Reseña de «Los Borgia»

Reseña de "Los Borgia". José Vicente Pascual

Título: “Los borgia: la primera gran familia del crimen”

Autor: Mario Puzo

Editorial: Barcelona, Planeta, septiembre 2001, 398 págs.


Literatura: lo importante de la importancia

La semana pasada inicié la lectura de una novela que prometía: Los Borgia de Mario Puzo, obra inacabada, póstuma, del autor de El padrino entre otros superventas clásicos. No había leído nada de Puzo, pero, naturalmente, el éxito de sus novelas sobre la mafia y las familias de la cosa nostra, combinado con el atractivo histórico de los valencianos Borgia, me auguraba bastantes horas de entretenida lectura. No esperaba, claro está, una exquisitez literaria, pero sí una obra solvente, pulcra, bien redactada, ágil de argumento y acción y, sobre todo, lo dicho: entretenida.

Ahí me las dieron todas. Si esta novela tiene alguna virtud como obra lúdico-divulgativa, estoy seguro de que tal bondad ha quedado enterrada bajo una capa impenetrable de tosquedad expresiva y desaliño narrativo. Admito que la advertencia editorial sobre la coautoría de la novela —escrita “con la colaboración” de Carol Gino, tras la muerte de Puzo en 1999—, debería haberme prevenido sobre la decepción que me esperaba. O quizás la mano y la prosa de Carol Gino no tengan nada que ver, puede que incluso mejorasen la narrativa de Puzo. No lo sé y, me temo, nunca lo voy a descubrir porque tras esta experiencia se me han quitado las ganas de regresar al mismo autor por unos cuantos siglos.

El fenómeno es recurrente: de novelas cangrejeras salen magníficas películas —imaginen, El PadrinoEl Padrino II—, mas, por desgracia, en la narrativa no funciona la reciprocidad. Quizás por esa aprensión había evitado leer las novelas de Puzo en las que se basan aquellas maravillas cinematográficas. Total, después de Marlon Brando, Al Pacino y Robert de Niro no hay novela que levante emoción en el mismo escenario y con parecidas expectativas tras la cita, como quedar a cenar con Nicole Kidman y después irte de copas con Ana Obregón. Un pequeño desastre. Y conste que no achaco en absoluto —en absoluto—, ningún demérito especial, fuera de contexto, a esta novela sobre los Borgia. Sencillamente, es una narración —una literatura—, que juega donde yo soy incapaz de jugar, que declama donde yo no escucho más que ruido, que describe donde yo no veo más que letras y vocablos chapuceramente encadenados, que intenta seducir donde yo sólo veo la mirada vidriosa de un maestro de pista que me agarra por las solapas y grita “¡Quiéreme!”. Cierto, la narrativa, la novela y la literatura, siempre, sin excepción, son una cuestión de formas. Y de delicadeza.

No hay historia, por importante que se postule, por original y curiosa, por dramática, penosa, heroica… No hay historia que por sí misma valga más que un tebeo de El Capitán Trueno. La novela no es exactamente “el arte de contar historias” sino “el arte de contar”, sin más historia; o por mejor expresarlo —lo que abunda, no sobra—: el arte de saber contar.

Tampoco niego que las novelas superventas, por su propia naturaleza y también por vocación de llegar al gran público, renuncian a toda formalidad y cualquier interés en la prosa creativa para ceñirse a un narrado plano, donde lo “trepidante” y lo “dramático” son elementos cruciales. Sin embargo, ese procedimiento tiene una penitencia inmediata: aburren. Aburren muchísimo. Al menos, a mí me aburren. Creo que a muchos otros lectores, también.

Si no hay emoción al leer, ¿qué otro entusiasmo, qué conocimiento,  qué visión sugestiva sobre el mundo ficcionado puede proponer una novela que se diga digna de ese título? Lo importante, lo único importante de una historia cuando queremos hacer literatura con ella, es cómo se cuenta. Lo que se cuente, en narrativa y en novela —atención, que va sal gruesa—, no tiene ninguna importancia. Ninguna.

¿Qué de maravilloso hay en las desventuras de un manchego chalado que se creyó caballero y se lanzó a los pedregales, jinete en rucio famélico, para cargar contra molinos de viento? ¿Qué de importante hay en la vida de una señora de provincias, casada con el médico del pueblo, el buenazo del doctor Bovary, enamorada de un truhán y abocada al final fatal de su aventura mundana? ¿De verdad son importantes los desvelos de Hamlet, a estas alturas de la historia nos importa un comino que hace tres mil quinientos años Helena le pusiese cornamenta a Menelao y unos aqueos de largas cabelleras hiciesen la guerra a una ciudad en la costa de la actual Turquía, llamada Ilion?

Seamos realistas: si las historias importantes por sí mismas, de verdad y tan de verdad importantes, fuesen ciertamente importantes, ya las habrían contado en los documentales del Canal Historia, en HBO, en Odisea, en Sálvame de Luxe y sitios parecidos. Netflix ya habría rodado la serie. Otra cosa es —no nos confundamos—, que el mainstream generado durante las últimas décadas por las castas políticas y, en parte, académicas, en España, Europa y Occidente, haya convencido a multitud de autores —sobre todo autoras—, de que contarnos su vida y los gravísimos problemas de su entorno es muy pero que muy importante; y que el mejor método para que el mundo se entere y “tome conciencia” de estos dramas es escribir la historia —importante—, a dos manos y con dos pies. No piensen mal: con dos pies para que la importancia importante llegue lejos. Lo dramático de verdad: qué tedioso, ramplón, áspero, ese panorama de tramoyas importantes. No tan ramplón como Los Borgia de Puzo, pero prácticamente igual de soporífero.

Sólo una voz acogedora y un paisaje bien compuesto en el más allá de las cosas obvias, hacen que una historia sea importante. Lo demás, no digo que no tenga su relativa importancia o cosa parecida, pero queda mejor en la tele.

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