La Rockdelux, Vetusta Morla y la subordinación cultural

La Rockdelux, Vetusta Morla y la subordinación cultural. Alvaro García de Luján

“Ya sé por qué abandoné aquel curso la facultad; tú me regalaste mi primera botella”

Ilegales.


La cosa es que rodábamos hace unos días Goyo y yo en lo alto de una camioneta asiática pick-up color caramelo con una vespa desvencijada en el remolque, dando botes por las calles de Córdoba tal y como si fuésemos en aquel autobús yippie de Ken Kesey camino de un mecánico mesiánico que nos aguardaba en las cocheras unifamiliares del barrio de Santa Rosa.

La noche de antes me quedé hasta las tantas bebiendo tequila caro y viendo videos de Youtube. Mientras veía videos de Dead Kennedys, La Mode, The Buzzocks, Nueva Vulcano o Brian Ferry, siempre apareció un pequeño mensaje en la parte inferior del videoclip recordándome que soy-un-tipo-despreciable-amigo-no-debería-dormir-jodido-insensible en el mismo pikolin de 90 por 1,75 –siempre me quedó pequeño- en el que llevo durmiendo desde hace un par de décadas antes de firmar en un change.org  que evade impuestos con sede en Ámsterdam.

Llamadas gratis a Ucrania mientras dure la guerra.

Hacía ya dos años que la revista musical Rockdelux había desaparecido pero todo lo que representó como factor de subordinación fáctica y cultural no. 

Cuando aquella tarde Goyo y yo salimos disparados en esa furgona la vida parecía tener sentido. Ya sabéis, ninguno de los dos éramos Eduardo Haro Ibars ni el Patuchas pero juraría que mordisqueábamos un par de palillos planos de dientes mientras aquel motor coreano zumbaba hacia solo Dios sabe dónde.

Pudo ser bajando la Cuesta Negra desde la Asomadilla cuando la tarde se esmeró en hacerme la puñeta justo a la altura del codo que, arrogante, se apoyaba en la ventanilla y decía adiós a la rotonda de una Cruz de Juárez  con ese olor a grifa de Valdeolleros incrustado desde hace décadas. 

Tú y yo dejamos de echar quinielas hace años.

Porque esto va de aquel Vips de provincias en el que hace años pedí un brunch–la patraña por entonces solo se atisbaba- de sándwich de pepino y mostaza, creo recordar, para recuperar a una exnovia progresista. De fondo sonaba la de Achie marry me de Alvvays. Siempre pedí una cerveza de menos durante el almuerzo. De nada sirvió.

La revista musical Rockdelux acompañaba el mes de enero con un cedé con lo mejor de las canciones internacionales según sus lectores. Ilegales, por entonces, llenaba un estadio de fútbol en Quito, Ecuador, con cuarenta mil tíos ahí abajo. Ni rastro leí en la rockdelux. Ellos no molaban. Usted y yo no molábamos. Cuarenta mil tíos no molaban. Cientos de miles no molábamos. Molestos como un mal recuerdo del que no debía quedar ni rastro. Tenían que amaestrarnos. Y lo consiguieron. Casi.

Tras dejar la vespa en manos del mecánico mesiánico al fondo del callejón de cocheras, Goyo y yo nos despedimos. Él aún tenía faena. Familia y quehaceres. Un gran tipo mi primo. Como su padre. Así que entré en un bar del barrio y pedí un medio. Con cierto desparpajo, me permití apoyarme en la barra de aluminio con esa fingida seguridad del que sabe que siempre será un aficionado en todas partes. No acerté. Claro. Los parroquianos me calaron así que apuré el montilla y me largué. 

-Tío, ¿has leído lo que ha dicho la Rockdelux del último de The Wave Pictures?

-No, la verdad.

-¿Y eso? No molas. 

-No me digas eso, hombre.

Y así fue todo el rato. Durante años. Agotador.

Hubo momentos en los que cualquier generación estuvo dispuesta a todo. Incluso a la diversión. Al menos, así fue a veces. Las hubo –las hay- generaciones casquivanas, gloriosas, rebeldes, cobardes, épicas, pusilánimes, traidoras, afortunadas o desdichadas. Las hay, tal vez, incrustadas en la desidia y en la desesperanza. Estas, a mi juicio, son las prometedoras, las elegidas para una gesta como pocas y que raramente sucede. 

Sin embargo, esta de la que hablo ni lo olió. Porque hablo de la mía. Nunca se la esperó. Entre los metódicos planes educativos democristianos y socialdemócratas esmerados en la desarticulación y desactivación de la juventud política, las radios indies, las que no, el jefe de nuestro primer curro en prácticas, ella que nunca se quejó y que ahora sí, la posmodernidad anglosajona, el tu-fracaso-mola, el mío y la muerte de Kurt Cobain en el 94 nos fuimos todos, castigados, al rincón del mall más cercano a pensar. 

Repetimos, silbando, dos veces tercero de BUP

En esto, nos refugiamos en el primero de Los Planetas porque ahí fuera hacía frío y las tiendas siempre abrían los lunes. Porque era lo único que nos hacía sentir vivos. La familia –a la que siempre detestamos porque lo dijo una canción de mierda compuesta  por un tipo calzado con unas chelsea de quinientos pavos el par en las afueras de Phoenix, Arizona — nos lo permitió porque sabía que éramos imbéciles, sus imbéciles. Sabían que jamás podríamos resistir más de dos noches a la intemperie, más allá de la mueca de videoclip en que nos convertimos. Todo nuestro cielo era el techo de aquel M-30 de la calle Reyes Católicos que frecuentábamos los viernes. Nos la sudaba Radiohead y nadie llevaba camisetas de The Strokes. No todo fue malo.

Por entonces nadie tenía secadora en casa. 

Y así fue. Así aconteció ante la estupefacción de los más sesudos  y el aplauso de los suplementos más progresistas. Todos, modernos y acomplejados, buscábamos morir en brazos de esa mujer sucedánea de anglosajona que nunca nos quiso ni nos querrá jamás. 

La revista musical Rockdelux apareció en 1986. Su director durante veinte años fue Santi Carrillo que se levantaba por las mañanas en un cuarto decorado de Candem Town mientras a todos se nos quemaba alguna tostada con zurrapa en el desayuno. Éramos, los ompradores de la revista, todo pelos lacios, anglofilia, neoliberalismo disfrazado con ese delantal de madre manchega, tan gracioso, tan nuestro. Y nos lo tragamos sin rechistar. Cuenta un chiste, quillo. Ese era y es nuestro lugar en el mundo en el peculiar y bienaventurado orden mundial. Alguien, otra vez, decidió sin preguntarnos.

Vetusta Morla grabó para El País un directo guapo y frívolo hace seis años en una azotea encantadoramente áspera de Madrid  y la grabación va por seis millones de visualizaciones; millón arriba, millón abajo. Si queremos que este artículo llegue a algún lado –cosa que dudo-debemos, lectores, partir de la premisa de que son insufribles. Rematadamente malos. Sin dudas ni excusas. Pero eso nunca fue un problema. 

Cerraron las últimas salas de futbolines sin darnos cuenta. Sin la más leve protesta.

Éramos unos tipos razonablemente infelices en los ´90, no crean. Leíamos al peor Umbral, el fanzine El Corazón del Bosque de El Zurdo, algo de Bruguera, el Mondo Brutto, un par de cursiladas de Somerset Maugham, novelas sucias de Carlos Pérez Merinero. Luis de Góngora nos alucinaba. Devorábamos el delito leyendo el Jó Tía.

Escuchábamos cualquier disco de La Buena Vida, discutíamos sobre un artículo de José Luis Ontiveros y siempre tuvimos claro que éramos del bando de Michi Panero. Veíamos pelis de Nieves Conde. Teníamos una idea incómoda, aunque razonable, del mundo. Diablos, no estaba tan mal. 

Mis amigos y yo escuchábamos a Ilegales.

Rondábamos los treinta y siempre habíamos llegado tarde a todo. La universidad inútil, las novias indolentes de Derecho, el carné del coche que siempre esperaba, los trabajos precarios, el máster que nunca hicimos, el rechazo cobarde a la deriva familiar. Quedaban José AntonioNoam Chomsky. Adorábamos a Mishima y a José Luis López Vázquez en cualquiera de sus facetas. Leíamos el AS y aspirábamos a vestir como Jaime Urrutia en el tendido tres de la Plaza de Las Ventas. Stalin nos hacía reverdecer. Comprábamos discos de Pavement y de Cecilia. Aquellos puestos callejeros de Bases Autónomas y de la CNT, de tú a tú, respetándose, frente al instituto Beatriz Galindo de la calle Goya. Una vez vimos una película de Jaime de Armiñán. 

Pero llegó el momento. Entregados y erguidos creímos que ya era suficiente. Se acabó. Cansados de estar solos. Por fin. Respirábamos mientras rechazábamos una vez más los vasos de té. Ahora sí. Nos hemos hecho mayores. Creímos, bobos, que cumplir años nos daría un respiro.

Pero no. Como un pueblo que nunca se defiende.

Seamos osados. Seamos excesivos. Seamos horteras. Nos lo creimos.

Y he ahí que se cruzaron los Vetusta. Nos  pillaron como a unos panolis mirando el techo de aquella nave industrial en la que Óscar y yo organizamos una rave . En ese camión en el que dormimos currando de feriantes para ahorrar y ver a una novia en el extranjero. En esa taberna donde despachamos vino durante años. En ese colegio concertado donde fuimos –ese lujo- maestros de Orti.

Mientras, La Rockdelux, también, nos regalaba en el mes de febrero un cedé de lo mejor de las canciones nacionales. Yo lo compraba.

Quería escribir este artículo desde hacía tiempo. Así que al llegar a casa me esmeré, escuché a Vetusta Morla durante toda una semana. Piénsenlo. El sacrificio. 

Fui un tío aplicado. Metódico. Durante aquella época de escucha detenida dejé de beber y mis ex dejaron de insistir ante mi preocupante obsesión. Adelgacé. El fastidio y el aburrimiento lo llenó todo en mis días. Me sumergí en lo inane de sus metáforas canela fina, y sus putas onomatopeyas, y que si un sinécdo que entusiasta por aquí, que si una catáfora siempre-queda-guay-y-por-qué-no, y que si alguna anáfora que, oye, siempre queda guapa, y sus bobadas cursispre-ideología-woke

No fueron hijos de su tiempo. Desgranaron estos chavales de Moratalaz, los Vetusta, lo peor de la mamandurria intergeneracional, el apocalipsis de un pre-amazon encargando unas reebook que ya están en el charco desde que la banda del Parra robaban drogas y anoraks en el Madrid de Ray Loriga

El Canto de la Tripulación se vendía como rosquillas en su particular verbena de la Paloma. Loriga y la Rosenvinge tuvieron un hijo llamado Willemy y una mañana de primavera, bien temprano, Ray se pintó el pelo de amarillo para grabar una peli con la productora del hermano guapo de los Almodóvar. Todos supimos entonces que una generación se diluyó antes incluso de que se lo exigiera PRISA.

Contaba el profesor argentino marxista Hernández Arregui que la subordinación ideológica y cultural que padecemos el mundo hispano de ambos lados del Atlántico respecto del mundo anglosajón se personificó, y sigue personificando, en nuestras élites económicas, políticas y culturales, y en sus intereses de clase . 

Fueron esas mismas élites liberales socialdemócratas y conservadoras, de Somosaguas a un tiro de piedra y Chamberí , las que arrasaron con cualquier atisbo de ilusión política justa y reformadora.

Qué futuro le pueda a un pobretón infeliz berlanguiano que desayuna sobaos mojaos en café en leche dijeron siempre nuestras exnovias extranjeras. 

Amigo, usted y yo no molamos. No hay nada qué hacer. Mientras oigo de fondo el famoso y llevado ruido de cubiertos: un insensato lleva la pulsera rojigüalda en la muñeca. Otro, una insignia arco iris. El más imbécil, un pin de la agenda 2030.

Vetusta Morla grabó un concierto subvencionado en directo con la Orquesta Sinfónica de la Región de Murcia. 

La llamada escena indie nacional en los ´90 se arrastró entre aquellos precursores de lo woke y la imbecilidad llamados Meteosat. El grupo PRISA miraba el último fondo de inversión mientras colocaba a estos cachorros más allá de Azca. Borja Meteosat fichó como externo para la multinacional adecuada e Ignacio Escolar trepó de despacho en despacho, de plató en plató hasta su pesebre globalista actual. Somosaguas siempre estuvo a un tiro de piedra.

Mientras escuchábamos cara-de-conejo de Ilegales ni sabíamos ponerle tilde a cultura-de-cancelación.

Una vez Ray Loriga y yo nos tomamos una caña en el bar Correo. Pero él no se acuerda. 

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