Decía José Saramago que lo más abundante en el mundo es el paisaje, pero se equivocaba. Lo que más abunda es el ruido, un acompañamiento enhebrado a nuestras vidas desde el seno materno a la sepultura, sin cesar. El silencio es gracia exquisita la mayoría de las veces y el silencio absoluto un imposible, lo afirmo bajo riesgo de parecer más pesimista de lo que soy, que ya es decir, pero tengo mis razones: si la existencia fuese un ir y volver entre sonidos agradables esto sería el paraíso; lo malo es que no vivimos entre sonidos, ni deliciosos ni tormentosos, no: vivimos en la bullanga, el ruido paroxístico de una cultura y una civilización donde el que no grita es porque no puede.
Ieronymus Bosch, en la tercera tabla de El jardín de las delicias, representa uno de los peores tormentos del infierno mediante dos oídos traspasados por un cuchillo. Cierto que no hay peor castigo para el alma que el ruido estridente, sin objeto ni causa razonable, ese ruido estúpido y gañán que inunda nuestras horas y del que parece imposible refugiarse a menos que se practique el aislamiento absoluto, sin atender al teléfono puesto en modo avión y, por supuesto, ni pensar en encender el televisor o la radio o conectarse a internet. El silencio monacal sería la única alternativa aunque, no lo duden, en menos de cinco minutos pasaría ante la puerta del convento algún imbécil a los mandos de un Opel Corsa tuneado y con los altavoces a tope, y el reguetonazo o lo último de Rosalía caerían en la paz de aquellos jardines como lluvia de plomo derretido sobre una escultura de papel de seda. Pensaba en estas cosas hace unos días, mientras intentaba ver en Movistar una película de argumento interesante pero, ay, con una banda sonora insufrible, subida de tono y pertinaz en el efectismo. Decidí abandonar la emisión de tan desgraciado film y escribir este artículo, y quejarme del ruido del cine y de la publicidad, del tráfico urbano y de las conversaciones a gritos en las terrazas de los bares, de las fiestas populares y de las tertulias radio-televisivas, de los que se quejan y de los que se quejan porque otros se quejan, y por supuesto: del ruido indecente que en los últimos tiempos organiza nuestra casta política en torno a sus afanes de gobierno. No crean, no estoy remando para llevar al lector a mi corriente, juro que no es así; pero es que me llama la atención y me causa gran desconsuelo que, justo en momentos trascendentes para el inmediato futuro, nuestra dirigencia política y nuestra izquierda puberal hayan trasladado el debate al terreno insoportable de lo estertóreo, un ruido fangoso como de terrible inmensa agonía que nos aboca a un funeral pobretón con música de banda de pueblo. Y el muerto al hoyo.
En situaciones delicadas como la presente uno espera de su gobierno y sus representantes parlamentarios la palabra sensata, prudente, medida y a ser posible cordial; uno espera un análisis desapasionado y realista del inmediato presente, sin alharacas, soflamas ni paternalismo. En fin, uno espera tantas cosas que también espera, al menos, ver cumplida alguna de las anteriores condiciones para mantener la presunción, siquiera remota, de que estamos gobernados por gente con cabeza y buen oído, es decir: más inclinados al silencio que al ruido. Pero no.
Nuestra desgracia: haber caído en el cepo de quienes están dispuestos a contestar grandes problemas con grandes estruendos. Decía Mantovani, general albanés en la reserva, que sólo quien ama el silencio es capaz de disfrutar de la música. En asuntos de lo público sucede tanto de lo mismo: sólo quien ama la concordia, la mesura y la tranquilidad de su pueblo puede aprovechar las ventajas de arriesgar y apostar en políticas atrevidas. Sólo quien se ha amarrado al mástil de su navío puede permitirse escuchar el canto de las sirenas, incluso discutir con ellas a gritos si le apetece. Igual que muchísimos españoles tengo la sensación, por desdicha no exagerada, de que navegamos con una tripulación de aventureros inconscientes cuyo capitán delira obsesionado por la gran ballena blanca del poder, un Odiseo necio y soberbio y muy dispuesto a llevarnos hasta los arrecifes y probar el calado de la nave contra los filos voraces de las rocas. El desenlace es tan previsible como la reacción del Ahab alucinado que lleva el timón y cuando se le piden cuentas ordena a sus tripulantes que canten voz en grito, con cuanto más desafuero mejor, alguna canción de marinos ebrios y en plena fiebre del tesoro, algo así como Quince hombres en el cofre del muerto, la locura y el alcohol se llevaron al resto…
Si les pides explicaciones, ruido. Si te quejas, gritos. Si intentas análisis real sobre condiciones reales, Los Cuarenta Principales a toda mecha. Si calma, bocinazo. Si protestas, escrache, cancelación y escandalera mediática. En esta singladura el estruendo es capitán, la charlatanería compone mapas y las canciones de las sirenas son letra cursiva en el diario de a bordo. Como decía el otro: nos encontramos a un paso del abismo pero estamos dispuestos a avanzar con todo coraje, con todo el ruido que haga falta. Y eso es lo malo del ruido, que nadie escucha y todos siguen a lo suyo, avanzando.