La Primera Internacional (V)

La Primera Internacional (V). Daniel López Rodríguez

El fin de la Internacional

Tras la caída de la Comuna de París, Marx se propuso como misión la identificación de la Comuna con sus ideas de la revolución comunista y así se vinculase a la Comuna con la Internacional, para que así las masas revolucionarias tomasen a la Comuna como modelo pero abanderada por las ideas de Marx.

Así lo proclamaba en el «Manifiesto del Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores sobre la guerra civil en Francia en 1871» que firmó en Londres el 30 de mayo de 1871: «En realidad, nuestra Asociación no es más que el lazo internacional que une a los obreros más avanzados de los diversos países del mundo civilizado. Dondequiera que la lucha de clases alcance cierta consistencia, sean cuales fueren la forma y las condiciones en que el hecho se produzca, es lógico que los miembros de nuestra Asociación es la propia sociedad moderna. No es posible exterminarla, por grande que sea la carnicería. Para hacerlo, los gobiernos tendrían que exterminar el despotismo del capital sobre el trabajo, base de su propia existencia parasitaria» (Karl Marx, «Manifiesto del Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores sobre la guerra civil en Francia en 1871», en La Comuna de París, Akal, Madrid 2010, pág. 70).

Como se ha dicho, «Marx sabía que aquellas medidas podían conducir a la destrucción de la AIT, pero percibía que el principal valor de la asociación era la imagen que proyectaría ante futuros revolucionarios. No sus posibilidades de acción, cada vez más limitadas, con los revolucionarios de su tiempo. Era una postura acorde con su edad avanzada y su delicada salud, que cada vez más le impedían llevar a término todas sus exigentes tareas políticas y académicas. Los proyectos públicos y las preocupaciones privadas confluyeron en el reconocimiento tácito de que la revolución comunista a la que Marx había dedicado tres décadas de planificación y lucha no tendría lugar en el curso de su vida. Como sucedía con la organización en cuya construcción y desmantelamiento había desempeñado un papel determinante, el valor de la vida y la obra de Marx residía en su futuro legado» (Jonatahn Sperber, Karl Marx. Una vida decimonónica, Traducción de Laura Sales Gutiérrez, Galaxia Gutenberg, Barcelona 2013, pág. 484).

El 7 de septiembre de 1872, para sorpresa de los congregados en La Haya, Marx y Engels propusieron trasladar la sede del Consejo General de la Internacional a Nueva York. Así que el Congreso de La Haya supuso el fin fáctico de la Primera Internacional, que acabaría de iure en Nueva York y finalmente en Filadelfia. Cuando se propuso que la Internacional se trasladase a Estado Unidos los delegados franceses afirmaron que también podría trasladarse a la Luna (donde la Internacional desarrollaría la misma praxis revolucionaria, es decir, ninguna).

Cuando se votó para si se trasladaba o no el Consejo General de la Internacional de Londres a Nueva York hubo 26 votos a favor, 23 en contra y 9 abstenciones. El traslado de la Internacional a Estados Unidos supuso su irremediable final.

Cabría añadir que en tiempos de la Guerra de Secesión estadounidense la Internacional tomó partido por el Norte frente a los esclavistas del Sur, por eso pudo ser acogida en el país de los dólares, en el que se impuso la paz del Norte (antiesclavista).

El alma del nuevo Consejo General neoyorquino era el alemán Friedrich Albert Sorge, buen conocedor de la realidad política estadounidense. No obstante, el propio Sorge había votado contra el traslado del Consejo General de la Internacional a Nueva York, cosa que terminaría aceptando aun ofreciendo resistencia el cargo de secretario porque era un hombre leal y entregado a la causa cuando la necesidad lo requería. Ni las federaciones belga, española, inglesa, italiana ni suiza francófona mantuvieron correspondencia con el Consejo General de Nueva York.

Engels recordó que se había discutido varias veces trasladar el Consejo General a Bruselas, pero esta ciudad siempre había rehusado. Engels aseguró que en Nueva York «Nuestros documentos están seguros allí, mucho más que en ningún lugar de Europa. Allí contamos con una nueva y fuerte organización. Nuestro partido es allí en verdad internacional, como en ninguna otra parte del mundo» (citado por Henry Gemkow, Carlos Marx, biografía completa, Traducción de Floreal Mazía, Cartago, Buenos Aires 1975, pág. 335).

Marx y Engels también temían que en Londres predominasen en la Internacional los dirigentes de los sindicatos reformistas o acaso los blanquistas franceses del Consejo General. Marx temía que los blanquistas franceses diesen un fallido golpe y eso diese un pretexto a las autoridades reaccionarias para aplastar a la Internacional. En un manifiesto que Ranvier, Vaillat y otros blanquistas lazaron a los pocos días del congreso se decía: «Intimada a cumplir con su deber, la Internacional no respondió. Esquivó la revolución y huyó al otro lado del Océano» (citado por Franz Mehring, Carlos Marx, Traducción de Wenceslao Roces, Ediciones Grijalbo, Barcelona 1967, pág. 502).

En rigor, la principal razón de trasladar la Internacional al otro lado del Atlántico estaba en el terror contrarrevolucionario que se cernía sobre Europa tras la derrota de la Comuna de París.

El 27 de septiembre de 1873 Marx le escribía a Sorge: «Con arreglo a mi lectura de la situación europea, será muy bueno que pueda retirarse a un segundo plano mientras no se desmande el núcleo de Nueva York, cayendo en manos de idiotas como Perret o aventureros como Cluseret. El curso de los acontecimientos, y el inevitable desarrollo conjunto de las cosas, aseguran que la Internacional brotará de nuevo espontáneamente, y en forma mejorada. Para nosotros, por ahora, bastará no permitirnos perder contacto con los militantes realmente eficaces en los diversos países» (citado por Antonio Escohotado, Los enemigos del comercio II, Espasa, Barcelona 2017, pág. 457).

Y el 12 de septiembre de 1874 le escribe Engels a Sorge: «La vieja Internacional llegó a su fin, y está bien […] En 1864 era el momento de que los intereses cosmopolitas del proletariado se trajesen a primer plano, pues Alemania, España, Italia y Dinamarca acaban de entrar en el movimiento, o estaban a punto de hacerlo. El comunismo alemán no había encontrado aún expresión en un partido obrero, el proudhonismo era demasiado débil para imponer sus caprichos, y la arcaica novedad descubierta por Bakunin no se había abierto camino dentro de su propia cabeza. Era inevitable que el primer gran éxito rompiese esa armonía simple de todas las facciones. Cuando gracias a la Comuna se convirtió en fuerza moral estalló la disputa. Cada facción quiso explotar el éxito en su beneficio. Celos ante los únicos capaces de seguir trabajando en línea con el viejo programa legal, que eran los comunistas alemanes, lanzaron a los proudhonistas en manos de los aventureros bakunistas. […] Pienso que la próxima Internacional será directamente comunista, y proclamará de modo abierto sus principios. En Alemania las cosas están yendo espléndidamente a pesar de la persecución, y en parte gracias a ella. Los lassalleanos se vieron tan desacreditados por sus representantes que el Gobierno tuvo que empezar a perseguirles, para darle a la cosa el aspecto de algo hecho en serio, aunque desde las elecciones eso les empuja a seguir la estela de nuestras gentes» (citado por Antonio Escohotado, Los enemigos del comercio II, págs. 457-458).

Con el traslado de la Internacional a Estados Unidos la organización obrera con más actividad fue la que se reunió justo una semana después, el 15 de septiembre de 1872, en el congreso de Saint-Imier (Suiza), una organización anarquista que fundó Bakunin, y que venía a ser algo así como una Internacional Libertaria.

En su carta al congreso de Saint-Imier Bakunin decía: «La burla llamada Congreso de la Internacional se amparó en una mayoría ficticia, formada casi exclusivamente por miembros de un Consejo manipulado en forma de dictadura, en función de la vanidad personal y la ambición de mando del señor Marx […] Sin embargo, a despecho de sus numerosos entuertos este caballero ha hecho un gran servicio, al demostrar que si algo puede matar a la Internacional es introducir política en su programa» (citado por Antonio Escohotado, Los enemigos del comercio II, pág. 457).

Al año siguiente la organización bakunista se embarca («bakunistas en acción») en la revolución cantonalista de España (que más que una revolución fue un delirio y un despropósito). Tras los congresos de Verviers y Gante en septiembre de 1877 esta Internacional sui generis finiquitó su andadura.

En julio de 1876, en el VI Congreso celebrado en Filadelfia (Estados Unidos, la patria del capitalismo), la AIT decidió disolverse (cosa que prefirió Marx antes de que cayese en manos de los bakunistas y otras organizaciones reformistas). Con estas palabras disolvieron la Internacional los delegados de la misma: «Hemos disuelto la organización de la Internacional por razones que surgen de la actual situación política de Europa; pero al mismo tiempo advertimos que los principios de organización de los obreros progresistas de todo el mundo civilizado son reconocidos y defendidos… Condiciones más adecuadas volverán a reunir a los obreros de todos los países bajo una bandera común de lucha, y entonces resonará con más energía aun el grito de: ¡Trabajadores del mundo, uníos!» (Citado por Gemkow, Carlos Marx, pág. 338).

En 1874 sostenía Engels: «Para crear una nueva Internacional al estilo de la antigua, una alianza de los Partidos proletarios de todos los países, haría falta una depresión general del movimiento obrero como la que reunió en los años 1849 a 1864. Hoy, el mundo proletario es demasiado grande, demasiado vasto para eso» (citado por Mehring, Carlos Marx, pág. 495). Y se consolaba pensando en que la Internacional había sido referencia inexcusable del movimiento obrero durante 10 años y en el porvenir sería contemplada con orgullo.

Como se dejaría por escrito en 1875 en la Crítica al programa de Gotha, «la actividad internacional de las clases trabajadoras no depende en modo alguno de la existencia de la “Asociación Internacional de los Trabajadores”. Ésta sólo fue el primer intento de darle aquella actividad un órgano central; un intento que tuvo un éxito duradero por el impulso de aquél le dio, pero que no podía prolongarse más tiempo, tras la caída de la Comuna de París, en su primera forma histórica» (Karl Marx, Crítica del programa de Gotha, Traducción de Gustau Muñoz i Veiga, Gredos, Madrid 2012, pág. 665).

En 1878 Marx afirmaba en una revista inglesa que la Internacional no había sido un fracaso: «En realidad, los partidos obreros socialdemócratas de Alemania, Suiza, Dinamarca, Portugal, Italia, Bélgica, Holanda y Norteamérica, más o menos organizados dentro de las fronteras nacionales, forman otros tantos grupos internacionales, no ya secciones aisladas, diseminadas acá y allá por los distintos países y mantenidas en cohesión en su periferia por un Consejo general; son las masas obreras mismas las que mantienen un intercambio constante, activo, directo, entroncadas unas con otras por el trueque de las ideas, la ayuda mutua y los fines comunes… Es decir, que la Internacional, lejos de morir, no ha hecho más que parar de su primer ensayo a una fase más alta, donde sus primitivas tendencias han encontrado, en parte el menos, realización. Y todavía habrá de sufrir no pocas transformaciones en el transcurso de su evolución progresiva, hasta llegar a escribir el último capítulo de su historia» (citado por Mehring, Carlos Marx, pág. 495).

El último capítulo de su historia se escribiría cuando los obreros de los diferentes países pusieron sus «fines comunes» no en la solidaridad internacional de un proletariado que metafísicamente se interpreta como totalidad atributiva sino en la solidaridad con los burgueses de sus respectivos países frente a los proletarios y burgueses de otros países en las dos guerras mundiales del siglo XX.

En el otoño de 1895 en su «Federico Engels» Lenin comentaba que tras disolverse la Internacional «el papel de Marx y Engels como unificadores de la clase obrera, no cesó. Por el contrario, puede afirmarse que su importancia como dirigentes espirituales del movimiento obrero seguía creciendo constantemente, porque el propio movimiento continuaba desarrollándose sin cesar. Después de la muerte de Marx, Engels solo siguió siendo el consejero y dirigente de los socialistas europeos. A él acudían en busca de consejos y directivas tanto los socialistas alemanes, cuyas fuerzas, a pesar de las persecuciones gubernamentales, iban constante y rápidamente en aumento, como los representantes de países atrasados, por ejemplo españoles, rumanos, rusos, que se veían en el trance de meditar y medir con toda cautela sus primeros pasos» (Vladimir Ilich Lenin, «Federico Engels», Grijalbo, Barcelona 1975, pág. 82).

Y como dijo en su «Carlos Marx» de 1913, «La I Internacional había cumplido su misión histórica y cedió el campo a una época de desarrollo incomparablemente más amplio del movimiento obrero en todos los países del mundo, época en que este movimiento había de desplegarse extensivamente, engendrando partidos obreros socialistas de masas dentro de cada Estado nacional» (Vladimir Ilich Lenin, «Carlos Marx», Grijalbo, Barcelona 1975, pág. 37).

Entre 1776 y 1888 se intentó reconstruir la Internacional (al menos entre los trabajadores belgas y suizos). Del 9 al 15 de septiembre de 1877 se celebró en Ginebra un congreso socialista mundial al que se presentaron 42 delegados. En el congreso pudo observarse la supremacía del socialismo marxista (que se conocía ya como «socialdemocracia») frente al anarquismo. Hubo un encontronazo entre Liebknecht y Guillaume (jefe junto al ruso Piotr Kropotkin de los 12 congresistas anarquistas).

Finalmente el congreso no consiguió el «pacto de solidaridad» por el que se convocó, y tanto anarquistas como socialdemócratas no se alejaron ni un solo milímetro de sus posiciones iniciales. No hubo consenso ni reconciliación: anarquistas y socialdemócratas fueron, entonces, insolidarios. Todo esto era lo que Marx esperaba.

Y finalmente en 1889 se celebró el Congreso de París cuyos acuerdos se ratificaron en Bruselas en 1891. Y así surgía una «Segunda Internacional», esta vez con principios exclusivamente marxistas; aunque al principio, pues al final terminaría en «bancarrota» al renegar de los principios revolucionarios del marxismo, los cuales fueron adoptados por el leninismo en la Revolución de Octubre que daría pie a una «Tercera Internacional».

También habría una «Cuarta Internacional», la trotskista, pero ésta resultó ser totalmente irrelevante (o tal vez relevante para los intereses contrarrevolucionarios de la CIA contra la Unión Soviética y el comunismo en general durante la Guerra Fría).

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