¿Marxismo o Marxismo-Leninismo?

Porque el marxismo sin el leninismo no sería materialismo, sino puro idealismo o puro voluntarismo. Vendría a ser algo así como una ONG; o una mitología tenebrosa; o simplemente una buena voluntad ingenua altermundista; o un sueño dogmático; o, si se prefiere, un flatus vocis o papel mojado, la edificación de castillos en el aire: una utopía o un pensamiento infantil (Pensamiento Alicia). Tal vez vendría a ser simplemente un tema de conversación, pura cháchara, y sencillamente sería un proyecto de un claro ejemplo de izquierda indefinida, o -como diría Lenin- un ejemplo claro y distinto de izquierdismo: «la enfermedad infantil en el comunismo». La verdad del marxismo es el leninismo o, en un sentido más amplio, la verdad del marxismo es la Unión Soviética, o fundamentalmente la Unión Soviética, es decir, el Estado o Imperio Soviético realmente existente (para otros el «colectivismo burocrático» o la «dictadura tártara»). Porque el comunismo es una generación de izquierda que se define y se sostiene por el Estado, cuyo núcleo, curso y cuerpo ha tenido un contenido concreto en la política real (en la geopolítica del siglo XX); y su desarrollo no ha sido continuo y homogéneo sino más bien se ha movido por un escenario dialéctico de plataformas continentales involucradas en una dialéctica de clases y Estados en diferentes fases que vendrían a ser la Primera Guerra Mundial, la propia Revolución de Octubre y la consecuente guerra civil (cuyo conflicto inevitablemente se internacionalizó), la deskulakización (o segunda guerra civil), el Gran Terror o tercera guerra civil, esto es, las purgas en el propio seno del Partido Comunista (bolchevique) entre 1934 (desde el asesinato de Sergei Kirov el 1 de diciembre en que se activa como casus belli una guerra civil dentro del propio Partido) y 1938, la Segunda Guerra Mundial, la fase de la Kominform, la desestalinización, la Guerra Fría, la perestroika y la caída del muro o «imperio exterior» y en consecuencia de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

El derrumbamiento de la Unión Soviética no deja intacta la doctrina marxista (insistimos: marxista-leninista). En la actualidad el marxismo-leninismo vive tras su hundimiento en los náufragos de aquel inmenso Imperio que de algún modo configura la situación política, cultural, científica y filosófica de nuestro presente en marcha. Porque, más allá del bien y del mal, el marxismo-leninismo ha modificado el capitalismo, es decir, ha obligado a los Imperios o plataformas continentales del capitalismo a reestructurarse y ha incorporado para su supervivencia ciertas franjas de verdad que ofreció el marxismo-leninismo, pues no todo el marxismo-leninismo fue falso, y por ello no todo el marxismo-leninismo es «perro muerto». Así, el marxismo (no ya simplemente como ideología sino como lo que ha dado de sí en la política real como Imperio generador) existe en nuestro presente del mismo modo que, mutatis mutandis, el Imperio Español existe en los quinientos veinticuatro millones de hispanohablantes y en las 22 naciones soberanas que componen la Hispanidad, contando también, por supuesto, con el Imperio realmente existente de nuestro presente: Estados Unidos de América, donde un 48% sabe hablar, escribir y pensar, pese a quien pese, en español.

Si se me permite la ucronía, cabría sostener que Marx sin Lenin y los bolcheviques y ese Imperio llamado Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas vendría a ser un personaje tan conocido como Feuerbach o Max Stirner, un personaje para eruditos o para aquellos que estén al tanto o medianamente al tanto de los entresijos político- filosóficos del siglo XIX. Pasó algo parecido con el cristianismo al convertirse en religión oficial del Imperio Romano. Si la Iglesia no se hubiese transformado en la religión oficial del Imperium de los césares entonces la figura de Jesús de Nazaret sería tan conocida como la de Apolonio de Tiana. Por lo tanto, cabría decir que la verdad del cristianismo no es Dios, ni siquiera Cristo, la verdad del cristianismo es la Iglesia en su curso histórico: verum est factum. Por algo así decimos que la verdad del marxismo es el marxismo-leninismo puesto en práctica en la extinta Unión Soviética. «El Capital, al margen del comunismo [soviético, realmente existente], pierde su nervio revolucionario y se reduce a un modelo interesante, entre otros, para el análisis de la sociedad capitalista» (Bueno, 1973: 33, corchetes míos).

No somos los únicos en sostener esta tesis: «Si Lenin no hubiera existido, quizá Marx habría muerto varios lustros antes de que los postmodernos proclamaran -tan precipitada como interesadamente, por lo demás-, su defunción» (Díez del Corral, 2003: 52). Y también se ha dicho: «Aunque hoy puede parecernos sorprendente, la verdad es que, en un principio, Europa occidental no asimiló las ideas de Marx hasta finales del siglo XIX (Harold Perkins afirma que el marxismo apenas se conocía en Inglaterra antes de la década de 1880). En un comienzo, las ideas de Marx despertaron más interés en Rusia, que entonces era un país muy atrasado, tanto en términos políticos como sociales, y donde la gente había empezado a preguntarse si tal situación podía superarse con un gran salto o si, en cambio, sería necesario atravesar distintas reformas, revoluciones y renacimientos como los que ya había experimentado Occidente. Marx llamaría la atención en Occidente sólo más tarde, cuando la violencia de lo ocurrido en Rusia pareciera confirmar sus argumentos» (Watson, 2009: 1038). «A principios del siglo XX, Karl Marx seguía siendo un perfecto desconocido o una figura desfigurada, incluso para los que se autodenominaban “marxistas”. Lenin aprendería la lección de estos años de formación: una de las primeras medidas de la nueva URSS, luego del fin de Comunismo de Guerra en 1921, será precisamente el lanzamiento encabezado por David Riazanov del primer proyecto editorial crítico de la obra de Marx y Engels. Lenin le daba el impulso esencial al interrogarle a Riazanov: “¿Hay esperanzas de que recopilemos en Moscú todo lo que publicaron Marx y Engels?”» (González Varela, 2012b: 38). De hecho, la Revolución de Octubre, mientras existió la Unión Soviética, fue de importancia trascendental para editar y difundir las obras de Marx y Engels. Y, sin embargo, a principios del siglo XX en casi todos los países se identificaba el socialismo con el marxismo, y sólo en Inglaterra -donde precisamente desde 1849 hasta su muerte en 1883 vivió y construyó buena parte de su obra Karl Marx- había una tradición obrera alternativa de relevancia como era el movimiento sindical que a través de los partidos políticos desembocó en un radicalismo no revolucionario.

Sin el leninismo el marxismo sería a día de hoy algo anecdótico y Marx un «perro muerto». Como con acierto se ha dicho en forma de quiasmo: «No fue el marxismo el que convirtió a Lenin en un revolucionario, sino que fue Lenin el que convirtió en revolucionario el marxismo» (Figes, 2000: 186). Aunque tuviese un final distáxico, si la Unión Soviética fue posible entonces el marxismo tiene al menos una franja de verdad. La verdad es el resultado, y el resultado del marxismo fue el leninismo, el estalinismo y la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas: las revoluciones, como los árboles, se reconocen por sus frutos y, como trataremos de demostrar, éstos no fueron pocos y la lucha no fue en vano. Como se ha comentado, «el leninismo es marxismo adoptado a las necesidades y condiciones rusas… el leninismo es el marxismo de una época que ya no es la de las leyes económicas objetivas e inexorables, sino la de una consciente ordenación de los procesos económicos y sociales conforme a los fines establecidos» (Carr, 1985: 35-36). Como bien sabía Lenin, perpetuar el punto de vista de Marx escrito en su época es emplear la letra del marxismo contra el espíritu del marxismo.

No obstante, a finales de 1847 Marx y Engels presumían de que «El comunismo es reconocido ya como una potencia por todas las potencias europeas» (Marx y Engels, 2012: 579); pero ese comunismo no era aún el marxismo, aunque éste daba ya sus primeros pasos. Y a finales del siglo XIX el marxismo tampoco era un movimiento minúsculo o insignificante, y en 1888, en la nota preliminar a su Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, Engels se enorgullecía de que «la concepción marxista del mundo ha encontrado adeptos mucho más allá de las fronteras de Alemania y de Europa y en todos los idiomas cultos del mundo» (Marx y Engels, 1974: 330). Y en agosto de 1902 Lenin se jactaba de que el marxismo era «la única teoría del socialismo revolucionario que conoce la humanidad de nuestros días» (Lenin, 1974b: 325).

Así, tanto la verdad del comunismo como la del cristianismo se deben al Estado, es decir, sin el Estado no serían posibles o su repercusión sería irrelevante o mucho menos relevantes de lo que ambos fenómenos han sido; del mismo modo que el mercado (el mercado nacional y mundial) sólo es posible a través de la dialéctica de Estados que se codetermina con la dialéctica de clases. Los liberales (o anarco-liberales) de hoy y de siempre afirman que debería existir «más mercado y menos Estado». Pero, como decimos, el mercado depende de la dialéctica de clases tanto como de la dialéctica de Estados: así como el alma no puede existir al margen del cuerpo (si nos situamos desde coordenadas materialistas), tampoco es posible el mercado mundial al margen de la dialéctica de Estados y de la dialéctica de clases. Sin Estado no hay mercado, lo mismo que sin Estado no hay libertad (al menos libertad jurídica, positiva).

También hubo revoluciones comunistas en otros países, pero fueron posibles a través de la URSS; del mismo modo que el Reino de Oviedo hizo posible el Reino de León, el de Castilla, el de Aragón, el Reino de Navarra y, como resultado, el Imperio Español y la nación política española de «ambos hemisferios» y, tras el «desastre», la formación de 22 naciones políticas que conforman la Hispanidad. Es decir, fue la ocasión de la Revolución de Octubre lo que hizo posible el comunismo a nivel mundial, aunque no se consumase en la escatológica revolución mundial, y aunque terminase en el derrumbe tras sólo 74 años de existencia y posibilidad de operar en los problemas mundiales de la política real.

Por todo ello, discrepamos de las palabras de Jean Kessler cuando sostiene que «el marxismo-leninismo traicionó el pensamiento de Marx, cuyos mayores esfuerzos apuntaban a reducir y abolir las trascendencias en el seno de una misma crítica que engloba a la religión, al Estado, a las mercancías» (Kessler, 2004: 36); pues más que una traición lo que supuso fue más bien una corrección ante las dificultades dadas en un escenario geopolítico complicadísimo, posiblemente el más complicado de toda la historia.

El problema de la Unión Soviética es un problema de la Historia Universal (de la filosofía de la historia), pues la Unión Soviética no fue una plataforma política superficial cualquiera, de menor importancia, sino que fue ni más ni menos que un Imperio, un Imperio cuyo ortograma (emic) se presentaba como universalista (comunista), un programa planificado para proyectarse urbi et orbi, un programa que consistía en la unidad del proletariado universal pero que se presentó, como su finis operis, para los intereses de «un solo país» o una parte de la población mundial y que bastante tenía con serlo, porque se trataba de un país multinacional, de hecho el país más grande del mundo, cuya extensión era de 22 millones de kilómetros cuadrados y cuya población llegó a alcanzar 250 millones de habitantes. Dicho de otro modo: lo que desde las categorías de las ciencias políticas se ha clasificado como Imperio; aunque los soviéticos, por cuestiones ideológicas, no utilizasen dicha terminología; la cual, precisamente, la empleaban contra sus adversarios (y sus adversarios la empleaban contra ellos). Dicho Imperio llegó a extenderse desde Berlín hasta las islas Kuriles. Pero en este caso hablamos de un Imperio generador, un Imperio que fundaba ciudades, alfabetizaba al pueblo, industrializaba al país, vencía a sus muchísimos enemigos, es decir, un Imperio que extendía las infraestructuras y superestructuras de la metrópolis a las colonias (que no eran tales, sino provincias o, en el caso de la URSS, repúblicas, contando también con el «imperio exterior», los países comunistas de la Europa del Este y todos aquellos que fueron incorporándose a su órbita o área de influencia y difusión).

Pero claro, si la URSS cayó (y calló para asuntos que conciernen a la humanidad, por decirlo con palabras de Tomás Mann) entonces cabría pensar que dicha doctrina era completamente falsa. Nosotros afirmamos que el marxismo-leninismo no es una doctrina completamente falsa, sino que, como hemos dicho, posee sus franjas de verdad. Porque el marxismo-leninismo no pretendía presentarse como un dogma sino como «una guía para la acción» (Lenin, 1975c: 15). Al perder de vista la guía para la acción en la que se posiciona el marxismo-leninismo y convertirlo en dogma «hacemos del marxismo una cosa unilateral, deforme, muerta, le arrancamos su alma viva, socavamos sus bases teóricas más hondas: la dialéctica, la doctrina del desarrollo histórico multilateral y pleno de contradicciones; quebrantamos su ligazón con las tareas prácticas determinadas de la época, que pueden cambiar con cada nuevo viraje de la historia» (Lenin, 1975c: 15).

El lado, o la interpretación, humanista y armonicista del marxismo se ha demostrado como algo completamente falso (o, a mi juicio, poco se salva de ello). La historia ha demostrado que el marxismo no ha sido un humanismo armonicista, sino que ha sido leninismo, estalinismo, política real y no política ficción utópica o infantil de meros deseos voluntaristas. El marxismo no ha resultado ser una escatología realizada en la que se haya acabado con la «explotación del hombre por el hombre», sino ha resultado ser la historia de un Estado concreto realmente existente imposible de perseverar en el ser sin el estilo combativo del leninismo en un contexto histórico y geopolítico, como decimos, complicadísimo.

Al final, visto lo visto a través, fundamentalmente, de la URSS, el resultado del marxismo no ha sido dar a cada uno «según sus necesidades» siempre y cuando cada uno trabaje «según sus capacidades», que es como presentaba Marx la escatología comunista en su panfleto titulado Crítica al programa de Gotha allá por 1875 (por cierto, para los bolcheviques la verdad del Partido Socialdemócrata Alemán resultó ser el «social-fascismo», es decir, la traición a la revolución y a la clase obrera). La felicidad de la sociedad comunista fue tan sólo una idea aureolar, una promesa de la propaganda, una leyenda rosa que se proyectaba hacia el futuro, el futuro del «hombre total», el hombre «emancipado», desalienado, el hombre que ya no es explotado y que vivirá en el mañana de la Edad de Oro, no ya en un lejano pasado sino en un inminente futuro. Pero la realidad siempre tira por derroteros inesperados y el sueño se convirtió en una pesadilla: la felicidad esperada resultó estar manchada por sangre, sudor y lágrimas; aunque no todo se reduce a eso, pues también es verdad que prosperaron las vidas de millones de personas en detrimento de otras tantas.

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