Crítica a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 (I)

Una de las ideologías actuales dominantes (es más, lo hace de una manera absolutamente arrolladora), que muchas veces da la sensación de que lo impregna todo, es la ideología de los derechos humanos, especialmente la vinculada a la Declaración Universal de los Derechos Humanos propugnados en 1948 por la Asamblea General de las Naciones Unidas, institución que con brevedad dimos buena cuenta desde las páginas de Posmoderniahttps://posmodernia.com/la-organizacion-de-las-naciones-unidas/

Tales derechos son interpretados como uno de los mayores logros alcanzados por la Humanidad, entendida ingenuamente como una totalidad atributiva, esto es, una totalidad armoniosa entre sus partes, en su lucha por alcanzar la felicidad de todos los ciudadanos del mundo (en rigor, ciudadanos de diferentes Estados; y esa es la realidad, por mucho humanismo que se quiera). En 1950 la Asamblea de la ONU acordó la resolución 423, en la que se invitaba a todos los Estados miembros y organizaciones interesadas en que se celebrase cada 10 de diciembre el Día Mundial de los Derechos Humanos.

Los derechos humanos no son fijos y constantes, como si se hubiesen dado in illo tempore y permaneciesen imperturbables ante el paso del tiempo, sino que constantemente son redefinidos en circunstancias históricas y sociales diferentes. No son los mismos derechos los que se firmaron en Francia en 1789 (que distinguía entre los derechos del hombre y los del ciudadano) que los derechos humanos de la ONU firmados en 1948. 

Nadie osa criticar los derechos humanos, y el que lo haga es anatema, como lo era todo aquél que en la Edad Media criticaba a la Biblia. De las pocas voces que se atrevió a tanto fue el filósofo español Gustavo Bueno, que sobre este asunto prácticamente predicaba en el desierto (con un rigor al que muy pocos o nadie pudo contestar). Como él mismo decía, los derechos humanos son «las nuevas tablas de la Ley que el Género Humano, y no Yahvé, se ha dado a sí mismo como guía suprema para su futuro, a través de la Asamblea General de las Naciones Unidas», y ello «Porque se da por supuesto que la Asamblea General de la ONU viene a ser algo así como el Consejo Supremo del Género Humano. Lo que ella prescribe será bueno. Lo que prohíba será malo. Y aquello sobre la cual ella no decide, será dudoso» (Gustavo Bueno, «Aniversarios: 1848, 1948», El Catoblepas, http://nodulo.org/ec/2008/n082p02.htm, Diciembre 2008, Nº 82, pág. 2). 

La Declaración Universal de los Derechos Humanos juega un papel similar a aquel que jugó los diez mandamientos en la Edad Media (así como la teoría del Big Bang juega un papel similar a la creación ex nihilo que se narra en el Génesis). La Declaración es el catálogo de dogmas de nuestro tiempo. Y aquél que ose criticar sus preceptos… ¡sea anatema!

Como señaló Federico Engels, en la época del feudalismo la sociedad no estaba instalada en un Imperio mundial como lo era el Imperio Romano, y estaba distribuida en diferentes Estados independientes que «mantenían entre sí un trato de igualdad y que habían llegado a un grado casi igual de desarrollo burgués, era natural que aquellas tendencias asumiesen un carácter general, traspasando las fronteras de los Estados, era natural que la libertad y la igualdad se proclamasen como derechos humanos. Para comprender el carácter específicamente burgués de estos derechos humanos, nada más elocuente que la Constitución norteamericana, la primera en que se definen los derechos del hombre, a la par que, en la misma alentada, se sanciona la esclavitud de los negros, vigente por entonces en los Estados Unidos; se respetan los privilegios de clase, y los privilegios de raza son santificados» (Frederick Engels, Filosofía (Esquemática del mundo. Filosofía de la naturaleza. Moral y derecho. Dialéctica), Versión al español de Ediciones en Lenguas Extranjeras Moscú, Ediciones  R. Torres, Barcelona 1976, pág. 109).

La Declaración Universal de los Derechos Humanos se sitúa en la más oscura y confusa ambigüedad lisológica al tratarse de una Declaración ética y no jurídica. Pero estos derechos sólo pueden ser efectivos cuando estén respaldados o puedan ser garantizados por las leyes de un determinado Estado a través de sus órganos judiciales (siempre y cuando se ejecuten las leyes, es decir, se lleven a cabo en la praxis y no se queden en papel mojado). Al no ser ratificados por los Estados en un tratado y al ser una mera resolución la Declaración no es un instrumento jurídico. «Las ideas relativas a los derechos humanos, tal como quedaron fijadas en la Declaración de la ONU de 1948, se mantiene a la escala lisológica propia de la perspectiva ética; los conceptos que tejen el sistema de los códigos civiles, penales o mercantiles de los diversos ordenamientos jurídicos que proclaman sin embargo atenerse a los derechos humanos, están dados a escala morfológica, pero no se deducen de aquellos» (Gustavo Bueno, «En torno a la distinción “morfológico/lisologico” (y 3)» El Catoblepashttp://nodulo.org/ec/2007/n065p02.htm, Julio 2007, Nº 65, pág. 2).

Y también sostiene Bueno: «lo que llamamos “Humanidad”, es decir, el “Género Humano”, es un género posterior a sus razas, etnias o culturas originarias. Un género que no existe anteriormente a estas “especificaciones”, porque sólo en el proceso (prehistórico) de sus mutuas interacciones puede resultar algo similar a lo que llamamos “Humanidad”, como un todo histórico que ha ido constituyéndose en función de partes suyas que no son, por sí mismas, todavía humanas, y ésta es su dialéctica. Es la misma dialéctica que actúa en muchos de quienes en nuestros días, y sin ser nominalistas ni atomistas, afirman, por ejemplo que “no existe el hombre en general”, sino los “griegos, los franceses, los españoles o los chinos”. Dicho en palabras de Aristóteles: que el hombre sólo comienza a ser hombre en cuanto es ciudadano, es decir, miembro de una sociedad política que, a su vez, procede de sociedades previas constituidas no ya tanto por hombres cuanto por homínidas. Según esto, los “Derechos del Hombre” sólo habrían podido ser proclamados como derechos universales a todo el “Género Humano”, una vez que los “Derechos de los ciudadanos”, los derechos de cada pueblo, sociedad o cultura estuviesen ya constituidos; y lo que es acaso más importante, los “Derechos humanos” se conformarán en gran medida frente, y aun en contradicción, con los “Derechos de los pueblos”, es decir, con los derechos de otras partes en las cuales está repartido el “Género Humano” (entre estas partes Marx contaba, principalmente, a las clases sociales definidas por su posición en relación con la propiedad de los modos de producción)» (Gustavo Bueno, Bueno, España frente a Europa, Alba Editorial, Barcelona 2000, pág. 204-205).

Frente a los fundamentos teológicos o naturales o los fundamentos puestos en lo humano del hombre mismo, el materialismo filosófico pone los fundamentos materiales de los derechos humanos en la individualidad corpórea de los hombres al ser sujetos corpóreos operatorios, en tanto universalidad distributiva y transcendental, lo que es tanto como decir que tales fundamentos se encuentran en las normas éticas (cuyas dos virtudes fundamentales, y en esto el materialismo filosófico sigue a Espinosa, son la firmeza y la generosidad). Y los fundamentos formales en la realidad social de tales individuos como personas con derechos fundamentales. Con lo cual los fundamentos formales se basan en la moral (mores, costumbres).

La Declaración de 1948 toma como sujeto de derechos a las personas individuales (haciéndose abstracción de las fronteras y capas corticales de los respectivos Estados que separan a los hombres por razas, etnias, lenguas, religiones, culturas, etc.), frente a la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos que varias organizaciones internacionales proclamaron en Argel el 4 de julio de 1976, que como su nombre indica toma como sujeto de derechos a los pueblos, a las personas colectivas: «Todo pueblo tiene derecho a existir», «Todo pueblo tiene derecho al respeto a su identidad nacional y cultural», etc. Se trataba de poner de manifiesto las fronteras que dividían a los cinco mil millones de hombres según sus naciones, religiones, etnias, culturas. Pueblos que tratan a toda costa defender su unidad, su identidad, su salud y sus riquezas.  

La Declaración de 1948 no puede interpretarse, si lo hacemos desde coordenadas materialistas que niegan el sustancialismo de la causa sui, como la expresión de las normas que el Género Humano, por mediación de la Asamblea General de las Naciones Unidas, se dio a sí mismo. La humanidad está distribuida en sociedades diferentes que son los puntos de vista desde que se manipula. La humanidad es una especie biológica pero no existe como unidad en la política real al estar fragmentada y enfrentada al distribuirse por múltiples sociedades políticas corticalmente enfrentadas por obtener recursos basales. Esa unidad de la que habla la Declaración es sólo una unidad aureolar; o, en todo caso, una ingenuidad o una impostura. Porque no cabe hablar de «derechos humanos» sino de «derechos ciudadanos», es decir, los derechos (junto con sus deberes) que tiene un ciudadano al vivir dentro de los límites de un determinado Estado. Frente al iusnaturalismo de la tradición liberal, los derechos no son previos a la formación del Estado y responden a las acciones puestas en marcha por las instituciones políticas.

Las organizaciones humanitarias «derechohumanistas», por así llamarlas, hablan en nombre de la ética y no desde la política, y por ello piden la acogida sin límites de inmigrantes; y además exigen que los países menos favorecidos reciban más ayudas (0,5 por ciento, 0,7 por ciento, 2 por ciento… del PIB). Pero desde el realismo político y la economía política -es decir, dejando al lado la demagogia- estas pretensiones son un disparate suicida porque vendrían a arruinar la capa basal de todo Estado que se lance hacia semejante proyecto, y también trastocaría el «orden» internacional. Esta diferencia entre unos países y otros no se debe a la estupidez de los hombres subdesarrollados ni a la maldad de los superdesarrollados, sino a la forma en la que ha ido desarrollándose la Historia Universal, que es la historia de los Imperios, y no de un género humano hipostasiado que tome las riendas de su autodirección o un género humano hipostático en el que se haya Encarnado en un «tiempo eje» la Segunda Persona de la Santísima Trinidad para traer la redención a la Humanidad (aunque ya se sabe que muchos son los llamados y pocos los elegidos). La historia de los Imperios universales (o exactamente con pretensiones universales) es algo que está por encima de la voluntad del «género humano» en el curso de su historia. Y esto implica necesariamente la guerra, o más bien las diferentes guerras con sus diferentes tramas: con todas sus atrocidades y heroicidades.   

Los derechos humanos no son derechos naturales ni tampoco son anteriores o independientes a los derechos positivos en el sentido kelseniano: «Más exacto sería decir que los derechos humanos son derechos culturales o históricos, que derivan, y no uniformemente, no de una naturaleza “humana”, sino muy diversamente de las culturas de los pueblos diferentes que, en conflictos incesantes, han alcanzado un cierto estadio de su desarrollo, aquel en el que ya podemos hablar de normas cristalizadas en instituciones o costumbres (mores), con “variables” de individuo» (Gustavo Bueno, El sentido de la vida, Pentalfa, Oviedo 1996, pág. 342).

Por si fuera poco, la Declaración Universal de los Derecho Humanos aunque se declarase y se siga declarando «universal» no lo es, pues sus artículos cuando se cumplen (y no son pocas veces cuando son incumplidos, e incluso con atropello) quedan restringidos a Europa y a América principalmente. Pues es bien sabido que la Declaración no fue firmada ni por Unión Soviética ni por China (las dos potencias comunistas que contemplaban en la Declaración la defensa del «hombre burgués»).

Ya en 1844 así examinaba Marx en «La cuestión judía» de los Anales franco-alemanes los derechos humanos «bajo la firma que les dieron sus descubridores, los norteamericanos y los franceses»: «En parte, estos derechos humanos entran en la categoría de la libertad política, en la categoría de los derechos cívicos, que no presuponen, ni mucho menos, como hemos visto, la abolición absoluta y positiva de la religión, ni tampoco, por tanto, por ejemplo el judaísmo… Y tan ajena es al concepto de los derechos humanos la incompatibilidad con la religión que, lejos de ellos, se incluye expresamente entre los derechos humanos el derecho a ser religioso, a serlo del modo que se crea mejor y a practicar el culto de su especial religión. El privilegio de la fe es un derecho humano general… Los droits de l’homme, los derechos humanos, se distinguen como tales de los droits du citoyen, de los derecho cívicos. ¿Cuál es el homme a quien aquí se distingue del citoyen? Sencillamente, es el miembro de la sociedad burguesa. ¿Y por qué se llama al miembro de la sociedad burguesa “hombre”, el hombre por antonomasia y se da a sus derechos el nombre de derechos humanos? ¿Cómo explica este hecho? Por las relaciones entre el estado político y la sociedad burguesa, por la esencia de la emancipación política… Registramos, ante todo, el hecho de que los llamados derechos humanos, los droits le l’homme, a diferencia de los droits du citoyen, no son otra cosa que los derechos del miembro de la sociedad burguesa, es decir, del hombre egoísta, del hombre separado del hombre y de la comunidad» (Karl Marx y Frederick Engels, Sobre la religión, Edición preparada por Hugo Assmann y Reyes Mate, Ágora, Salamanca 1974, págs. 123-124-125).

Se trata, pues, de los derechos burgueses en donde en la Constitución de 1793 puede leerse en su Artículo 2 que los derechos fundamentales e imprescindibles son «l’égalité, la liberté, la sureté, la propriété». En el Artículo 6 leemos: «La libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudique a otro». Y en el Artículo 16 de leía: «El derecho de propiedades el derecho de todo ciudadano de gozar y disponer a su antojo de sus bienes, de sus rentas, de los frutos de su trabajo y de su industria» (citado en Marx y Engels, Sobre la religión, pág. 125).

«El derecho humano de la propiedad privada es, por tanto, el derecho a disfrutar de su patrimonio y a disponer de él arbitrariamente (à son gré), sin atender a los demás hombres, independientemente de la sociedad, el derecho del interés personal. Aquella libertad individual y esta aplicación suya constituyen el fundamento de la sociedad burguesa. Sociedad que hace que todo hombre encuentre en otros hombres, no la realización, sino, por el contrario, la limitación de su libertad. Y proclama por encima de todo el derecho humano “de jouir et de disposer à son gré de ses biens, de ses revenus, du fruit de son travail et de son industrie… Ninguno de los llamados derechos humanos va, por tanto, más allá del hombre egoísta, del hombre como miembro de la sociedad burguesa, es decir, del individuo replegado en sí mismo, en su interés privado y en su arbitrariedad privada, y disociado de la comunidad. Muy lejos de concebir al hombre como ser genérico, estos derechos hacen aparecer, por el contrario, la vida genérica misma, la sociedad, como un marco externo a los individuos como una limitación de su independencia originaria. El único nexo que los mantiene en cohesión es la necesidad natural, la necesidad y el interés privado, la conversación de su propiedad y de su persona egoísta» (Marx y Engels, Sobre la religión, págs. 126-127). En estos derechos «se declara al citoyen servidor del homme egoísta, se degrada la esfera en que el hombre se comporta como comunidad por debajo de la esfera en que se comporta como un ser parcial; que, por último, no se considera como verdaderoauténtico hombre al hombre en cuanto ciudadano, sino al hombre en cuanto burgués» (Marx y Engels, Sobre la religión, pág. 127). De modo que estos derechos procuran que la vida política sea un medio cuyo fin es la vida de la sociedad burguesa.

Y como diría el líder chino Deng Xiaoping, «En realidad, la soberanía nacional es mucho más importante que los derechos humanos, pero el Grupo de los Siete (u Ocho) con frecuencia infringe la soberanía de los países pobres y débiles del Tercer Mundo. Su discurso sobre los derechos humanos, la libertad y la democracia solo pretende salvaguardar los intereses de los países fuertes y ricos que aprovechan su fortaleza para abusar de los países débiles y que buscan la hegemonía y practican la política del poder» (citado por Henry Kissinger, Orden mundial, Traducción de Teresa Arijón, Debate, Barcelona 2016, pág.234).

Asimismo, la Declaración de 1948 tampoco sería apoyada por los países musulmanes, ya que los mismos prefirieron firmar sus propios derechos basados en la Sharia en la Declaración de El Cairo en 1990. El artículo primero de tal declaración reza: «La humanidad entera forma una sola familia unida por su adoración a Allah y su descendencia común de Adán. Todos los seres humanos son iguales en el principio de la dignidad humana, así como en el de las obligaciones [para con Allah] y las responsabilidades sin distinción de raza, color, lengua, sexo, creencia religiosa, filiación política, nivel social o cualquier otra consideración. Sólo la verdadera religión garantiza el desarrollo de esa dignidad por medio de la integridad humana» (https://www.refworld.org/cgi-bin/texis/vtx/rwmain/opendocpdf.pdf?reldoc=y&docid=50acbf1c2). Y ni que decir tiene que aquí la verdadera religión (aunque ni mucho menos religión verdadera) es el islam. 

Continúa 

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