Divertíos como si fueseis locos

Divertíos como si fueseis locos. José Vicente Pascual

A principios de los años ochenta del siglo pasado, en la ínclita ciudad de Granada, un periodista local conocido por su afección al partido socialista —al partido, sus gerifaltes y cargos parlamentarios, no al socialismo propiamente, conviene señalarlo—, con motivo de las fiestas mayores del Corpus Christi se inventó una frase atribuida nada menos que a los Reyes Católicos, la cual estaría incluida en el decreto real de 1497 que instauraba aquellas celebraciones y que rezaba, literalmente: “Divertíos como si fueseis locos”. El hallazgo histórico y la oportunidad de convocarlo al presente fueron muy celebrados por la biempensatía granadina y no digamos la progresía local, pues, en efecto: una vez satisfechos los trabajos de la transición, conjurado para siempre el peligro del golpismo militar, ganadas las elecciones autonómicas y generales por el entonces omnímodo PSOE de Felipe González, ¿qué otro horizonte estético y que otro afán ético le quedaba a la población sino disfrutar de lo alcanzado y divertirse como si en verdad todos se hubieran vuelto locos?

La famosa frase, sin embargo, no soportó durante mucho tiempo la revisión de los historiadores. Más de uno, con toda seriedad y rigor, señaló que nunca hubo un decreto institucional de las fiestas del Corpus, ni en 1497 ni en ningún otro año, mucho menos firmado por sus católicas majestades y muchísimo menos se incluía en su contenido el llamamiento a la locura lúdica colectiva. Lo cual no ha sido obstáculo para que la frase, convertida en lema, se haya repetido desde entonces como cosa buena y prudente, año tras año, por las autoridades encargadas de pregonar la fiesta, inaugurar el ferial, encender las luces del recinto y etcétera. Si una historieta funciona es mejor dejarla a su aire. Como decía el otro: si tiene usted problemas en el trabajo por culpa de la bebida, deje el trabajo; si la verdad histórica y la verdad en general estorban con la alegría de la gente y el sosiego de la población, deje usted la verdad en manos de periodistas, que ya sabrán qué hacer con ella.

Ese ha sido el método de nuestras clases políticas dirigentes desde hace ni se sabe: inventar la historia y reinventar el presente con ingeniosa tramoya que todo el mundo sabe más falsa que los duros filipinos pero que conviene a la tranquilidad del rebaño. Se libraron del acecho golpista de finales de los setenta y principios de los ochenta —una posibilidad real— mediante la farsa monumental del 23-F, algo que todos sospechamos teatro y así lo confirmamos con el paso del tiempo, en su evolución de tragedia a sainete, pero que arregló aquellos inconvenientes con un coste bajísimo para nuestra democracia —por decir algo y llamar de alguna manera al sistema bajo el que vivimos—. Y ya abierta esa senda de la ficción colectiva como elemento de avance en la agenda de los poderosos, puede afirmarse que las élites de España son las que recurren con más ahínco y perfección a la fábula social y la alegoría moral para sacar adelante sus estrategias. Como si todos nos hubiéramos vuelto locos, o mejor dicho, como si fuésemos unánimemente idiotas, nuestros mandamases ingenian leyendas y severas supersticiones que enseguida penetran en el ideario colectivo como verdades de gravísima conveniencia, con una virtud añadida: quien descrea de ellas será tildado inmediatamente de insolidario, xenófobo, fascista o mala persona. Es el método de la mentira amable que perfecciona a la dura verdad porque la verdad no ajusta con el interés de quienes mandan ni con la ñoñería idealizada de quienes obedecen y siguen la senda por la que siempre han ido los muchos necios que en el mundo han sido. La lista es jugosa, no exhaustiva: los atentados del 11-M, de los que nunca sabremos la verdad completa y en su espantosa dimensión conspirativa; la “derrota” de ETA, la paz social y la “convivencia” en el País Vasco, el “España nos roba” de la oligarquía nacionalista catalana, la reclusión domiciliaria del covid y la gestión ejemplar de aquella crisis por parte de nuestro gobierno, la filantropía y el desinterés personal de quienes se apropiaron de muchos cientos de millones de euros con el asunto de los EREs andaluces, el cambio climático, el “no hay nada” sobre la esposa del presiente y el hermano del presidente… La última, vivida hace unos días: la “huida” de Puigdemont ante las narices de la policía catalana y la gozosa indiferencia de sus socios gubernamentales en el negocio del desguace nacional. Aunque sobre esta última comedia cabe añadir alguna consideración, no porque el esperpento lo merezca sino en razón de los titulares de prensa que señalan la “humillación” de España, de las instituciones y demás concernidos por la fechoría.

No es Puigdemont quien humilla a España. Ya le gustaría. Se humilla a sí mismo comportándose como un saltabalates y humilla a sus seguidores, convirtiéndolos en hooligans de un insensato que decide ser el Lute porque no puede ser Nelson Mandela. No es Puigdemont quien humilla a España sino las instituciones españolas, parasitadas y envilecidas por un gobierno de mangantes y mangantas, charlatanas y charlatanes, quienes humillan al pueblo. Es el mismo pueblo español quien se humilla cada vez que baja la testa y se traga los sapos de aquella panda de vividores y falsarios que pastorean a sus votantes como si fuesen lisiados mentales acogidos en el cotolengo del «progresismo». Puigdemont será un caradura aprovechado y un cirigallo —porque lo es—, pero los españoles no tenemos la culpa de que nos haya caído encima semejante prójimo, ni somos culpables de que otro malhechor haya hecho pacto con él y los suyos para, entre unos y otros, chuparse el Estado igual que el maestro Pujol se chupó Cataluña y el dómine Zapatero se chupa el oro y la sangre de Venezuela. No humilla el forajido a sus víctimas, al contrario: se degrada a sí mismo conforme ofende a la ley, la civilización y la decencia humana.

Entre faranduleros y maleantes anda el juego mientras nos dé la gana de seguir manteniéndolos. Luego no se quejen.

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