La Constitución del 1812 invocada, laudada y no suficientemente estudiada, estuvo inmersa en gran polémica doctrinal por su complejidad y resultó difícilmente aplicable. Entre sus ingenuidades, figura la cláusula que obliga a todos los españoles a ser “justos y benéficos” y asimismo, aquella otra que ordena que, a partir de 1830, todos los ciudadanos sepan leer y escribir. La Constitución no tuvo éxito en las tres veces que se intentó su vigencia. Pero no por eso dejó de tener una importancia fundamental como primer texto jurídico liberal, eso sí, pronto desechada por el propio liberalismo español.
Las enseñanzas se regulaban por convenios con el Ministerio de Educación y se crearon ordenanzas para la estricta legalidad de los talleres-escuela instaurados por la Ilustración. Las políticas públicas eran, en la visión de los constituyentes, muy claras, terminar por primera vez en España con el analfabetismo crónico. No debe ser extraño el interés de los diputados por la enseñanza y singularmente por la exaltación de la cultura, como dejó clara la Ilustración, la propia extracción social de los diputados lo resaltaba; eran o detentaban profesiones universitarias, la mayoría eran clérigos (más del 40%), le seguían los abogados, los funcionarios, los militares y un pequeño número de comerciantes. No hay ni un solo campesino o artesano. La numerosa proporción de clérigos se puede justificar con el hecho de que las elecciones se hicieran tomando como circunscripción la parroquia, y salieron elegidos los propios párrocos.
En el ámbito de la enseñanza los cambios no se hicieron esperar: si hasta entonces la educación estaba exclusivamente en manos de la Iglesia por mero abstencionismo público, la actitud de los constituyentes de Cádiz produjo una nacionalización de la enseñanza, la utilidad pública de la misma para conseguir una sociedad más desarrollada era defendida por los liberales gaditanos con tesón en las sesiones parlamentarias y, se tenía como referente la actitud de la Ilustración española con las llamadas fábricas-escuela que por primera vez habían conseguido un aumento, no solo de la cualificación de los operarios españoles, sino también de la productividad en España. Cuestión distinta era el reparto competencial entre las nacientes administraciones españolas de la función educativa. La organización administrativa española en materia educativa tenía una estructura piramidal, la base la detentaban las corporaciones locales en la instrucción de las primeras letras, supervisadas por las Diputaciones, y la enseñanza superior universitaria era competencia exclusiva del Estado.
Los liberales gaditanos defendían la educación no sólo como factor de progreso, sino también como elemento básico del nuevo régimen político. La vuelta de Fernando VII supuso el fin de los proyectos educativos liberales, procediendo el monarca a poner en vigor el plan de 1771 de las fábricas-escuelas.
Con el Plan Calomarde se intentó estructurar los estudios en la universidad española, el autor del plan daba gran trascendencia al problema de la ortodoxia de la educación dentro de las disciplinas religiosa y morales. El ingreso en la universidad necesitaría a partir de entonces de la fe de bautismo y un certificado de buena conducta política y religiosa, se vigilará a los estudiantes por si mantienen comunicación con personas sospechosas o señaladas de malas costumbres u opiniones. La uniformidad de los estudios universitarios llegó a consagrar las siguientes disciplinas: Filosofía, Teología, Derecho, Cánones y Leyes. Se reguló también, con gran minuciosidad los horarios, los libros de texto que habían de estudiarse, los métodos de enseñanza y el calendario escolar.
La Real Cédula de 16 de enero de 1826 reglamentó los estudios de las primeras letras del Reino. En definitiva, se procedió a regular la educación, entonces no obligatoria, de los niveles educativos de la enseñanza media.
El periodo siguiente del sistema educativo español viene compartido por las reformas de la Reina María Cristina y la primera guerra carlista. Se intentó en ambos bandos crear normas y órdenes que regularan la necesidad de la formación militar de los guerreros y personal de los operarios, no obstante, por consecuencia de la guerra, los planes de educación castrense no se llevaron a efecto.
El Plan del Duque de Rivas de 1836 responde a una doble motivación: De una parte, a la necesidad de actualizar la legislación de Calomarde a las nuevas formas políticas del momento, es decir, a la creación del ideario moderado en materia de educación. La característica fundamental del aludido plan fue: en primer término, el abandono del principio de gratuidad de la enseñanza, en segundo lugar, los moderados iniciarán una tendencia hacia la enseñanza estatal no gratuita.
Calatrava fue el ministro radical de la regencia de María Cristina, superando las medidas anticlericales de Mendizábal y ampliando en todos los ámbitos la labor desamortizadora, pero las Cortes estaban empeñadas en una obra de consenso. Una nueva instrucción pública para España.
Los últimos años de la regencia de María Cristina no fueron lo felices que podían parecer. No debe olvidarse que toda la estructura de poder se asentaba en premisas muy débiles: de un lado, la Reina Gobernadora no era liberal, aunque aceptó el gobierno de ese partido porque defendía los derechos al trono de su hija Isabel II; por otro lado, los liberales aceptaban a la mujer de Fernando VII y, frente a ellos, las posiciones tradicionalistas de D. Carlos María Isidro que representó, junto al clero, las posiciones más tradicionales.
Debe destacarse que en las enseñanzas medias en 1843 se siguió la influencia del plan del Duque de Rivas con las siguientes variantes: se aplica la uniformidad de todos los planes de estudio; en la universidad se centraliza los órganos de gobierno hasta el extremo de ser el Rey quien nombre directamente al Rector.
Hemos de hacer referencia al Plan Pidal que intentó limar asperezas con la Iglesia Católica y sus centros educativos. En este sentido también Narváez, cuando asumió la jefatura de gobierno, rediseñó siguiendo el citado plan la edificación de escuelas allí donde consideró necesario.
La década moderada (liberales moderados) se caracterizará por las continuas reformas que sufre el Plan Pidal, pero fue la Ley Moyano la norma que consagró un sistema educativo uniforme y estamental: no sólo por la organización de la enseñanza en tres grados, sino también, por la regulación de cada nivel académico. Así en la instrucción primera se recoge el criterio tradicional de la existencia de dos etapas de enseñanza (elemental y superior), se establece también el principio de gratuidad relativa sólo para los niños cuyos padres no puedan pagarla, o los criterios de financiación de la escuela, selección de maestros y regulación de las escuelas normales.
Con la Ley Moyano, se implantan definitivamente los grandes principios del moderantismo histórico: gratuidad relativa para la enseñanza primaria, centralización, uniformidad de los alumnos, secularización y libertad de enseñanza limitada con pleno respeto a la Patria y al Rey.
La Revolución de 1868 supuso un cambio espectacular en la orientación liberal de la enseñanza, entre las normas que la Gloriosa Revolución dedica a esta materia resalta el Decreto de 21 de octubre de 1868 que ratifica el criterio de libertad absoluta para la creación de centros.
A raíz de las discusiones parlamentarias en el Congreso de los Diputados sobre la Constitución de 1876 en lo relativo a la educación, se produjeron dos análisis complementarios de la situación educativa en España: de un lado, la enseñanza en España, y de otro, la necesidad de la instrucción pública para todos. Se define la instrucción como el elemento de moralización necesaria ya que se observa una gran decadencia moral y su falta de conexión con la sociedad. Con respecto a las políticas públicas del momento, el municipio se sentía dispensado del cumplimiento de cualquier obligación en relación con la enseñanza. En esta época destacó de manera especial dentro de la enseñanza privada la llamada Institución Libre de Enseñanza, como dijo Giner de los Ríos “mi plan para el año que viene es abrir en Madrid dos clases privadas, a ver si puedo vivir de mi trabajo por ese camino”.
La Restauración, en parte por su larga duración cronológica, en parte por haber cristalizado en ella una serie de hábitos y de formas de vida, constituye una época que, alabada por unos, denostada por otros, nos ofrece un ambiente de encanto y vulgaridad. La paz interna, la falta de grandes tensiones en la vida pública, la relativa prosperidad económica ambienta un estilo de vida apacible, y es aquí cuando la afición por la cultura y el saber va apareciendo, la enseñanza (sobre todo la universitaria) comienza a ser necesaria para buena parte de los españoles.
Joaquín Costa, un teórico jurista, pasó en poco tiempo a ser el profeta de una España renovada y con acceso a la cultura, se le puso en relación con Jovellanos y deben destacarse sus planteamientos aparentemente contradictorios: tradicionalista y republicano, demócrata y partidario de un cirujano de hierro, intelectual y hombre de masas, abogado y agricultor, europeísta y españolista. Costa no cree que pueda llegarse a la regeneración nacional sin una generosa política educativa. Realmente se preocupa muy poco por la universidad, veía a la España de su tiempo repleta de intelectuales de primera magnitud. Su verdadera preocupación fue la enseñanza primaria y media. Era preciso combatir el analfabetismo y conseguir que todos los españoles sepan leer, escribir y contar. En 1898 manifestó Costa la imperiosa necesidad en España de crear un partido nacional que más bien sea un antipartido, que represente un movimiento popular que aglutine a los españoles en vez de dividirlos, así surge la Unión Nacional.
Cabe preguntarse, en aquellas fechas, qué política educativa desarrolló España en las provincias de ultramar. Lo cierto es que desde la normativa de Indias de 1602 España mantuvo una política de asentamiento de las políticas públicas en América, ciertamente con respecto a la enseñanza (quitando el caso cubano) se dejó desde el principio el cumplimiento del aludido reglamento a la Iglesia Católica en clara contradicción con lo que sobre la enseñanza estaba ocurriendo en la España peninsular, en donde, los liberales y las políticas ilustradas habían comenzado a minar el protagonismo de la Iglesia en la enseñanza con un primer inicio de creación de las escuelas y centros de segunda enseñanza públicos. Los motivos fueron realmente dobles: de un lado, la actividad evangélica de los misioneros inducía realmente a ejercer toda una política educativa que los conquistadores y posteriores mandos militares en las provincias consideraron como las más apropiadas a las circunstancias sobre el terreno. De otro lado, el desarrollo de la política de provincias de ultramar hacía conveniente una reducción de gastos públicos, dado los cuantiosos que hubieron de realizarse para organizar administrativamente dichas provincias.
Con respecto a Cuba y encontrándonos ya en el desastre cubano, debe matizarse que hasta el último momento se aplicó la legislación peninsular de forma generalizada y así también las normativas de educación, estando abiertos en la isla los centros y colegios públicos españoles hasta el último momento de la presencia en dicha isla.
En definitiva, un periodo donde el interés por la educación era palpable, se llegó a considerar una necesidad nacional inaplazable para poder desarrollar el país y, lo aún más importante, crear una conciencia popular sobre los bienes sociales a los que se podía aspirar con esfuerzo. La educación mínima generalizada se entendía que hacía a la población menos manipulable llegando con mayor facilidad a retos comunes que desarrollarían las posibilidades reales de España en aquella época. Los resultados fueron diversos y no cubrieron las esperanzas que habían sustentado, pese a ello fue el duro inicio que orquestó el sistema educativo español.