La insurrección proletaria de París
Ya en París, Marx asistía a los mítines de socialistas y comunistas que se pronunciaban en la Rue St. Denis. Allí Marx expuso que la revolución de febrero era la chispa de la revolución europea, y que en poco tiempo estallaría la lucha entre burgueses y proletarios en París (como efectivamente terminaría ocurriendo en junio), y la victoria de la revolución europea -pensaba Marx- dependía de esa batalla.
El 8 de marzo, a propuesta del propio Marx, las cuatro filiales parisinas de la Liga Comunista organizaron un Club de Obreros Alemanes: organización pensada para posicionarse contra la Sociedad Democrática Alemana. Marx presentó los estatus del Club el mismo 8 de marzo.
Mientras, Karl Schapper, Joseph Moll y Heinrich Bauer llegaban de Londres, y Wilhelm Wolff y el tipógrafo Karl Wallau, de Bruselas. El 10 de marzo, junto con Marx y Engels, se pronunciaron como el nuevo buró central de la Liga Comunista, siendo Marx el presidente, Schapper el secretario general y Engels, que permanecería en Bruselas hasta el 21 de marzo, miembro del buró central.
Los republicanos sociales (radicales) no salieron bien parados en las elecciones de abril, de modo que intentaron llevar a cabo un golpe de fuerza el 15 de mayo, por lo cual el Gobierno declaró ilegal al socialismo y también puso freno a las reformas sociales suprimiendo la construcción de ferrocarriles y los Talleres Nacionales, que se pensaron como medidas para dar trabajo a los muchos parados que reclamaron los socialistas no revolucionarios (pacíficos) Louis Blanc (masón iniciado en la Orden de Menfis y relacionado con la Logia de los Filadelfos [véase Ricardo de la Cierva, La masonería invisible, Editorial Fénix, 2010, pág. 526]) y Víctor Considerant, los cuales presidirían la Commission du Gouvernement pour les travailleurs a fin de que los regimientos obreros no acosasen a la Asamblea Nacional y ésta pudiese reunirse en paz.
Los diputados discutían acaloradamente si merecía la pena mantener los Talleres Nacionales, pues en ese caso se elevaría bruscamente la contribución rural, lo cual indignaba a los provincianos. Nueve de cada diez diputados pensaban que dichos talleres eran ruinosos y además contraproducendes, ya que su existencia acercaría a París a miles de «indeseables».
Finalmente la Asamblea decide exportar los talleres a otras áreas industriales de Francia para que se descargase su costoso gasto sobre la periferia. A muchos obreros se les puso como alternativa que se convirtiesen en soldados profesionales, y así tendrían alojamiento y no pasarían hambre, como anunció el portavoz del gobierno el 19 de junio; pero esto, como el propio portavoz sabía, era una «oferta de migajas» para que el gobierno desactivase a las masas impacientes. Al día siguiente grandes agrupaciones de obreros recorren las calles al grito de «no nos marcharemos» y «no seremos peones de carceleros» (citados por Antonio Escohotado, Los enemigos del comercio II, Espasa, Barcelona 2017, pág. 297).
El día 21 el gobierno y la Asamblea advierten a las masas obreras mediante un decreto que dejaban de ser subvencionados aquellos que no emigran al destino que se les ha asignado o no se incorporen al ejercicio, porque los Talleres Nacionales quedaron totalmente disueltos. Para el día 23 ya no cabe el diálogo y la ciudad amanece con barricadas.
Esta vez el combate sólo era un enfrentamiento entre obreros y soldados. Cerca de 25.000 soldados tomaron la capital, más otras fuerzas que se sumaron para combatir la insurrección, acampando en plena calle, como en el bulevar del Temple. Los diputados que se acercan a las barricadas para parlamentar, entre ellos Lamartine, son recibidos a tiros.
Proudhon intenta convencer a los insurrectos que derramar sangre sería algo «inútil e insensato», pero es abucheado, y al sostener que el alzamiento sería «un efecto sin causa» (citado por Escohotado, Los enemigos del comercio II, págs. 297-298), los insurrectos le invitaron a partir de inmediato si no quería que los juzgasen por traición y sabotaje. La Asamblea, ante las peticiones de Considerant de dar concesiones a los obreros, decide que «solo hablaremos tras la victoria» (citado por Escohotado, Los enemigos del comercio II, págs. 298). Las luchas dejaron algo más de 4.000 muertos. La insurrección fue aplastada en cuatro días.
Tras el combate directo llegó la represión, en donde las tropas de los generales republicanos Louis-Eugène Cavaignac y Christophe Léon Louis Juchault de Lamoricière fusilaron a más de 1.500 insurrectos en los barrios obreros, otros 15.000 fueron detenidos, y los cabecillas de la insurrección deportados a Argelia y a la Guayana. «La burguesía y su ejército restablecieron en junio de 1848 una costumbre que había desaparecido desde hacía largo tiempo de las prácticas guerreras: la de fusilar a sus prisioneros indefensos. Desde entonces, esta costumbre brutal ha encontrado la adhesión más o menos estricta de todos los aplastadores de conmociones populares en Europa y en la India, demostrando con ello que constituye un verdadero “progreso de la civilización”» (Karl Marx, «Manifiesto del Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores sobre la guerra civil en Francia en 1871», en La Comuna de París, Akal, Madrid 2010 págs. 65-66).
Engels escribió el 28 de junio de 1848 en la Nueva Gaceta Renana que «la burguesía proclama que los obreros no son antagonistas comunes a los que deben vencer, sino enemigos de la sociedad que deben ser exterminados» (citado por Kristin Ross, Lujo Comunal, Traducción de Juanmari Madariaga, Ediciones Akal, Madrid 2016, pág. 100).
La insurrección parisiense de junio y su sangrienta represión «unieron, tanto en la Europa continental como en Inglaterra, a todas las fracciones de las clases dominantes -terratenientes y capitalistas, lobos de la especulación bursátil y tenderos, proteccionistas y librecambistas, gobierno y oposición, curas y librepensadores, jóvenes prostitutas y viejas monjas- bajo el grito común de ¡salvar la propiedad, la religión, la familia, la sociedad! En todos lados se proscribió a la clase obrera, se la anatematizó, se la puso bajo la “loi des suspects” [ley de sospechosos]» (Karl Marx, El Capital. Crítica de la economía política, Libro I: El proceso de producción del capital, Traducción de Pedro Scaron, Biblioteca de los grandes pensadores, Barcelona 2003, pág. 284).
Así las cosas, el mundo obrero y la república burguesa quedaron definitivamente divididos. La república sería a partir de ahora gobernada por el «partido del orden», partido que beneficiaba a las fuerzas antidemocráticas y antiproletarias. «La matanza de obreros que la burguesía republicana realizó en París, en las jornadas de junio de 1848, demostró definitivamente que sólo el proletariado es socialista por naturaleza. La burguesía liberal teme cien veces más la independencia de esta clase que cualquier reacción, sea la que sea» (Vladimir Ilich Lenin, «Vicisitudes históricas de la doctrina de Carlos Marx», Grijalbo, Barcelona 1975, pág. 10).
Y así, lo que subyace en el 1848 francés es la victoria de la burguesía sobre el Antiguo Régimen derribando la insurrección del proletariado. Fue el triunfo de la voluntad de la burguesía contra la reacción pero más aún contra la revolución.
Uno de los nombres propios de los proletarios insurrectos de aquel junio de 1848 fue el de Emmanuel Barthélemy. En 1850 comentaba sobre él Wilhelm Liebknecht: «De estatura algo superior a la media, fuerte, musculoso, de cabello moreno y rizado, y brillantes ojos negros, era la viva imagen de la decisión. A los diecisiete años, durante el levantamiento de Blanqui-Barbés de 1839, había dado muerte a un sargento de policía, lo cual le valió ser enviado a galeras. La revolución de febrero le supuso la amnistía. Volvió a París, se unió a todos los movimientos y manifestaciones del proletariado, y participó en la batalla de junio. Fue apresado en una de las últimas barricadas y por fortuna nadie lo reconoció durante los primeros días; de lo contrario habría sido fusilado sumariamente, como tantos otros. Cuando compareció ante el tribunal militar ya había pasado la primera oleada de represalias, y sólo fue condenado a “guillotina seca”, esto es, a destierro perpetuo en Cayena. Poco antes de ser deportado se fugó. Como es natural, vino a Londres, donde entró en contacto con la Liga Comunista y visitó con frecuencia a Marx. La esposa de éste no le podía soportar; le repugnaba sobre todo su penetrante mirada. Pronto empezó él a odiar a Marx, a quien consideraba un traidor por no levantarse en armas. Decía que “los traidores deben ser liquidados”. Quise hacerle entrar en razón, pero fue en vano» (citado por Hans Magnus Enzensberger, Conversaciones con Marx y Engels, Traducción de Michael Faber-Kaiser, Anagrama, Barcelona 1999, págs. 133-134).
La insurrección proletaria parisina de junio de 1848 fue interpretada por Marx en 1852 en El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte como «el acontecimiento más grandioso en la historia de las guerras civiles europeas» (Karl Marx, El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Traducción de Elisa Chuliá, Alianza Editorial, Madrid 2003, pág. 44).
Pero hacía la siguiente reflexión crítica: «La tradición de todas las generaciones muertas gravita como una pesadilla sobre el cerebro de los vivos. E incluso cuando parecen ocuparse de cambiar las cosas y a sí mismos, y crear lo que no estaba, precisamente en estas épocas de crisis revolucionaria invocan temerosamente a los espíritus del pasado para servirse de ellos, toman prestados sus nombres, sus consignas de batalla y sus trajes, para representar, engalanados con esta vestimenta venerable y con este lenguaje fiado, la nueva escena de la historia universal. Así, Lutero se disfrazó del apóstol Pablo, la Revolución de 1789 a 1814 se atavió alternativamente como la República Romana y el Imperio Romano, y la revolución de 1848 no supo hacer nada mejor que parodiar aquí al 1789, y allá la tradición revolucionaria de 1793-1795. El principiante que ha aprendido un idioma nuevo lo traduce siempre a su lengua materna, pero sólo se ha apropiado del espíritu de la nueva lengua y sólo podrá producir libremente en ella, cuando se mueva dentro de ella sin remembranza, cuando la use olvidándose de su lengua materna» (Marx, El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, pág. 33).
En 1888 Engels la encumbró como «la primera gran batalla entre burguesía y proletariado» (Friedrich Engels, «Prólogo a la edición inglesa de 1888» del Manifiesto comunista, Traducción de Jacobo Muñoz, Gredos, Madrid 2012, pág. 633).
De hecho, el propio Engels fue partícipe de la lucha armada, pues luchó en tres batallas, y una vez que la insurrección fracasó se refugió en Suiza para trasladarse desde allí a Inglaterra. Gracias a sus conocimientos en estrategia militar dirigió las operaciones revolucionarias contra el ejército del rey de Prusia en Elberfeld, formando así un comité en donde se levantaron barricadas, se armaron a los obreros y se procuraba extender la insurrección popular a otras zonas del país.
Con todo, Engels se limitó a la estrategia armada sin reivindicar el comunismo, pero la presencia de partidarios suyos que le acompañaban en las barricadas levantaron sospechas de los sectores más moderados entre los insurrectos y forzaron a Engels a que se retirase para que no se produjese una insurrección de tipo comunista, cosa que se hizo el 14 de mayo de 1849 cuando abandonó Elberfeld con honor. Después recorría junto a Marx otros focos de la rebelión como Colonia, Baden, el Palatinado o Frankfurt, y se instaló en el Palatinado y después en Offebach donde de nuevo mostró ser un gran estratega militar posicionándose con gran valor en la primera línea de fuego en las barricadas.
Y así -como hemos dicho- una vez que fracasó la insurrección se exilió en Suiza en julio de 1849, y a finales de año se instaló en Londres, junto a Marx, para reorganizar la Liga de los Comunistas. A causa de desacuerdos con los otros miembros de la Liga y, también por motivos económicos, se trasladó a Manchester en 1850 donde su situación económica empezó a mejorar considerablemente.
La matanza de revolucionarios proletarios paralizó la energía de la clase obrera francesa y después el bonapartismo haría el resto para imponerse a las organizaciones proletarias en lo político y sindical y el movimiento obrero se diluiría en el sectarismo de los blanquistas -que carecían de un sólido programa socialista y aspiraban en llegar al poder mediante un golpe de Estado auspiciado por una minoría- y de los proudonistas -que creían en la creación de bancos de intercambio en los que se concedía créditos gratuitos y en otros experimentos por el estilo, lo cual suponía renunciar a la lucha revolucionaria, pero que de facto supuso la capitulación.