Voy a contarles una historia edificante.
Corría el año 1982 —soy persona de avanzada edad, como saben mis lectores, y tengo batallitas de la década que me pidan—, y a lo que iba: corría el año 1982 y el PSOE de Andalucía me contrató temporalmente para trabajar en el área de organización de su cuarto congreso, evento cuyas sesiones se celebrarían en un renombrado hotel de Granada. Entendámonos, yo no era militante ni cosa que se le pareciera, pero eso sí, andaba un poco perdido en la vida, era joven e indocumentado, me faltaban dos veranos y aquel trabajo coyuntural me vino muy bien para juntar unas perrillas que después gastaría en cualquier bobada. Total, que me encargaron un delicado cometido: adjudicar las habitaciones a los congresistas, tarea que requería el uso de cierta diplomacia porque los asistentes al decisivo encuentro eran de suyo difíciles de contentar, algo puñeteros y a veces caprichosos, había rencillas y enemistades y otras inconveniencias —también conveniencias—, y lo dicho: no se podía juntar al personal en habitaciones dobles o triples así como así. Como yo desconocía aquella parte humana de la cuestión, me hice cargo del aspecto técnico, el orden y concierto en la entrega de habitaciones, y a propósito me asignaron como auxiliar a un afiliado de esos que se las saben todas y conocen a todo el mundo, el cual me iba indicando si juntar a Zutano con Mengano era posible o ambos resultaban incompatibles como agua y aceite o pólvora y fuego, y otros detalles de parecida índole.
En cuanto empezaron a llegar las delegaciones se aproximó al kiosco de recepción un representante por la provincia de Cádiz —aún recuerdo su acento como de campanillas muleras—, quien nos suplicó por lo más grande y lo más sagrado que no lo juntásemos en la misma habitación con otro compañero suyo, llamémosle Cenobio, brioso activista y buena persona aunque con fama en Cádiz y en media Andalucía por sus terribles ronquidos nocturnos. Tomamos nota porque así funcionaba aquello, si bien empezó a preocuparnos un entuerto: encontrar delegado que no pusiera pegas a compartir habitación con el bueno de Cenobio.
Al rato llegaron los delegados de otra zona, no recuerdo si Huelva o Almería. Entre ellos iba el secretario provincial de organización, a mayores alcalde de no sé qué pueblo, cuarentón dicharachero y con pintas entre chico yeyé y fan de Curro Jiménez, quien no se despegaba de una chica morena, bastante guapa y de atribulado el ademán. Enseguida nos dimos cuenta de que ella intentaba por todos los medios, sin éxito, zafarse del socialista alfa, margrave territorial que enseguida y en tono muy sobrado nos solicitó, más bien ordenó: “A ver, compañeros, una habitación doble para ella y para mí, aunque si es individual, mejor”. Carcajada. Mirada jocosa en busca de complicidad. La chica compuso un gesto de perfecto horror sólo expresado en la mirada, la cual hurtaba al preboste de su partido. Se atrevió no obstante a mover levemente la cabeza en señal de negación, para que advirtiésemos lo espantoso de sus circunstancias, lo repulsivo de aquella situación y, al mismo tiempo, su necesidad de no desairar demasiado al patrono. Yo nunca he sido muy ágil de mente y bajo presión respondo a medias, pero aquel día, no sé por qué, se me ocurrió un ardid que resultó efectivo:
—Ahora mismo y por motivos de organización, compañero, estamos adjudicando habitaciones de tres camas o individuales pero con cama también individual. Si no te importa, id a tomar algo a la cafetería y volved en media hora.
No sin rezongar aceptó el dirigente progresista provincial. Se alejó la comitiva: ella, él y tres o cuatro palmeros que seguramente lo acompañaban a todas partes. La muchacha, apercibida de la maniobra, regresó a los pocos minutos con el ruego de que le adjudicásemos con urgencia una habitación “con otra chica, o con otras dos”. Por supuesto. La acosada tomó su llave y se perdió entre la multitud de congresistas que abarrotaban la entrada, cafetería y espacios recepcionales del hotel.
Al cabo de la media hora sugerida se aproximó el caudillo local. Le entregamos su habitación. “Doble, ¿verdad?”. Guiño de compinchamiento. Sonrisa de promisión. “Por supuesto, compañero: la habitación doble que querías”.
Acabábamos de colocarle junto al roncador Cenobio.
Al día siguiente, de buena mañana, el secretario de organización de vaya usted a saber qué provincia y al mismo tiempo alcalde de quiénsecuerda me buscó como loco en la cafetería, me localizó y me saludó un tanto destemplado:
—¡No he pegado ojo! ¡Hijoputa!
Puede que sea yo un hijoputa, no lo sabía entonces —en aquellos tiempos en que andaba un poco perdido en la vida—, ni ahora lo sé con certeza. Tampoco es tan relevante la cuestión y además en caso de serlo —un hijoputa, tal como me calificaba el frustrado tenorio socialista—, tampoco resultaría excepción sino raya en el agua, ya se sabe: mal de muchos… Lo que me importaba en aquel entonces y me importa ahora es la cantidad de mujeres instrumentalizadas en los partidos de izquierdas, los únicos que yo conocía, a beneficio del ego viril y las ansias coyundales de los compañeros y camaradas militantes; la cantidad de nevenkas que había en las filas socialistas, comunistas, en los espacios sindicales, en las asociaciones solidarias y humanitarias, en los campamentos de verano y clubs deportivos y excursionistas, en centros culturales y recreativos y en las instituciones elegidas por sufragio; en general, en el entramado social de aquella izquierda pastosa y barbuda que desembocaría con el paso del tiempo en la conocida izquierda cuqui actualmente padecida.
Al respeto me enseñó mucho aquel congreso socialista. Vi niñas de dieciséis y diecisiete años vagando de habitación en habitación, cambiadas como cromos por solemnes diputados, concejales, alcaldes y otros machos de pelambre facial al estilo Che Guevara; vi a cargazos de la Junta de Andalucía pasarse las amantes circunstanciales —lo que pasa en el congreso se queda en el congreso—, con reputados y conocidos parlamentarios nacionales; vi busconas y víctimas, lobas y corderillas indefensas de todas las edades; vi a mamás socialistas tomando café en los salones sociales de aquel hotel mientras sus hijas iban por los pasillos en busca de mandarín con ganas de intimidad, de posible novio con futuro prometedor en el negocio de la política. Vi de todo. Como suele decirse: un puto asco.
Dicen ahora las televisiones y medios en general que lo de Íñigo Errejón viene de largo. No lo saben bien. De muy largo.
Dice mi vecina la feminista rapera, a quien doy a leer todos mis artículos antes de publicarlos, que esto ha pasado y seguramente pasa en todos los partidos, los de izquierdas y los de derechas. Es muy probable, querida vecina, pero ya lo dije: los únicos partidos que yo he conocido desde dentro, bien conocidos, son los de la lucha de clases, la libertad, la igualdad, la solidaridad y, desde hace poco, la sororidad. Y son como son. Y ahí dentro pasa lo que todos sabemos que pasa, sí: desde hace mucho.