Las mil y una noches (Afganistán, segunda parte)

Las mil y una noches (Afganistán, segunda parte). Fernando Sánchez Dragó

Reanudo el relato donde lo dejé, no sin antes recordar a los lectores que cuanto digo en él se refiere a lo que vi, sentí y viví cuando en diciembre de 1968 recorrí de punta a punta, a bordo de un cochambroso Volkswagen modelo escarabajo, el país que ahora copa la pasajera atención de todos los medios informativos. Íbamos, en aquella suerte de útero ambulante, agolpados hasta lo inverosímil, cuatro personas o quizá cinco, pues una de ellas ‒mi hija Ayanta, hoy escritora de certero rumbo‒ aún no había nacido, pero llevaba siete meses dando tumbos en el vientre de su madre. El cochecillo transportaba una tienda de campaña en su techo, que jamás desplegamos, y en su interior, cuidadosamente distribuidos y apretujados a modo de taracea, decenas y decenas de objetos adquiridos por cuatro perras en los bazares de Nepal y la India. Quedaban entre ellos los huecos justos para encajar nuestras siluetas como si fuésemos momias en sus sarcófagos. El mundo todavía era Jauja, con hippies, pero sin turistas, y los tripulantes del indómito Volkswagen ‒con ese apodo figura en mi novela El camino del corazón‒ lo devorábamos con juvenil apetito.

Llegamos a Kabul, envueltos por una penumbra cada vez más intensa, cuando ya atardecía. Aquello, más que una ciudad o lo que por tal suele entenderse, era un gigantesco caravasar, un enjambre de viriles rostros barbados y de silenciosas presencias femeninas arrebujadas en sus burkas, una colmena de usos, costumbres, imágenes, actitudes y situaciones que parecían salidas de una película de Hollywood ambientada en la época de Harún al-Rashid.

Tanteamos, aturdidos, el terreno, dimos con una pensión de mala muerte, nos alquilaron una sola habitación cuyo único mobiliario consistía en media docena de gibosos colchones extendidos en el suelo, dejamos en él nuestros bártulos, salimos a cenar, lo hicimos, nos extraviamos entre la muchedumbre y pusimos fin a la velada, horas después, incorporándonos, vacilantes, al ámbito de la noche desde la muelle confusión de cojines en los que estábamos hundidos. El poderoso hachís negro que circulaba por aquel remoto rincón del globo hacía de las suyas. Conseguimos, a duras penas, desandar el camino que llevaba a la pensión y ocioso es añadir que dormimos en ella como si los ángeles del nirvana velaran nuestro sueño.

Permanecimos en Kabul varios días, husmeando en los mercadillos, en sus tenderetes y en sus tugurios. Dolce far niente? Algo así. La vida era reciamente viril. En los cafetines, en los figones y en los saloncillos de té no había mujeres. Mercaderes, patriarcas y guerreros, muchos. Comíamos siempre lo mismo: arroz y kebab, kebab y arroz. Los narguiles brotaban por todas partes. No había leyes o, si las había, nadie se las tomaba en serio. La atmósfera de libertad, mujeres aparte, era formidable. Pura anarquía.

Teníamos que irnos. El tiempo apremiaba. Caterina, mi mujer, que se había quedado embarazada en Taiwán, y yo llevábamos casi dos años recorriendo Asia. Su vientre crecía. Queríamos llegar a Roma a tiempo de pasar allí, entre sábanas limpias y desayunando café con tostadas, las navidades.

Nos pusimos en marcha. Ante nosotros, y frente al morro del Volkswagen, se extendía una autopista de varios carriles y perfectas hechuras. La suavidad del asfalto era impecable. Nos pellizcamos los ojos. Parecía la pista de despegue de un aeropuerto. Ningún otro vehículo la surcaba. Era toda para nosotros. Llevaba a la siguiente ciudad, Kandahar, que estaba a seiscientos kilómetros. Era un regalo del primer mundo y del segundo para el tercero. Los estadounidenses habían financiado la primera mitad de tan augusta calzada y la Unión Soviética la otra mitad. O al revés. Cosas de la guerra fría, que entonces crepitaba de lado a lado del planeta. No hay mal que por bien no venga, así sea en Afganistán o en toda tierra de garbanzos.

Apretamos a fondo el acelerador y pusimos el motor a tope. Alrededor de varias horas después nos dio el alto una pintoresca comitiva de blanqueo. Pensamos que era un control rutinario de las autoridades de tráfico. ¿Autoridades? ¡Pero si no las había! Y, de hecho, las gentes que nos cerraron el paso no eran, ni por asomo, policías. Eran bandoleros.

Han leído bien. Bandoleros, he dicho, en la acepción literal de la palabra y del concepto que la sostiene.

Hicieron lo que se espera que hagan los bandoleros… Nos conminaron a bajar del coche, nos cachearon, nos obligaron a subir de nuevo al vehículo y nos dieron a entender, por señas, que siguiéramos al suyo. 

Iban armados con puñales y fusiles, pero no los empuñaron. Fueron secos, autoritarios, adustos y educados. A Caterina, tras cobrar conciencia de que estaba embarazada por la prominencia de su vientre, la trataron con respeto.

Abandonamos la autopista por un carreterilla de arena, nos adentramos en el desierto, sorteamos pedruscos y baches, avistamos, al abrigo de un farallón, las jaimas de un campamento y nos detuvimos ante ellas.

Fue entonces cuando nuestros raptores procedieron a sacar el equipaje del coche y a revisarlo. No había en él nada, ni una sola pieza, que pudiese suscitar su interés. Tampoco llevábamos encima mucho dinero, apenas nada, lo justito para llegar hasta la frontera con Irán, aparte de un canijo talonario de cheques de viajero, que de poco iban a servirles en aquella desolada inmensidad, y al comprobarlo, entre caladas de hachís y de risotadas, nos lo devolvieron.

Caía ya la noche, nos dijeron que no nos preocupáramos, porque éramos sus huéspedes y la hospitalidad es sagrada entre los nómadas, y nos convencieron de que era mejor, por nuestro bien, que pernoctáramos allí hasta que espuntase el alba.

Atendimos la sugerencia. Encendieron un fuego, asaron un cordero, prepararon tetera tras tetera de té, cebaron una y otra vez sus pipas de agua, quemaron incienso en las pebeteras y, entendiéndonos todos con cuatro palabras de pichinglis, inquirieron por los pormenores de nuestras vidas y nos pusieron al tanto de las suyas.

Al día siguiente…

Me he extendido en demasía. En mi próxima columna trataré de rematar el relato, aunque no sé si lo conseguiré. Se hace camino al andar y el cuento se hace al contar. La etapa culminante de mi aventura afgana, que en cierto modo me cambió la vida, aún está por llegar. Afganistán, entonces, era así. Seguro que ya no lo es. 

Melancolía… O lo que viene a ser lo mismo: entropía.

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