Las políticas de la Estética: Romanticismo, Ontología y Nacionalismo

Las políticas de la Estética. Santiago Mondejar

La forma puede ser real, pero la Verdad nunca es forma;

baila con sus mil velos —

Protegiendo así al ignorante de la forma que daño le hará —

Pero al sabio, revela Su Belleza.

Y la naturaleza de la Belleza es liberar.

La gracia secreta es la Noche, pues el día

Puede significar el bullicio del mundo. La Verdad es impersonal;

Pero dulce y amoroso es el Rayo de Verdad.

 

Shaykh Isa Nureddin


Si bien es conocida la impronta del judaísmo mesiánico en el marxismo, se ha prestado poca atención a la influencia de Kant en la formación del pensamiento de Karl Marx, pese a ser este ascendiente, como veremos, uno de los catalizadores de la reacción contra el marxismo. Así, abunda la literatura académica acerca del mesianismo secularizado que hunde sus raíces en la tradición hebraica -y por extensión cristiana- producida por estudiosos[1] como Nikolai Berdyaev, Karl Löwith y Leszek Kolakowski, que llegó incluso a servir como base para reinterpretaciones heterodoxas del marxismo, como el mesianismo débil articulado[2] por Walter Benjamin y Derrida, o las tesis del teórico marxista Ernst Bloch, quien creyó identificar un utopismo implícito en Marx.

La obra magna de Bloch, El principio de esperanza[3], expone un sistema altamente desarrollado de mesianismo teórico, tomando la tradición judeocristiana como modelo con el que trató de reclamar la herencia del mesianismo religioso para un marxismo renovado, que sirvió como fuente de inspiración para notables desarrollos en las teologías políticas contemporáneas, como la Teología de la Esperanza[4] de Jürgen Moltmann y la Teología de la Liberación[5] de Gustavo Gutiérrez.

Pero lo cierto es que amén de su bagaje judío, Marx era culturalmente alemán al cien por cien, por lo que realmente no es difícil rastrear en su obra temprana trazas del idealismo de Kant, enhebradas en el hegelianismo marxiano. Un ejemplo de esto es claramente apreciable en las inconsistencias entre sus tratados éticos y políticos, que sugieren afinidades con las posturas de Marx[6]. En su obra ética, sostiene que el individuo posee la facultad de obrar moral y libremente en cualquier circunstancia, mientras que en sus escritos políticos e históricos, sostiene que el contexto histórico y cultural, junto con el choque de intereses individuales, facilita la conducta ética, y propicia una sociedad moral, aunque no predisponga necesariamente a la moralidad personal, lo que en el fondo da amparo a cualquier acción que tenga pretensiones de convertirse en ley universal.

Para Kant, actuar motivado por intereses particulares es inmoral de suyo, pero admite no obstante que preferencias, conveniencias o necesidades subjetivas pueden influir en el contenido de cualquier máxima ética, por mucho que la acción moral suponga querer llevar a cabo una máxima ética libremente, no por condicionantes particularistas, sino porque la máxima es susceptible de universalización y, consecuentemente racional, pese a que, en verdad, esta formulación no sea sino un postulado carente de contenido normativo.

Ahora bien, al demarcar los diversos usos e importancias de la razón, Kant establece una clara distinción entre la relevancia y protección de la razón en el ámbito público, y su ausencia de en el ámbito privado. De hecho, hace una distinción harto singular entre el ejercicio público de la razón y su ejercicio privado, señalando la diferencia entre nuestras diversas disposiciones mentales: cuando razonamos públicamente, abrimos nuestro pensamiento a lo general; mientras que al razonar en privado, tendemos a la estrechez de miras.

Incluso en la discrepancia fundamental entre Immanuel Kant y Karl Marx sobre lo revolucionario, donde este último postula que la revolución es la vía hacia la moralidad, a diferencia de Kant (quien la rechaza de antemano como inmoral), la posición del regiomontano a este respecto denota aporías que la aproximan tangencialmente a la de Marx. Al evaluar la Revolución Francesa, Kant la cataloga como inmoral e ilegítima a priori, si bien reconoce su potencial para establecer constituciones políticas más justas, cuya reversión a posteriori’ sería inmoral e ilegítima[7].

De esta forma, por más que Kant no propugne la revolución de abajo arriba, parece abogar tácitamente por la figura de un autócrata (ilustrado, por supuesto), que promulgue de arriba a abajo aquellas normativas legales que el pueblo escogería si estuviera facultado para ello, aplicando el imperativo categórico.

Por su parte, Marx, aunque reemplaza el concepto kantiano de noúmeno[8] (las apariencias de las que podemos tener conocimiento) con el de esencia, se basa no obstante en Kant cuando sostiene que nuestra actividad específica constituye nuestro fin supremo, donde los objetos materiales son fines en sí mismos, no medios. Satisfacer necesidades es el fin más elevado; una actividad libre y consciente con la que se realiza la esencia de la especie. Para Marx, pues, la necesidad de un objeto no está condicionada, puesto que el objeto forma parte de nuestra esencia, pero es independiente.

Según él, en ausencia de alienación, el objeto se absorbe ontológicamente en el sujeto, constituyendo y controlando colectivamente el mundo objetivo. De este modo, nuestra actividad es un fin en sí misma, que al no estar dirigida a la realización de un fin externo, implica que el fin es la realización de la esencia humana. Al actuar en aras a realizar esta esencia, actuamos en beneficio de lo universal, en consonancia con el imperativo categórico kantiano, aunque no sólo se realiza la esencia humana, sino también la propia.

Parece evidente que en esta confluencia de Kant y Marx encontramos una representación mental objetiva, compuesta por una teoría de la conciencia, una teoría de la intencionalidad, una teoría del contenido mental, una teoría del significado y una teoría de la cognición. Sin embargo, esta objetivación está tan centrada en el deber y la racionalidad, que resulta en un sistema moral inflexiblemente abstracto y formalista, que, a fuer de universal, es incapaz de dar cuenta de las complejidades de la naturaleza humana, por obcecarse en el intelectualismo de las razones generales de las acciones, ignorando sus consecuencias concretas en el individuo.

No debe así extrañarnos demasiado, que contra esta hipostatización abstrusa de la razón surgiese un contrapunto político en forma de un irracionalismo romántico que osciló entre el subjetivismo radical y el antagonismo hacia las abstracciones vagas. Carl Schmitt, autor de un ensayo[9] sobre este asunto, dejó dicho que el romanticismo traspasa la estructura del juicio kantiano a todas las demás esferas prácticas, elevando la capacidad humana para imaginar de una facultad secundaria con un sentido meramente epistemológico a la facultad rectora y creadora de toda realidad práctica.

Schmitt dijo que el romanticismo, en tanto que movimiento de resistencia y reacción, plantea una crítica a la dicotomía entre pensamiento y realidad, sujeto y objeto, que Descartes propuso y que ni Kant ni Marx lograron resolver. El jurista alemán autor identifica dos posturas dentro del romanticismo: el dualismo romántico, que al rechazar la razón, cae en un escepticismo que niega la verdad; y el monismo romántico, que al identificar el espíritu con la realidad, adopta un dogmatismo que suprime la libertad.

Por consiguiente, Schmitt interpreta que los románticos no buscaban resolver cuestiones en términos de verdad y falsedad, sino que aspiraron a desvelar la realidad oculta tras las apariencias. De este modo, el romanticismo no quedó limitado a un ámbito específico como la filosofía, la religión, el arte o la técnica, sino que sentó las bases para una nueva perspectiva que iba más allá de estas esferas: implicaba una actitud renovada hacia la existencia y el universo, que rechazaba las antinomias heredadas del kantismo y ambicionaba una unidad superior en la que elementos aparentemente contrapuestos pudieran reconciliarse.

Esta actitud romántica no es simplemente un sucedáneo de las tematizaciones tradicionales, sino una superación del status quo que integra todas estas dimensiones en una síntesis superior. Sin embargo, tal síntesis no se limita a ser meramente un producto de la razón o la fe, sino que se genera por la acción creativa del ser humano en el decurso de la historia, donde el individuo adopta los roles de héroe, sacerdote, poeta y filósofo. Fueron aquellos los tiempos de D’Annunzio, Marinetti,   Ezra Pound, Heinrich Anackem, T.S. Eliot, W.B. Yeats, Rafael Sánchez Mazas y Harukichi Shimoi, poetas heroicos que se libraron del corsé de los imperativos categóricos para adentrarse en el laberinto del vitalismo, imbuidos por la lógica de superación de las antinomias de la modernidad.

Según señala asimismo Schmitt, los románticos del siglo XX quisieron resolver las tensiones de la modernidad integrando las tendencias estéticas en la política. Para ello, traspasaron el marco del juicio kantiano, extendiendo la preponderancia del esteticismo a todas las esferas prácticas. En este proceso, la imaginación humana pasa de adolecer de un enfoque principalmente epistemológico, a convertirse en la fuerza rectora y creadora de la realidad práctica en su totalidad. El romanticismo político, efectivamente, asigna categoría de absoluto a la función de la imaginación, tanto en el ámbito individual como en el social, y lo extiende a toda experiencia práctica.

Ciertamente, las bases del arrobamiento político de estos estetas radica en la interrelación de la Gestalt[10] (la forma unificada externa), y la interioridad que se expresa en esa forma: no solo lo material pertenece a la estética, sino también el poder del principio organizador que se expresa sin diluirse en lo externo. Prima facie, el interior que aparece en una forma expresiva es tan solo un ser particular.

Sin embargo, más profundamente, el fenómeno estético implica la aparición de una luz más universal que pasa de ser la suma de sus elementos individuales a devenir la luz de la existencia en su totalidad, y expresa una profundidad última; una suerte de mística política que espolea la voluntad creativa, incluso mediante la destrucción.

Este fenómeno sísmico no se confinó a occidente. En Japón, estuvo representado por la revista de la Escuela Romántica Japonesa, (Nihon Rōman-ha), fundada en 1935 por el editor Katsuichirō Kamei, que contó con un elenco de poetas como Tekkan, Hakushū, Kōtarō y Sakutarō, familiarizados con los poetas heróicos de Europa, además de estar alineados con los principios de la Escuela de Kioto, un crisol de pensamiento que contribuyó notablemente a definir los contornos filosóficos del autoritarismo japonés del siglo XX.

Al igual que en Europa, el resurgimiento del organicismo cultural convirtió al Estado Nación en objeto de representación de una comunidad natural genuina, en tanto y cuanto que objetivación estética que enclava el espíritu nacional en su totalidad; atemporal, distintiva, y auténticamente.

En el caso de los totalitarismos seculares europeos de entreguerras, la pulsión esteticista enfatizó dar a las masas ocasión de expresarse creando una impresión de experiencia colectiva a través de la introducción de lo estético en la praxis política.

Entre otros múltiples factores, esto fue así porque mientras que el objetivo central de la revolución marxista era el control de la infraestructura (las condiciones materiales en las que se desarrolla la vida social) la meta de los revolucionarios fascistas fue el dominio de la superestructura[11] (lo que se construye sobre la base infraestructural, como las instituciones políticas, legales, religiosas, culturales y educativas).

Al tiempo, Nishida Kitaro, insigne fundador de la Escuela de Kioto[12], sostenía en esta línea que el aspecto fundamental de una auténtica nación reside en la autoconciencia de ser un agente histórico conformador[13]: «una verdadera nación, como sujeto histórico activo, es creadora de valores. El valor y la cultura no se desvinculan de la realidad; deben constituir el contenido del poder creativo histórico». Como en el caso europeo, la razón de Estado (kokka riyû) se manifiesta como la autodeterminación del presente absoluto en la configuración orgánica de la cultura nacional.

Al igual que en Europa, la monocracia nacionalista japonesa[14] emerge como una reacción romántica[15] -cuando no visceral- contra la modernidad; ambivalente sobre lo viejo y lo nuevo, y plasmada en una estetización aglutinante que influye en todos los aspectos de la sociedad, apelando al espíritu de sacrificio y exigiendo obediencia y sacrificio en pos del Estado Nacional. En ambos casos, contestó la cuestión de la alienación y la disgregación propias de la sociedad moderna, manifestada en el desvanecimiento de jerarquías y vínculos políticos orgánicamente estructurados, y su reemplazo por las relaciones laborales.

La influencia de Nishida en la articulación filosófica de estas premisas fue crucial, y en su formulación podemos encontrar rastros osmóticos del pensamiento de Heidegger: Nishida se interesó también en la cuestión del ser, pero en vez de comenzar con la existencia humana, buscó saber qué es lo que hace posible cualquier tipo de existencia. En el pensamiento del filósofo japonés, el ser surge en el lugar[16] (Basho) de la nada (Mu), que es tanto el fundamento de la realidad como su límite. Mientras que Heidegger buscaba tematizar al ser humano como Dasein (ser-en-el-mundo), Nishida se afanó en conceptualizar la relación entre el ser y el lugar.

Ambos filósofos rechazaron la noción de la verdad como correspondencia, y propusieron a cambio la idea de verdad como autenticidad. Pero para Nishida, la verdad[17] no es algo que se pueda juzgar en términos de una supuesta correspondencia de las creencias con un determinado estado independiente de cosas; más bien, la verdad es la expresión auténtica del ser en el lugar.

Por otra parte, tanto Heidegger como Nishida entendieron la forma en términos del mundo circundante. Para ambos, las cosas cobran sentido solo dentro de una red de significado. En caso contrario, son inasibles, insignificantes; hueras. Pero mientras que Heidegger atañe el significado a lo circunstante en el cual uno es arrojado, para Nishida, lo relevante constitución es que el predicado apunta en última instancia al mundo inteligible como lugar donde el significado es el verdadero a priori que precede a los objetos.

Aunque en cierta medida estos matices ontológicos reflejan disonancias ideológicas básicas entre los regímenes alemán y japonés de los años 30, las consonancias conceptuales entre ambos filósofos tienen más peso a la hora de entender las características comunes de ambos totalitarismos.

Nishida reúsa la metáfora de la «esfera infinita» de Nicolás de Cusa[18] para explicar la realidad como una matriz de múltiples presentes, cada uno con sus propias manifestaciones históricas. Pero según el japonés, la realidad se expresa a sí misma y eso afecta lo que sabemos: nuestra identidad no solo depende de cómo nos autopercibimos, sino también de nuestros actos. Nishida concluye que todo lo histórico es expresivo, y que la totalidad de la realidad objetiva deviene en aquello que simplemente se expresa a sí mismo.

La «esfera infinita», pues, representa este proceso de expresión. Al carecer de un núcleo, muestra que la expresión misma es lo que define esta realidad, porque la realidad se revela como un entramado de contradicciones, donde las polaridades coexisten en un estado de constante flujo y transformación. Desde esta óptica, el esteticismo político, lejos de ser un mero ornamento o una actividad folclórica superflua, es esencial para nuestra comprensión de cómo percibimos y experimentamos el lugar-mundo al que somos arrojados.

Por estas razones, en todos los totalitarismos corporativistas de entreguerras, las expresiones estéticas, como la arquitectura, el arte, la música y la poesía, no solo expresaron las condiciones y valores sociales, sino que contribuyeron activamente a la construcción y transformación de sus respectivas realidades históricas. Es decir, fueron constitutivas, antes que consecutivas, del nuevo orden estatal.


 

[1] Berdyaev, N. (1931). Christianity and Class War. New York: Harper & Brothers; Kolakowski, L. (1976). Main Currents of Marxism (Vol. 1-3). Oxford University Press.; Löwith, K. (1949). Meaning in History: The Theological Implications of the Philosophy of History. The University of Chicago Press.

[2] Benjamin, W. (2003). On the Concept of History, Selected Writings: Volume 4: 1938-1940 (Cambridge: Belknap, 389-400; Derrida, J. (1994) Specters of Marx: The State of the Debt, the Work of Mourning, and the New International, trans. Peggy Kamuf. Routledge, NY.

[3] Bloch, E. (1959). Das Prinzip Hoffnung. Frankfurt am Main: Suhrkamp Verlag.

[4] Moltmann, J. (1964). Theology of Hope: On the Ground and the Implications of a Christian Eschatology. New York, NY: Harper & Row.

[5] Ellacuría, I. (1977). La teología de la liberación: Perspectivas. Salamanca: Sígueme.

[6] Kain, P. J. (1991). Marx and ethics. Clarendon Press, London.

[7] En este contexto, cabe destacar que Kant se erige como precursor de la doctrina de Hans Kelsen, la cual sostiene también la noción de golpe de Estado, entendido como toda alteración no legítima de la Constitución, es decir, aquella que no se lleva a cabo de acuerdo con las disposiciones constitucionales, o su reemplazo por otra normativa. Esta modificación de la situación jurídica puede manifestarse mediante un acto de fuerza contra el gobierno legítimo, o ejecutado por miembros del propio gobierno; ya sea a través de un movimiento popular o por un reducido grupo de individuos.

La introducción por parte de Kelsen de la variable revolucionaria es porblemática. La designación de cualquier cambio constitucional fuera del proceso de reforma establecido por la constitución vigente lleva, por reducción al absurdo, a trivializar el concepto de golpe de Estado. La atribución de legalidad, fundamentada en el principio de efectividad (es decir, la doctrina de los hechos consumados), a toda revolución que cuente con un respaldo masivo, obstaculiza, por su falta de coherencia, la aplicación de su doctrina en situaciones de crisis constitucional que involucren la confrontación de legitimidades contrapuestas. Al introducir la variable revolucionaria, Kelsen en la práctica invalida la aplicabilidad de su concepto de golpe de Estado, al designar como tal cualquier cambio constitucional al margen del proceso de reforma establecido por la constitución vigente, lo cual conduce a una trivialización del concepto. La atribución de legalidad a posteriori a toda revolución con apoyo suficiente, basada en el principio de efectividad (que Kant admitía implícitamente a efectos éticos), socava la posibilidad de calificarlas de actos inmorales a priori (Ver: Kelsen, H. (1934). Reine Rechtslehre. Verlag Österreich).

[8]Https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/No%C3%BAmenon#:~:text=Palabra%20con%20que%20Kant%20se,la%20sensibilidad%20y%20el%20entendimiento.

[9] Schmitt, C. (2008). Romanticismo político. Buenos Aires, Argentina: Katz Editores.

[10] https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/Gestalt

[11] https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/Superestructura

[12] Ver: Nishitani, K. (1990). «Kindai no chōkoku» shiron. En T. Kawakami, et al. (Eds.), Kindai no chōkoku (pp. 18–37). Tokyo: Toyamabō; Hayashi, T. (1978). «Tenkō ni tsuite.» En Shōwa hihyō taikei, vol. 2 (pp. 239–261). Tokyo: Banchō Shobō; Kobayashi, H. (1978). «Kokyō o ushinatta bungaku.» En S. Kobayashi Hideo Zenshū, vol. 3 (pp. 29–37). Tokyo: Shinchōsha.

[13] Nishida, K. (1970). Kokutairon (On national polity). Zenshu, Vol. XII. Tokyo: Iwanami Shoten. p. 79

[14]Masao, M (2022) Le fascisme japonais (1931-1945), Témoigner. Entre histoire et mémoire, 135 | 115-117: https://doi.org/10.4000/temoigner.11509

[15] Berlin, I. (2001). Las raíces del romanticismo. Madrid, España: Taurus.

[16] La lógica de Basho, en su esfuerzo por trascender las limitaciones inherentes a la dicotomía sujeto-objeto, desafía las concepciones occidentales de la lógica. En contraste con la lógica dualista arraigada en las filosofías de Aristóteles y Kant, Basho propone una lógica «concreta», que acepta la complejidad y la contradicción como elementos fundamentales de la realidad.

[17]Nishida, K. (1987). Last Writings: Nothingness and the World View. Honolulu: University of Hawai’i Press.

[18]https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/Recurso:Nicol%C3%A1s_de_Cusa:_de_la_esfera_infinita_a_la_existencia_de_Dios

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