Hay filosofías que se configuran como espacios. Unas adquieren la forma una catedral gótica, otras trazan un sendero en el bosque o un largo itinerario en el desierto. Algunas filosofías nos sitúan en el laboratorio de un taxidermista, otras en un patio donde un niño fabrica burbujas de jabón. También existen filosofías que huelen a habitación cerrada. Así define Ortega a la filosofía kantiana y lo expone en un brillante artículo de 1924 en el marco de los doscientos años del nacimiento del filósofo de Königsberg. Escribe Ortega:
“Con gran esfuerzo me he evadido de la prisión kantiana y he escapado a su influjo atmosférico. […] Después de haber vivido largo tiempo la filosofía de Kant, es decir, después de haber morado dentro de ella, es grato en esta sazón de centenario ir a visitarla para verla desde fuera, como se va en día de fiesta al jardín zoológico para ver la jirafa”[1]
El gran inconveniente de las habitaciones cerradas es que su tufo es atmósfera cotidiana, normalidad, paisaje habitual solo para quien la habita. Es el problema del subjetivismo filosófico cuando juzga como meros paraísos artificiales, todo aquello que se ubica más allá de su conciencia. Ahora bien, del mismo modo que aquel que logra salir de la caverna –aunque vulnere sus ojos- puede reconocer la esplendente luz natural, así también puede juzgar las bondades de la brisa purificadora, quien antes haya vivido en el ambiente viciado de una habitación cerrada. Ortega lo expone con meridiana claridad:
“El mundo intelectual está lleno de gentiles hombres burgueses que son kantianos sin saberlo, kantianos a destiempo, que no lograrán nunca dejar de serlo porque no lo fueron antes a conciencia”.[2]
La experiencia de leer a Kant, sobre todo en los primeros años de una vocación filosófica seria, constituye una vivencia significativa. Cuando uno entra en la médula y en el tempo de la filosofía kantiana, es irresistible no gozar con su argumentación y su claridad. Kant es un escritor con aquilatada pureza técnica; sus escritos, sobre todo aquellos de su producción posterior a la Disertatio del 70, parecen esculpidos con cincel científico. Si uno avanza en el camino intelectual y en un momento se abre de los libros a las cosas, no tarda en intuir que la aporía insalvable de la filosofía kantiana está en lo calla, no en lo que desarrolla.
La Crítica de la razón pura expresa en el primer parágrafo del Prólogo a la primera edición (1781), la confesión tácita de una impotencia. Escribe Kant:
“La razón humana tiene el destino singular, en uno de sus campos de conocimiento, de hallarse acosada por cuestiones que no puede rechazar por ser planteadas por la misma naturaleza de la razón, pero a las que tampoco puede responder por sobrepasar todas sus facultades”[3]
Estamos ante una aventura imposible: nuestra naturaleza nos invita a ir más allá de nosotros mismos, está como si dijéramos “diseñada” para trascender el cerco de su propia subjetividad, pero cuando intenta esa parábola “cae en perplejidad” dice Kant. Ante lo insondable de lo real es buena la perplejidad, pero cuando la asunción del límite es acicate para hallar caminos, no para construir diques. Lo construido tiene siempre la medida del constructor, es decir, se trata de una de las tantas variables de la soberbia.
Volvemos a Ortega:
“La Crítica de la razón pura es la historia gloriosa de una lucha. Un Yo solitario pugna por lograr la compañía de un mundo y de otros Yo, pero no encuentra otro medio de lograrlo que crearlo dentro de sí”[4]
Esa soledad del yo – soledad como aislamiento, no como necesaria riqueza espiritual-, es la que configura el ambiente de la habitación cerrada. Ahora bien: ¿Esa configuración existencial está signada por la geografía -como afirma Ortega-, por el ethos cultural de los pueblos? El filósofo español sostiene que el alma meridional siempre ha propendido a fundar la filosofía en el mundo exterior, le es más evidente la existencia de las cosas en torno que la suya propia. Es un alma plural, abierta a lo comunitario, es un haz de reflejos no una unidad de reflexión como en el caso del alma germana. Para el alemán, la primera evidencia es la del propio yo. La imagen orteguiana es muy clara al sostener que cuando el alma del alemán despierta a la claridad conceptual, se encuentra sola en el mundo. Esto explica quizás la naturaleza y el curso de la filosofía moderna: un yo que está siempre consigo, cara a cara de sí mismo: ser-para-sí. Esta posición trasciende lo meramente gnoseológico e impacta en la vida moral. En una filosofía de habitación cerrada, la emoción moral debe ser neutralizada y obtendrá su rango de honestidad solamente cuando la razón reflexiva la eleve a la dignidad de “deber”.
El estremecimiento del subjetivismo ante la espontaneidad de la vida parece definir la filosofía kantiana. Volvemos a Ortega:
“(Kant) Padece Ontofobia. Cuando la realidad radiante le cerca, siente la necesidad de abrigo y coraza para defenderse de ella”.[5]
Es lógico entonces que desde las entrañas de Kant surja el idealismo alemán, porque el conocimiento especulativo, motor de la metafísica clásica, ya no espeja, sino que construye:
“[…] del seno de Kant, como fruto revelador de la simiente, va a emerger frenético Fichte, sustentando paladinamente que la filosofía no es contemplación sino aventura, hazaña, empresa –Tathandlung-. He aquí lo que yo llamo una filosofía de vikingo”. [6]
Una pregunta se impone en el epílogo de nuestro artículo: ¿por qué existen almas meridionales, engendradas bajo el sol del contacto real con las cosas, que se empeñen en devenir subjetividades alemanas? O planteado de otro modo: ¿Cuál es la razón para que un alma hispana renuncie a su espontaneidad natural y pugne por construir un mundo dentro de sí, desoyendo el susurro de las cosas? El alma humana es un misterio, lo sabemos, aunque intuimos que puede tratarse de la autocreación de un mundo cuyo origen es la claustrofobia bibliográfica. Don Manuel García Morente rompió los barrotes de la prisión kantiana cuando se abrió al flujo vital que corría como río vivo en los planteos de Henri Bergson y en el ordo amoris de Max Scheler; cuando renunció a lo centrípeto de la subjetividad y se abrió al misterio.
Si entre nosotros, un alma hermana sufre la asfixia existencial de la habitación cerrada, intentemos tirar abajo la puerta, sin la orden de ningún juez porque el bien es superior al formalismo. Visitemos a la jirafa, pero esta vez para intentar mostrarle que Dios la dotó de un cuello largo para comer frutos tiernos de un árbol real, no proyectado desde la razón constructiva; un cuello para ver más allá, única redención posible en el horizonte de nuestra libertad.
[1] Ortega y Gasset, J. Reflexiones de centenario en Kant. Hegel. Dilthey. Ed. Revista de Occidente, Madrid, 1958: pág. 4-5.
[2] Ibídem.
[3] KrV, A VII.
[4] [4] Ortega y Gasset, J. Reflexiones de centenario en Kant. Hegel. Dilthey. Ed. Revista de Occidente, Madrid, 1958: pág. 19.
[5] Ibídem: Pág. 31.
[6] Ibídem: Pág. 38.