No es lo público, es el Estado omnímodo

No es lo público, es el Estado omnímodo. José Vicente Pascual

Once veces No al Nuevo Orden Moral – 9

 

La defensa de “lo público” es otra de las falacias de la izquierda refundada sobre el ideal de la precariedad como bien común, entre otros valores. En cualquier sociedad civilizada y sujeta a la ley, “lo privado” está condicionado por muchos más controles de eficiencia, calidad, servicio, precios, deontología y buenas prácticas que lo público. Cuando la izquierda actual reclama más y más hacia lo público, en realidad lo que quieren decir es más y más capacidad de control, más eficacia coercitiva y recaudatoria; más y más hasta perpetuarse en el poder porque el sector privado habrá desaparecido y los servicios de lo público serán escuálidos pero las masas famélicas se aferrarán a ellos con desesperación. Las colas del hambre para recibir la sopa boba no tanto significan el fracaso del sistema como sirven para avisar sobre el futuro que aún puede evitarse. A las colas del hambre normalizadas, en países “socialistas” como Cuba, Nicaragua o Venezuela, se las llama por su nombre: ir a hacer la compra.

Nunca lo público fue tan grande y ocupó tanto espacio en la economía de los países occidentales. En España hay 3`5 millones de funcionarios, un 17’07% del total de asalariados. En la comunidad de Madrid, uno de cada 33 trabajadores cobra su salario del Estado; en la provincia de Barcelona, uno de cada 29. El Estado es el principal empresario. La multiplicidad de administraciones —estatal, autonómica, local—, así como las innumerables asociaciones, oficinas y observatorios que realizan la gestión privada de servicios públicos externalizados han multiplicado hasta lo exorbitantes el número de personas que dependen de lo público para cobrar su nómina bendita. Se suele argumentar que más funcionarios hay en otros países de la Unión Europea, como Francia o Alemania, pero lo cierto es que en Francia hay un funcionario por cada 16 habitantes, en Alemania uno por cada 18 y en España uno por cada 17, cifra que asciende a 13,4 si hacemos caso a los datos de la encuesta de población activa del Instituto Nacional de Estadística (global del año 2022). Nunca el Estado tuvo tanta presencia en la vida de las personas, no sólo de quienes viven de él sino de los que sobreviven a pesar de él. Para cada faceta de la vida tiene —el Estado— una receta que generalmente es una obligación. No hay actividad que no esté regulada, algunas subvencionadas y otras desasistidas, dependiendo de la simpatía que despierten en la gobernanza de turno; todas reglamentadas. Nunca se dio tanta importancia a lo público, nunca las fuerzas políticas, los sindicatos y las organizaciones de la sociedad civil, prácticamente de todas las tendencias, dijeron defender con tanto ahínco —a menudo con intransigencia, en algunos casos con histeria— los espacios de intervención pública del Estado, que son todos. Es difícil, sin embargo, encontrar a alguien que esté completa o razonablemente satisfecho con el funcionamiento y competencia de los servicios públicos; a pesar de lo cual, el ideario colectivo ha asumido como verdad incuestionable que lo público es la plasmación en lo real del beneficio que supone para todos un Estado civilizado y democrático, en tanto que se mira a lo privado con la reticencia de quien deja tras de sí, en el pasado de una injusticia superada por la historia, a un enemigo peligroso.

Ese es el gran éxito ideológico del pensamiento colectivista y miserista moderno, hacer creer a la inmensa mayoría que la pujanza de lo público significa el avance de todos y que la fortaleza de lo privado debilita el impulso hacia una sociedad más justa, más igualitaria y más libre. Un éxito propagandístico bastante macabro, debo decir, porque el asunto funciona justamente al revés. Dejamos a un lado la consideración —la paradoja—de que el acto público más relevante en una sociedad democrática, las elecciones generales, está protagonizado por entidades privadas que concurren para ganarse el derecho a administrar el Estado y gestionar los intereses de todos. Y apuntemos de inmediato que cuanto más poderoso es el sector público en cualquier sociedad, más inconsistente y disperso es su entramado orgánico civil y más dependiente se muestra de los políticos y las élites económicas; por el contrario, cuanto más concurridas y vigorosas son las organizaciones privadas, más posibilidad hay de que la ciudadanía responda libremente ante la pretensión estatal de colectivizar nuestras vidas y regularlas conforme a idearios partidistas. Por otra parte, si analizamos estos enunciados bajo un elemental sentido de lo real no puede llegarse a otra conclusión que la evidente: todo propósito colectivo, sea privado o estatal, no es sino la suma de cuantiosas individualidades que aportan su esfuerzo para el mantenimiento de una estructura superior, la cual opera en favor del interés común. La diferencia por tanto —la única diferencia— entre lo público y lo privado, o mejor dicho, entre lo estatal y lo privado, es que el Estado, por consenso universal, posee el monopolio de la violencia y, de suyo, la capacidad reguladora y coercitiva para organizar a su criterio la actividad común, en tanto que la intervención de lo privado siempre está restringida a ámbitos propios y la participación en sus fines es voluntaria. Nada nuevo, nada que no supiésemos desde siempre aunque también conviene recordarlo de vez en cuando. Y es oportuno porque lo contrario, muy inconveniente, es perder el sentido de vigilancia sobre el Estado y, aún peor, sustituirlo por una veneración interesada, ciega como todas las inclinaciones que esperan recompensa, y entregar destino y ventura al albur de un poder público que puede ser democrático y amable o beligerante, autoritario e incluso tiránico. Ejemplos recientes hay en la historia que ilustran esto último, tampoco merece la pena entrar mucho en detalles. Lo cierto es que cuando defendemos lo público en realidad no estamos defendiendo el bien del común sino acogiéndonos a la presunción de que el Estado, siempre y bajo cualquier circunstancia, va a actuar en tal sentido. Pero, ¿qué sucede cuando las instituciones públicas se soliviantan contra sí mismas, se autorefutan y se transforman en agentes sublevados contra una parte de la población? Tenemos un caso reciente en España, el golpe de Estado en Cataluña de 2017. Allí una parte del Estado se levantó contra el todo y contra sectores muy amplios —mayoritarios— de su propia población, se deslegitimó como entidad autonómica y se proclamó poder separado de la nación española. La quiebra social fue inmensa, como todos sabemos y como se ha descrito hasta la saciedad; las consecuencias políticas, económicas y convivenciales para Cataluña se seguirán padeciendo hasta dentro de mucho tiempo… Aunque los protagonistas de aquella fechoría, que operaron con total libertad e irritante desenfado durante todo el proceso sedicioso, ya han sido “perdonados” por quienes gestionan las altas instancias del poder central. “No ha pasado nada, reconduzcamos la situación…”, dicen los bondadosos gobernantes que han indultado a sus amigos golpistas catalanes. Entonces, a la vista de todo ello debería avivarse, aún más, el instinto de protección ante el Estado y sus desmanes. Si son capaces de obrar con tanta iniquidad, si tan poco y poquísimo les importa ver convertida una comunidad próspera y acogedora en un desierto de odio, supremacismo y resentimiento, ¿qué otras maldades tramarán desde las omnímodas lejanías del poder, sin apenas recibir contestación por parte de la sociedad civil?

Definitivamente, defender lo público ante todo y por encima de todo no es defender el bien común sino el derecho de los que mandan a tenerlo todo, controlarlo todo, obrar como les plazca y negar oposición al disidente que ponga en tela de juicio la incontestable hegemonía de sus razones. Porque lo público, en la nueva religión miserista, es sagrado. Aunque esto último es otra parte del problema, una asignatura en la que entraremos la semana que viene.

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