II concurso de relatos: Sobre mamá

II concurso de relatos: Sobre mamá

Publicamos el decimoséptimo trabajo perteneciente al II concurso de relatos “Una carta a un hijo” organizado por la escritora y farmacéutica, Esperanza Ruiz Adsuar, en colaboración con Posmodernia y las Bodegas Matsu perteneciente a la Denominación de Origen Toro. Dicho concurso durará hasta el próximo 31 de octubre de 2020. Bases para la participación en el concurso

Título: Sobre mamá

Pseudónimo: Frances Blogg


Mi querida hija:

Crecieron los alhelíes al compás del atardecer, el sol bailaba sobre nosotros y tus ojos azules asomaron a la vida con la armonía de Gustave Mahler que sólo nosotros podíamos comprender, construir un mundo con todos los medios posibles: el indefectible amor entre tu madre y yo. Como innumerables diamantes el rocío reposaba sobre el verde prado mientras te desperezabas sobre el extenso manto blanco y rojo que, a su vez, colocada sobre nuestros hombros nos resguardaba del frío vespertino y nos alejaba del pasto húmedo. Tal vez fuera este uno de tus primeros recuerdos, como un día me dijiste, el de tu madre y yo abrazados, y abrazados también en miradas cómplices y caricias, caminando descalzos por la campiña o remojándonos hasta los tobillos a la orilla del mar. Entre amigos y con ellos, fue allí donde nos conocimos, bajo luces de colores que nos imbuían en un extraño estado de fiesta perpetua. A escasos metros de ese colorido chiringo de jolgorio y ambiente veraniego, la luna y su reflejo en el mar nos alumbraba los descalzos pasos en la ribera, mientras mamá detallaba su experiencia por Australia y su desdichado encuentro con indistintas alimañas: humanos y bestias.

Flores dispares florecen durante las estaciones del año, y a pesar de que tu madre no fue la primera flor en mi vida, fue la primera flor de primavera. Un 21 de marzo brotó un tallo verde de entre la tierra oscura, pequeño pero férreo. Sus raíces han ido medrando desde entonces y sobre ellas una mujer elegante se presenta hoy al mundo sosteniendo mi mano con firmeza. Me fascina la piel siempre suave de su rostro, que se extiende más allá de su mandíbula, embriagando su cuello casi sedoso hasta consumar la uniformidad sobre las clavículas, semejantes a arbotantes que en su delicada hermosura sostienen con fuerza y pasión esta femenina catedral ante mí y que un día no muy lejano fue tu primer hogar. Clive Bell escribió en  Art:«¿Puede alguien sentir el mismo tipo de emoción ante una mariposa o una flor que el que siente ante una catedral o un cuadro? Sí, yo lo siento». Y yo, como Clive Bell, comparto ese sentimiento, tal vez con mayor motivo. Tu madre siempre ha sido flor y catedral, soplo divino y encanto humano. El cuadro será cosa del porvenir y la mariposa aconteció tras rogar al Cielo una mujer a la que poder querer. En aquel entonces caminaba por las calles de Oxford hacia mis clases de Lengua que por inviabilidad de horarios no me permitían asistir a los oficios de la Santa Misa. Decidí reemplazarla, si se me permite la torpeza de mi vocabulario en favor de asuntos sumamente considerables y sagrados, por el rezo del Santo Rosario y que por misterios del Misterio accedió a una de mis peticiones con agradable encanto: el aleteo de una mariposa ante mis ojos confirmaron que lo que pedía, sin tenerlo todavía, ya me había sido dado. Este es el indescifrable enigma que nos ofrece aquello que trasciende el tiempo que conocemos. 

Una de las pasiones de mamá fue confeccionar vestidos y toda clase de textiles. Persiste con encanto en mi memoria el recuerdo al volver de pasear durante las tardes de invierno. Al son del Segundo Vals de Shostakóvich encendíamos el fuego y, en torno a él, ella cruzaba los pies, sostenía las agujas apretando los labios y se recogía el pelo.  Ladeaba la cabeza y con un dócil soplido trataba de apartar un mechón que caía sobre su rostro. A cada poco levantaba la cabeza y me miraba, yo volvía rápidamente la mirada al libro de entre mis manos y alzaba los ojos de nuevo cuando volvía a su tarea. Ese perfil, ese mechón, esa actividad costurera a la lumbre del fuego de invierno me llenaban de gozo. Podría decir que tu madre cosió un corazón herido, el mío, e hizo de mi deshilachada existencia un vestido de un color blanco puro y radiante, lleno de sentido, un vestido para la novia más bella jamás conocida. Mamá remendó, hilvanó y repuntó cada uno de los pliegues y volantes de su vestido, que era yo, para luego vestirla y terminar fundiéndonos en ese cálido abrazo que sólo los amantes verdaderos son capaces de vivir con auténtico deseo.

Esta es nuestra historia, querida hija, o al menos una escueta presentación. No es distinta a muchas otras y tampoco heroica, pero es extraordinaria para nosotros. El brillo en los ojos de tu madre es el mismo que el del primer día, que si en aquel tiempo era simple enamoramiento hoy es un amor maduro e impetuoso. Las raíces son vigorosas y se han fortalecido, y la catedral luce sobre la estepa de la vida más alta, más bella y más querida de lo que fue entonces. Hoy el sol brilla más, las rosas son más rojas y el corazón late más fuerte. El resplandor del fuego brilla en tus ojos, tal y como los conocí en tu madre, esta piel tan suave y blanca es una hermosa herencia inconfundible a mis ojos. Apenas se asoman tus primeros dientes que nos deja entrever tu sonrisa, inocente, tan pequeña y tan inabarcable al mismo tiempo. Sostenerte ahora en nuestros brazos es el mayor milagro jamás obrado y nosotros somos testigos. Aquí te esperamos, pequeña, mamá y yo, viéndote crecer y bailar, hasta que puedas vernos tú a nosotros en una fotografía, en un cuadro, un libro. La leña crepita en el salón, ahora te mecemos en paz y en calma, en silencio, hasta adentrarte en un profundo letargo y llegar a distinguir si realmente eres o has llegado a estar, en algún momento de nuestras vidas, entre nosotros.

Eternamente, te quieren,

Mamá y papá.

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