La España Mágica de Prisciliano

La España Mágica de Prisciliano. Guillermo Más

Bajo la dudosa categoría de «memoria histórica», en la España del siglo XXI tiene lugar, gracias al empuje tanto de algunos organismos oficiales como de instituciones privadas, alimentando el afán de diversas empresas editoriales y el debate nacido en los así llamados «laboratorios de ideas», una recuperación de ciertos episodios más o menos oscurecidos de la Historia española, como por ejemplo la Guerra Civil para la «izquierda» o para la Leyenda Negra para la «derecha». En todos estos análisis brilla por su ausencia una perspectiva que, a pesar de ello, todavía goza de una buena consideración a ojos de un selecto de grupo: los estudios acerca de esa «España Mágica» delimitada por el gran Fernando Sánchez Dragó en su apabullante Gárgoris y Habidis: Una historia mágica de España (1978).

Un 16 de agosto de 1973, Sánchez Dragó escribía: «¿Puedo sentirme sincretista, creer que la verdad se manifiesta de muchas formas, admitir que fuera de la Iglesia hay salvación y hasta dudar de que exista dentro de ella? Cristiano soy, no papalino, protestante o popista. Mi religión es evangélica, gnóstica, cátara y española: la religión de Prisciliano, Lulio, Juan de la Cruz y Miguel de Molinos. Lo demás —Roma, Bizancio, Canterbury— me parecen vanidades laicas, capítulos de una conspiración política bien tramada, pero pasajera». A pesar de los bandazos que diera en tantos otros temas, este «credo» fundamental de la Dragontea continuó siendo el mismo hasta el final. El 18 de abril de 2020 Dragó escribió en sus redes sociales: «Confieso que yo también me he creído en ocasiones la reencarnación de alguien. Sobre todo de Prisciliano, el hereje gallego del siglo IV, degollado en Treveris y enterrado en la cripta que luego fue jacobea». Así pues, el hereje español más célebre del siglo XX apunta directamente al gnóstico gallego del siglo IV, Prisciliano, como estandarte de la «España Mágica».

Prisciliano nació en Iria Flavia (igual que Camilo José Cela), procedente de una familia aristocrática, alrededor del año 340, si bien no saltó a la fama como predicador hasta el año 379. Según el cronista Sulpicio Severo, Prisciliano fue instruido por una mística mujer llamada Agapé, que era conocida por haber fundado un grupo gnóstico en Barcelona hacia el año 375 de nuestra era. Tanto Agapé como sus discípulas, las agapetas, eran una suerte de libertinas de la época para las cuales toda noción de «vicio» o «impureza» no eran otra cosa que férreos mecanismos de control moral sobre la sociedad y las verdaderas posibilidades espirituales de Eros. Algunas de las más importantes alumnas de Prisciliano, como Eucrotia y su hija Procula, eran continuadoras de esta estirpe y acabaron siendo decapitadas, en tanto que “brujas”, debido a sus transgresiones.

Llegado a Galia directamente desde Palestina, el gnóstico Marcos, destacado adivino nacido en Menfis pero instruido en Aquitania y educado en Alejandría, trasladó a Europa un culto a la diosa llamada Gracia (o «Charis») que no tardaría en extenderse a España. Fuese una sustancia alucinógena o dulce fruto de una ceremonia sexual, lo cierto es que esta opaca Gracia causó furor entre los adeptos, especialmente aquellos femeninos, que seguían a Marcos. Mediante estos y otros extraños rituales, de los que se sabe poco, Marcos conseguía convertir en místicas y hasta en profetas a sus sacerdotisas, que lograban generar combinaciones de palabras sugerentes e incluso iluminadoras, que hoy nos recuerdan tanto a las pitonisas de Delfos como a la célebre «escritura automática» de los surrealistas.

Así pues, Ágape habría estado directamente formada en los excesos nocturnos de Marcos, llegando a destacar como una de sus más insignes discípulas. Como todo gnóstico que se precie, Prisciliano, como antes Marcos, era un férreo defensor del antinatalismo, del gozo sexual célibe y sin procreación o incluso de la abstinencia, por considerar que traer hijos a este mundo en Caída supone entregarle víctimas propiciatorias al Demiurgo. En ese sentido escribe Alexandrian: «El común denominador de todos los gnósticos era el rechazo de la procreación; los que propugnaban la continencia, la abolición del matrimonio, lo hacían con esa intención; los que se entregaban a las relaciones sexuales las hacían infecundas por medio de la contracepción y el aborto. Creían que el Demiurgo había dicho “creced y multiplicaos” a fin de perpetuar la desdicha de la humanidad sobre la tierra».

Higinio, obispo de Córdoba, inició una dura campaña contra Prisciliano y pronto se vio reforzado por el apoyo de Idacio, obispo de Mérida. En respuesta, Instancio y Salviano nombraron a Prisciliano obispo de Ávila; el nombramiento apenas si afectará a sus inquisidores, que en secreto ya lo habían condenado. Con el caso de Prisciliano, la Iglesia comenzó la persecución por la libertad de conciencia religiosa que más tarde se cebaría con sus herederos espirituales: cátaros (los «puros»), templarios (del Templo del rey Salomón), masones (albañiles y constructores de catedrales), etcétera. Con su condena, que anuncia la de Lutero, se quiso evitar la difusión del gnosticismo dentro de la Iglesia.

Prisciliano, que terminaría siendo obispo de Labila, si bien más tarde condenado en los concilios de Zaragoza (380) y Burdeos (385), hasta su decapitación en Tréveris, sin duda fue más lejos que sus antecesores, como Basílides, Marcos o Ágape, en las prácticas mágicas encaminadas a invocar a la diosa mediante extraños ritos dionisíacos. Más influyente incluso que Ágape sobre las ideas de Prisciliano resultaría el célebre retórico de Burdeos, Delphidius, a su vez casado con la más importante de las discípulas del hereje gallego, Eucrocia, quien a su vez sería rebautizada como Ágape. Como Pico della Mirandola y tantos otros magos, Prisciliano era un seductor, un druida instruido en los secretos de la magia sexual, que pronto pasaría a morir y renacer en calidad de reformador religioso. Quizás sea por eso que ambos dos, Marcos y Prisciliano, serán condenados por Ithacio de Ossanova.

Frente a la reciente prohibición papal de unos textos sagrados que empezarán a sepultarse bajo el rótulo de «apócrifos», Prisciliano defenderá el contenido gnóstico de estas enseñanzas. Incluso irá mucho más allá: para él y para sus seguidores, los priscilianistas, los humanos nacemos en un mundo, el de la materia inmanente, a consecuencia de un pecado del que no somos conscientes, pero nuestro verdadero Padre no es el falso Dios llamado Demiurgo, sino el Uno innombrable que no podemos conocer. Prisciliano no sólo defendía el empleo de textos apócrifos, también bebía de libros encuadrados dentro de aquello que Cornelio Agrippa denominaría como «filosofía oculta» varios siglos después.

René Guénon distinguía «Gnosis» de «gnosticismo», igual que Religión de religiones. Este mundo, según la cosmovisión gnóstica, es una creación del Adversario, de Satán, del Maligno, describiendo un aciago cosmos que confluye con las nociones pesimistas de Emil Cioran (fascinado por Teresa de Ávila), que escribió sobre el Demiurgo desde una perspectiva antinatalista, o Albert Camus (tesis sobre neoplatonismo), para quien la condición humana “despierta”, que diríamos, era la extranjería despojada de la madre (la Sabiduría) y enfrentada al status quo social. No olvidemos que Meursault, como antes Prisciliano, muere decapitado por no encajar en el sistema de valores del Estado, igual que el gallego no comulgaba con los valores de la Iglesia.

El Dios de Prisciliano está compuesto del Logos, un Principio Masculino y de Sofía, un Principio Femenino. Entre las obras de Prisciliano de las que tenemos noticia, destaca su Himno a Jesucristo, que fue borrado casi totalmente junto al resto de textos del gallego. Cuando en el año 383 Magno Clemente Máximo se convierte en emperador, tras el asesinato de su antecesor y protector de los gnósticos, Graciano, en París, las doctrinas herméticas de Prisciliano, incrustadas dentro del cristianismo, serán perseguidas de forma inmisericorde desde Roma. La idea de que mediante el «pneuma» o espíritu se puede purificar a la materia para mejor elevarse más allá de la cárcel del Demiurgo, que ya encontramos presente en Mani (crucificado en Persia en el año 275), maestro del renegado maniqueo Agustín de Hipona, será considerada herética por la ortodoxia eclesiástica. La jerarquía eclesiástica acusó a un místico que gustaba de orar desnudo de ser un pervertido entregado a los peores vicios. Los supuestos garantes del legado de Cristo premiaron a Prisciliano por sus transgresiones con la tortura para obtener la misma confesión con la que justificarían su condena a muerte.

Una idea abiertamente herética de la «Gnosis» tal y como la entendía Prisciliano es que Dios del Antiguo Testamento es en realidad el Demiurgo. Prisciliano defendía la exégesis de las Sagradas Escrituras, frente a la lectura “literalista” de la Iglesia de su tiempo. También defendía la doctrina «emanantista», según la cual no hay una Creación unívoca, sino distintas emanaciones de lo divino, cada cual peor que la anterior por cuanto se aleja de lo Uno. Su marcado dualismo diferenciaba con claridad «Luz» de «Tiniebla» y «materia» de «espíritu». Como ocurrió después con los cátaros y los templarios, a los priscilianos se los acusó de orgías para dañar el rigor espiritual de sus prácticas eróticas; lo cierto es que practicaban con asiduidad reuniones secretas, solo para iniciados, convocadas en cuevas y demás recodos del bosque.

Según la cosmovisión de Prisciliano y sus seguidores, la vida consiste en perfeccionar el espíritu para dominar el cuerpo. Mediante el placer sexual sin reproducción y el ascetismo en determinadas fechas como la Navidad uno se aleja de la materia. Como el mundo es obra de Satán, el Demiurgo, Prisciliano consideraba que Jesús no pudo nacer en él; y por esa razón no celebraban ni la Navidad ni la Pascua: Jesús es un símbolo del Logos, un Mensajero de la Luz. También estaban contra la comunión: preferían las uvas al pan y la leche al vino. Los priscilanistas no creían en la resurrección de la carne, sino en la «metempsicosis» pitagórica o transmigración de todas aquellas almas que no se han liberado de su condición material. Siguiendo una tradición que se remonta hasta Pitágoras, Prisciliano ligó los movimientos de los astros con los posibles movimientos del cuerpo humano; y, además, defendía el uso de amuletos zodiacales, como el de «Abraxas», o de magia sexual, como el de la serpiente que se muerde la cola («Ouroboros»).

Hoy sabemos que esa peregrinación conocida bajo el sobrenombre de «Camino de Santiago» en realidad bebía de un original pagano que no terminaba en la ciudad de Compostela, sino en ese rincón imponente de la Costa de la Muerte que es el Faro de Finisterre. Tampoco la Cruz de Santiago, así llamada por la Orden de los Caballeros de Santiago, tiene nada que ver con el apóstol, a pesar de su errada asociación posterior. Sánchez Dragó, quien fundamentalmente bebe de lo escrito por Marcelino Menéndez Pelayo en su gran monumento del pensamiento, la Historia de los heterodoxos españoles (1880-1882), afirma en su libro que cuatro años después de la muerte de Prisciliano sus discípulos fundarán la España Mágica tal y como la conocemos, llevando sus restos mortales al lugar donde hoy se veneran los del apóstol Santiago, patrón del hermetismo católico, quien en realidad nunca habría visitado España.

Al concluir su peregrinación a Santiago de Compostela, Miguel de Unamuno exclamó: «El sepulcro de Santiago lo es de toda España, pero quizá repose en él Prisciliano, el gnóstico gallego, obispo de Ávila, que en el siglo IV mezcló el paganismo de sus paisanos con las doctrinas cristianas». La muerte de Prisciliano, como señala una vez más Dragó, supone el nacimiento de una sociedad secreta, la del priscilianismo, que además de fundar la España Mágica ha conseguido que, durante siglos, se veneren secretamente los restos mutilados y decapitados de un gnóstico incomparable. No hay que olvidar que los caballeros de la Orden del Temple fueron declarados protectores de la ruta que hoy conocemos como Camino de Santiago.

Además de los nexos evidentes con el Camino de Santiago, los vínculos entre el priscilianismo nacido en el siglo IV, coincidiendo históricamente con la expansión del culto de Mani en Persia, y el catarismo de claro signo gnóstico (especialmente antinatalista) de los siglos XII y XIII, finalmente destruido por la Iglesia Católica en «Cruzada albigense» que culminaría con la masacre del Castillo de Montségur en 1244, resultan evidentes cuando se examina la figura de la Dama tal y como la trabajaron los druidas, los trovadores y los cátaros, respectivamente.

Esos «minnesängers» que, como Wolfram von Eschenbach y demás trovadores que incluyen a los célebres «fedeli d’Amore» encabezados por Dante Alighieri, encontrarían en la España Mágica de Prisciliano y su impronta céltica un claro antecedente. En palabras de Otto Rahn: «La teogonía celtíbera parece haber sido dualista, la teogonía céltica lo era. Recién con la dominación romana se convirtió en politeísta, manteniéndose aún bajo su forma original durante varios más en los valles recónditos, inaccesibles y en las alturas de los Pirineos». En esos valles se mantuvo viva la llama del priscilanismo hasta su desaparición a finales del siglo VI. Acerca de lo que sucediera después con este culto mistérico, hoy sólo podemos guardar silencio.

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