Un apocalipsis como tantos ha habido

Un apocalipsis como tantos ha habido. José Vicente Pascual

La erupción arrasadora del volcán de Thera (Santorini, 1500 adC aprox.) cambió la historia de la humanidad. La mitad de la isla despareció, engullida por el mar, aunque ese fue el menos llamativo de los efectos de aquel apocalipsis. Los sucesivos tsunamis causados por las explosiones volcánicas irrumpieron en Creta y acabaron a la larga con la cultura minoica. El desastre ambiental fue de tal magnitud que causó las diez plagas de Egipto, incluidas la lluvia de ranas y la muerte de los primogénitos. El efecto dominó de aquellos desastres deparó éxodos de pueblos enteros, invasiones, guerras y algún que otro genocidio. Resumen: a lo largo de la historia, los cataclismos climáticos y los desastres naturales han originado radicales cambios en el escenario geopolítico y han determinado, sin duda, el ascenso de civilizaciones en detrimento de otras así como el retroceso de culturas asentadas durante siglos en su entorno, como fue el caso de los minoicos, quizás el enclave mediterráneo más desarrollado de su tiempo. Lo que nunca se había producido, hasta el presente, es la ideologización de los fenómenos naturales —el cambio climático, por decir algo—, reconducidos como discursos de fondo político, escenario de debate cultural y criminalización desmoralizante de quienes no comparten la teoría general sobre estos eventos y las presuntas soluciones que proponen las élites gobernantes de nuestro pequeño mundo.

Cierto, en la antigüedad se interpretaban las plagas y calamidades como signo de disgusto de los dioses, y en la edad media tres cuartas de lo mismo, con el consiguiente afianzamiento de los poderes eclesiásticos, representados como interlocutores válidos ante la divinidad que librarían a la población de tormentos como la peste negra, las inundaciones o las hambrunas, o al menos las paliarían, reduciéndolas a castigo para pecadores. Eso es verdad. Pero también es cierto que nunca se había impuesto, en los cuatro mil años de historia escrita que llevamos recorridos, dinámica tan perversa como que los dueños del planeta decidiesen por su cuenta y a su beneficio cuáles son las males derivados del ingrato clima, cuales son efectos adversos y cómo toda la población debe plegarse a sus remedios para avanzar en posibles —¿posibles?— soluciones, señalando a los díscolos como “negacionistas” que ni siquiera tienen derecho a expresar su desacuerdo en los medios de comunicación, so pena de ser linchados mediáticamente bajo acusaciones de “fascismo”, “ultraderecha” y toda esa retahíla de imbecilidades con las que el Nuevo Orden Mundial teje la maraña de su doctrina.

En el año mil, quien negase que la peste era una prueba muy dura dictada por Dios para que la humanidad expiase sus pecados, como preparación al inmediato Apocalipsis, era tachado de hereje o descreído, un individuo diabólico. En el siglo VI adC la isla de Delos fue “purificada”, ofrecida a los dioses como su residencia sagrada en las Cícladas, y se la llenó de templos y estatuas erigidas a las divinidades, aunque eso sí: deshabitada; el humano que osara desembarcar en sus costas era reo de muerte. En el siglo XXI el método sigue siendo el mismo aunque menos sofisticado. Achacar los males de humanidad a la desavenencia con los dioses es un tanto absurdo, pero queda un poso de razonabilidad en el propósito en cuanto se postula una explicación mágico-religiosa a inconvenientes devenidos desde lo incomprensible, lo ultramundano y el más allá de las cosas; ni la explicación ni la reparación tenían sentido ni servían para nada, pero, digámoslo así, eran comprensibles en la mentalidad de la época y desde ese punto de vista podemos entenderla. Lo de hoy, es infumable. Quien describe el problema no es un sacerdote ni un arúspice ni una sibila, sino “la comunidad científica”, y tanto el achaque del mal como su solución quedan de inmediato derivados hacia la población, es su responsabilidad igual que en épocas arcaicas se achacaban estos sinsabores a la impiedad de los humanos. Antiguamente, Dios nos castigaba por pecar, los dioses se enemistaban con los reyes que contravenían su voluntad y lanzaban estragos contra los desdichados pueblos sujetos a la corona maldita. Hoy, la naturaleza y el clima se rebelan contra la humanidad porque contaminamos, por eso nos sancionan con calores tremendos en verano, frío, nevadas, danas y lluvias en invierno y sequía todo el año, salvo cuando las fuentes celestiales deciden enviarnos trombas de agua espectaculares que causan severos estragos. Aunque la salvación está en nuestras manos, claro: renegar del pasado codicioso, olvidarnos de la ganadería y dejar de comer carne, renunciar a la energía nuclear, al carbón, a la industria contaminante —o sea, a la industria—, al plástico y todos los derivados del petróleo, abandonar el automóvil y usar los transportes públicos, pagar impuestos como si no hubiese un mañana para que al Estado no le falten medios de adoctrinamiento e imposición de la política correcta; en suma: resignarnos a la pobreza, a vivir en habitaciones alquiladas en pisos compartidos, trabajar lo imprescindible, cobrar salarios congoleños y estar entretenidos todo el día mirando vídeos de Tic-Toc, conformes en nuestra precariedad sobrevenida pero agradecidos a las élites opulentas que nos han librado del apocalipsis final. Robinson en su isla, con un loro y cuatro palos era más feliz y más libre, seguramente más próspero; y tenía un futuro aunque fuese arriesgado, como lo tenían las sociedades medievales caídas en desgracia pero con posibilidades de redención. Nuestro futuro —nuestra redención—, por el contrario, viene ya controlado por los nuevos amos del relato, tan científicamente: nacer, trabajar, consumir lo que se pueda y buenamente morir cuando nos toque, que será pronto por culpa de la capa de ozono o de la comida basura. Para ese viaje no hacían falta tantas alforjas ni tanta ciencia: nos habría bastado con permanecer campesinos en el año mil, incómodos en la tierra pero en gracia con el Todopoderoso que está en los cielos. Ni ese consuelo nos dejan porque no existen, de momento, iglesias y templos donde rezar a la Santísima Ciencia, pedirle perdón por haber nacido y rogarle que se apiade de nosotros y nos lleve pronto. Cuanto antes, mejor.

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