El último veraneo del señor García

El último veraneo del señor García. Álvaro García de Luján

Esa medusa pirada y medio muerta languidece a cien metros en la orilla de la playa de La Cala del Moral cuando leo en el periódico local que la última de las agendas globales prevé vacunar niños. El café con leche en caña se tambalea y –demonios, esta vez sí- no es por esa tía atractiva en bikini de la mesa de enfrente que no me quita ojo.

Al lado tengo el AS. No encuentro artículos de ciclismo épico como los de antes y ya hace tiempo que chicas con poca ropa dejaron de aparecer en su contraportada. Son los nuevos tiempos. Debe ser así, como siempre me repiten mis ex.

Anoche estuve de fiesta con un tipo iraní y otro holandés. Cosas que solo pasan en los inabarcables suburbios de Málaga. Lo pasamos bien, francamente. Buenos tipos. Ellos pincharon en los platos música electrónica y yo a Carolina Durante. Ya. No se hizo demasiado tarde. Por una puñetera vez. 

No veo la tele –simplemente por impresionar- aunque más pronto que tarde nos enteramos de todo aquí en La Cala. 

Normalmente voy solo a la Peña de los viejos pescadores a tomar un vino y husmear el tono de la mañana. No hay sitio mejor. Porque aún hay insensatos que ven TVE. O la de Madagascar. Qué más da. Porque aún hay lelos que no se han dado cuenta de la vida indecente que vamos a llevar.

Uso unos viejos Levi´s recortados, camiseta casual de El Corte Inglés y playeras de clase media con pretensiones. Con calcetines. Y eso es importante. En la Peña cada uno parece ir a su bola. Pero no es así. 

Pienso en esa novia que ya no está cuando oigo al tipo de la mesa de al lado –servilletero de papel de La Casera, mondadientes esparcidos por encima- que lo han echado del curro por negarse a vacunarse de algo que la Tele define como el fin del mundo. Su gente lo consuela. Mierda de vida. Cabrones. Los de siempre. Dicen. Es su colega. Yo sigo a lo mío. Pero pego la oreja. 

Es este un reducto como tantos otros a lo largo de la costa. Un bar feo. Reformado, poco queda de lo que probablemente fue. Los clientes sueltan tacos, hablan jodidamente alto y cuentan chistes de maricones y cojos. Cáscaras de gambas congeladas en el suelo. Hay pocas tías. Nadie lleva mascarilla. La vida.

En torno a la barra se mezclan veraneantes y parroquianos. En una de estas, uno de los primeros pide un clarete del lugar y una de mejillones. Habla muy alto, el tío. Más de lo acostumbrado. Mientras espera, empieza a reprocharnos a los de la barra –aluminio y plata- el no llevar mascarilla. Todos seguimos a lo nuestro. No pasa nada, tío. Tranquilo.

Pero el notas levanta la voz. Aún más. Amenaza con llamar a las autoridades. Reclama responsabilidad ante nuestros ojos. La situación se enrarece. Yo ando en medio. No sé cómo lo hago. Siempre igual. Un viejo pescador de La Cala intercede. Intenta calmar los ánimos. De nada sirve.

Una voz desde el fondo de la cocina grita: ¡a la mierda la ingeniería social! 

Todos y nadie lo escuchamos. Nos quedamos de piedra. Qué carajo pasa. Qué coño sabrá ese pavo pinche de cocina del pensamiento woke. Qué diablos pasó para que la sabiduría atravesara el umbral de esa cocina de bar de pedanía. Si hace un suspiro era un cateto, joder.

El forastero, el veraneante, el hijo de la progresía más inane y del conservadurismo más reaccionario, el bocas del constitucionalismo setentayochista dice reclamar sus derechos – grita- constitucionales. 

Por la tele enorme que preside la Peña aparece alguien con un traje barato llevando un pin de la Agenda 2030.

Vuela una colleja. Yo no la vi. Lo juro.

Yo solo miraba el pronóstico del tiempo.

Porque por la tele decían que en Córdoba siempre hace calor.

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