Reseña de «Los amantes del fin del mundo»

Título: “Los amantes del fin del mundo”

Autor: Francisco J Fernandez-Cruz Sequera

Editorial: Editorial EAS, 2020. 192 págs


Hay civilizaciones utopistas (expectantes) y las hay apocalípticas (esperanzadas). Las primeras avanzan bajo el convencimiento de cierta posibilidad de dicha y prosperidad en este mundo. Las apocalípticas, paradójicamente, vinculan su certeza en un irremediable «final de los tiempos» con su obsesión por alcanzar la hegemonía en esta dimensión transitoria, mundana, efímera por relación a la eternidad, del devenir humano. Las religiones de lamentación, fundamentalmente el judaísmo y el cristianismo (aunque también el islam tiene lo suyo), son muy dadas a esta disociación de horizontes: quieren ser los primeros en este mundo y en el otro, organizar la espera del último día conforme a sus principios y entrar antes que nadie en el reino de los justos.


Francisco J. Fernández-Cruz Sequera expone en «Los amantes del fin del mundo» su conclusión tras largo, minucioso y desapasionado estudio del tránsito histórico, doctrina y actualidad del judaísmo/sionismo. Interesante aporte de un experto que por su experiencia personal y profesional ha vivido muy de cerca los conflictos ideológicos (y de los otros) más relevantes desde el último cuarto del siglo XX. Según su tesis, apuntalada con abundante documentación y medido análisis, el judaísmo original, primigenio, «puro», es un mito. La fe hebraica contemporánea, con todas sus variaciones, es un conglomerado de aportes religiosos y culturales que han ido imponiéndose sobre otros y a cualquier precio (como en todas las confrontaciones religiosas), tramando alianzas con distintas tendencias de otras iglesias, como el protestantismo y el anglicanismo, hasta confluir en el enunciado superior, de nuevo válido para este mundo y el venidero, que se condensa en el sionismo.


Interpretaciones sectarias y políticamente interesadas aparte, el sionismo es una ideología (ideología) tan totalitaria como cualquier otra: un solo pueblo, una sola fe y un solo territorio nacional que se posee por designio divino. «El pueblo elegido» tiene derecho a la nación y el Estado israelí porque así lo establecen los textos sagrados de la Biblia; aquellos que para nosotros, cristianos (quien lo sea), se denominan Antiguo Testamento.
Esa es la teoría. La práctica, o sea, la verdad: el conglomerado civilizacional de pueblos y culturas que confluyeron y cristalizaron en el ámbito de «lo judío», gestionaron sus intereses de manera eficiente hasta alcanzar el beneficio de un país propio, arrebatado a quienes poblaron sus actuales territorios durante muchos siglos. Y lo hicieron porque pudieron y porque les convenía. Sobre todo: porque pudieron.


La alianza entre el cristianismo protestante, anglicano e incluso católico con los sectores judíos más activos y pudientes fue operativa y eficaz en aquel tiempo (1948) para la proclamación definitiva del Estado de Israel; y lo sigue siendo para mantener en la zona los intereses de ese mismo Estado y del cristianismo protestante, anglicano e incluso católico; y también los de algún país islámico, porque el islam no es precisamente un bloque sin fisuras, más bien son muchas fisuras incrustadas de mala manera en una piedra que se venera en La Meca. En definitiva: la geopolítica es la única ciencia que explica el auge, desarrollo y, en muchos casos, imposición de dogmas ideológicos, religiosos y culturales. Ya lo dijo el filósofo: el arte y la política son la superficie de la historia. El trasfondo de la historia, lo que mueve el mundo de verdad y nos lleva a concebir y erigir poderosas teorías sobre el fin del mundo (al parecer, con el propósito de que el mundo nunca se acabe), es el poder y es el dinero. Lo demás, poesías.

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