Lo malo no es que todas las dictaduras se parezcan, eso lo sabe todo el mundo y no mueve molino. Lo malo es que todos los dictadores se parecen y a nosotros, los españoles de la década 20/XXI, nos toca sufrir en el gobierno de la nación a imitadores del gorilismo suramericano; más o menos con corbata en vez de chándal, pero imitadores. Ese es el desastre al que nos aboca el progresismo —“progresismo”— hispano.
Miguel Ángel Asturias describió maravillosamente la figura de los déspotas guatemaltecos en El señor presidente; Uslar Pietri hizo lo propio remontando la historia venezolana con Oficio de difuntos; García Márquez lució su prosa periodística y condal narrando los desmanes de El señor presidente; Roa Bastos edificó un hito de la literatura hispana con Yo el supremo; y Alejo Carpentier, con El recurso del método, demostró de nuevo —sin ninguna necesidad— que en el arte de la narrativa hay niveles y el suyo es insuperable. Hay muchas más obras críticas, ácidas y a menudo desopilantes sobre aquella tendencia hispanoparlante a generar dictadores de tramoya, grotescos y de una chusquedad compartida entre lo cruel y lo risible, la pomposidad y el ridículo. Nos reímos de Maduro porque más grosero y más hortera no se puede ser, pero a las víctimas de Maduro y su régimen de narcotraficantes les quedan pocos ánimos para la carcajada. Es el mundo de la brutalidad carnicera organizando convento: lo que no resulta mortal parece sainete. Casi, casi, materia literaria.
Toda esta inmundicia recorre hoy la historia en el subcontinente americano con medio siglo de retraso respecto a Europa. Cuando celebramos aquí el veinticinco aniversario de la caída del muro de Berlín, cincuenta y tantos de la primavera de Praga y casi setenta de la revolución húngara, allí siguen medrando notables tarambanas convencidos de que el socialismo realmente existente fue un simple error técnico en la aplicación de una fórmula infalible que librará para siempre a la humanidad de desigualdades e injusticias. Aunque aquí, en España, también tenemos notables convencidos sobre los beneficios de la dictadura del proletariado, gente cristalizada en el túnel del tiempo un poco más atrás incluso que sus colegas y mentores suramericanos; concretamente, su época de referencia ética se llama Franco. Para ejemplo, así a vuela pluma, nuestro ministro de incultura, el genial y perifrástico Urtasun, quien en fechas muy reciente acaba de renovar el compromiso de los gobiernos de España con la libertad de expresión y la prensa libre que Manuel Fraga Iribarne forjase sobre principios incombustibles allá por 1966, con su famosa Ley de Prensa.
El espíritu de aquella ley era muy claro, visionario respecto al presente: “Ustedes publiquen lo que quieran, sin censura previa, pero como se salgan del marco legal y nos toquen donde duele aténganse a las consecuencias”. Idéntico argumento al de nuestro Urtasun cuando días atrás exponía sus planes de “regeneración” democrática, por supuesto compartidos con el señor presidente del gobierno progresista de la nación: señalamiento de los “pseudomedios” informativos —o sea, la prensa canallesca—, sufragados por intereses de la extrema derecha europea —o sea, el contubernio contra el Caudillo—, que lanzan campañas difamatorias y bulos contra el gobierno —o sea, infamias orquestadas contra España por el comunismo internacional y los intelectuales tontos útiles a su servicio—, que se infiltran en el sistema democrático para destruirlo desde dentro —o sea, la conspiración judeo-masónica—, y así acabar con nuestras libertades democráticas —o sea, aniquilar los principios fundamentales del régimen—.
No exagero ni siquiera recurro a la hipérbole cuando introduzco el recuerdo del Caudillo y sus gentes en este artículo. Quienes vimos más de un telediario en tiempos de don Francisco, a poca memoria que nos quede y a poca decencia intelectual que hayamos conservado no podemos esquivar la inmediata sensación de paralelismo entre un discurso y otro, entre lo que decía el gobierno en 1966 y lo que dicen ahora Urtasun y sus compañeros en el consejo de ministros. Y por supuesto, nadie con luces y con mínimo decoro humano puede soslayar la evidencia de que este afán por la regeneración de la libertad informativa y la democracia en general ha aparecido galopante justo cuando los medios informativos expusieron los escándalos de corrupción que salpican al señor presidente y familia; ni antes ni después, en el mismo momento y con único objetivo: meter el miedo en el cuerpo a los periodistas y escritores de prensa sobre ciertos temas que sería mejor no tocar. No hay mejor censura que la autocensura. No hay argumento más intimidante que el director o el redactor jefe de una publicación llamando a capítulo a un redactor y exponiendo el asunto en términos sinceros: “Gutiérrez, nos jugamos una ayuda millonaria del gobierno, olvídese usted de Bergoña”.
Mas no se apuren los lectores de Posmodernia porque en esta casa no suceden esas cosas. Al revés: cuanto más se parezca nuestro gobierno a una dictadura bananera, más libres quienes queremos vivir libres, y cuanto más se parezca nuestro señor presidente al Señor Presidente de M.A. Asturias, con más ahínco se aventarán las ocurrencias del camarada presidente. También le recordaremos que si él se ufana de su capacidad de resistencia, la libertad en España lleva resistiendo desde que el fundador de su partido, hace más de un siglo, proclamase que esa misma libertad es un invento burgués y no sirve para nada. De momento va sirviendo para denunciar canalladas como las del tiempo presente. Y en el futuro… Ya veremos en el futuro.