermanos», al que irritaba a Marx porque afirmaba que por nada del mundo deseaba que ciertos hombres fuesen sus hermanos. Aunque la famosa frase que pone el broche final al Manifiesto comunista no es de Marx ni Engels, sino que éstos la tomaron prestada del activista y conspirador miembro reformador de la Liga de los Justos Karl Schapper.

Por tanto no se estaba postulando, frente a Bakunin (que debatiría con Engels en 1849), bajo ideas nebulosas como «la humanidad» o «la fraternidad», sino bajo la noción de dialéctica de clases de determinadas naciones que a su vez estaban disputando su hegemonía en la dialéctica de Estados (lo que definitivamente acabó con la unión del proletariado y de los partidos proletarios de las diferentes naciones). De modo que la clase proletaria internacional no formaba propiamente una clase al estar fragmentada por las fronteras que separaban a las diferentes naciones políticas en la dialéctica de Estados.

En 1914, unos meses antes de la guerra (que además terminaría siendo la «Gran Guerra»), Lenin exigía al proletariado que fuese independiente del nacionalismo, es decir, «que los proletarios mantengan una posición de completa neutralidad, por así decir, en la lucha de la burguesía de las diversas naciones por la supremacía» (Vladimir Ilich Lenin, «El derecho de las naciones a la autodeterminación», En los núms. 4, 5 y 6 (abril a junio de 1914) de la revista Prosveschenie, Edición Marxists Internet Archive, https://www.marxists.org/espanol/lenin/obras/1910s/derech.htm, 2000).

Pero el proletariado de cada país no permaneció ni mucho menos neutral y tomó partido por sus respectivos países en la Gran Guerra. Lo que echó por tierra la solidaridad obrera internacional, la cual existió simplemente en el ideario de la Primera y la Segunda Internacional, organizaciones que acabaron en bancarrota tanto ideológica como institucionalmente.

La Primera Guerra Mundial mostró que el proletariado no era una clase asociativa a nivel mundial. En 1920 Vilfredo Pareto decía que antes de la guerra «los proletarios y especialmente los socialistas» se consideraban capacitados para evitarla mediante la huelga general o de un modo más radical, pero tras lo que sólo fueron «bonitos discursos» estalló la guerra; no hubo huelga general sino todo lo contrario, pues los partidos socialistas votaron en los parlamentos de sus respectivos países los créditos de guerra o no se opusieron especialmente contra ellos; de modo que «el precepto del maestro [Marx]: “¡Proletarios de todos los países, uníos!” se transformó implícitamente en el otro: “¡Proletarios de todos los países asesinaos!”» (citado por Domenico Losurdo, Stalin. Historia y crítica de una leyenda negra, Traducción de Antonio Antón Fernández, El Viejo Topo, Roma 2008, pág. 286).

En el Neue Zeit, el órgano del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), escribía Karl Kautsky el 2 de octubre de 1914, casi dos meses después de que su partido firmase los créditos de guerra: «Todos tienen el derecho y la obligación de defender a su patria; el verdadero internacionalismo consiste en reconocer este derecho para los socialistas de todas las naciones, las que se encuentran en guerra con la mía» (citado por Gustavo Bueno, El mito de la izquierda, Byblos, Edición de bolsillo, Barcelona 2004, pág. 226).

Y como escribía Hitler desde su particular darwinismo social en el segundo libro de Mein Kampf (en 1925), al declararse la guerra en 1914 «se esfumaron de los cerebros de nuestros obreros los sueños de solidaridad internacional, para hacerlos volver al mundo real de la lucha por la existencia, donde un ser vive a expensas del otro y donde el exterminio del más débil representa la vida del más fuerte» (Adolf Hitler, Mi Lucha, Jusego. Ediciones sin fines de lucro, Chile 2003, pág. 401).

Ya en 1894 en su obra de juventud ¿Quiénes son los «amigos del pueblo» y cómo luchan contra los socialdemócratas? Lenin sostenía que no existe más medios para combatir el odio nacional «que el que la clase de los oprimidos se organice y se agrupe estrechamente para luchar contra la clase de los opresores en cada país, y que estas organizaciones nacionales de obreros se unan en un solo ejército obrero internacional para luchar contra el capital internacional» (Vladimir Ilich Lenin, «¿Quiénes son los “amigos del pueblo”?», Grijalbo, 1975, pág. 116).

Sin embargo, la lógica cortical de la dialéctica de Estados se impuso irremediablemente y los obreros prefirieron la «sagrada unión patriótica» (bendecida por la Iglesia) al internacionalismo abstracto y mesiánico (lisológico y escatológico y en la política real impracticable y en consecuencia imposible).

El apoyo que los socialdemócratas alemanes dieron a los créditos de guerra el 4 de agosto de 1914 tuvo como consecuencia un proceso en cadena por el que la mayoría de los partidos socialistas europeos se pusieron de parte de sus respectivos gobiernos y rechazaron la solidaridad internacional contra la burguesía internacional (la cual es igualmente imposible). En consecuencia, estos partidos lejos de oponerse a la contienda la fomentaron. El «espíritu del 4 de agosto» fue la exaltación del nacionalismo en detrimento de la historia que avanza hacia el comunismo final mediante la lucha de clases.

Con la aprobación de los créditos de guerra por parte del Partido Socialdemócrata Alemán, Lenin sabía que eso suponía el fin de la Segunda Internacional (lo que él señaló como «la bancarrota»), y desde entonces tuvo en mente construir la Tercera Internacional, que sería la suya, y que tampoco alcanzaría la fraternidad internacional del proletariado al verse envuelta, como la Segunda Internacional, en la dialéctica de Estados que supuso el embrollo cortical de la Segunda Guerra Mundial, aunque sí fue efectiva para propagar el comunismo a través de los partidos comunistas de buena parte del mundo en los que en algunos triunfó la revolución; sin embargo, eso fue posible a través del avance desde el poder militar del Imperio Soviético.

El asesinato de uno de los máximos defensores de la paz en Europa (y socialista democrático y por tanto no revolucionario, es decir, pacifista tanto a nivel de dialéctica de clases como de dialéctica de Estados), Jean Jaurès, el 31 de julio de 1914 no movilizó al socialismo francés para hacerle la «guerra a la guerra». Es más, justo en la tumba de Jaurès los socialistas franceses prometieron obedecer a la llamada de la nación y defenderla en la guerra. El 1 de agosto escribía Gustave Hervé en La guerre sociale: «Han asesinado a Jean Jaurès, nosotros no asesinaremos por ello a Francia» (citado por Wolfgang J. Mommsen, La época del imperialismo, Traducción de Genoveva y Antón Dieterich, Siglo XXI Editores, Madrid 1973, pág. 267). Por consiguiente, le declararon la guerra a la lucha de clases tal y como ésta se entendía en la historia monista-teleológica marxista.

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