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DEMOCRACIA, COMO REALIDAD POLÍTICA E IDEOLOGÍA
Al principio hemos dicho que la mediocracia era un asunto propio de las democracias capitalistas y de partido actuales. Tanto es así que hay quien considera que la relación entre democracia y medios de comunicación es tan esencial que estos no pueden sobrevivir en otros regímenes. Por ejemplo, Silvia Pellegrini considera que «el punto de partida para vincular democracia y medios de comunicación es el hecho de que, en la sociedad moderna estos conceptos están indisolublemente ligados: no existe democracia sin una prensa libre y ésta, a su vez, difícilmente podría subsistir en ningún otro sistema político»[1]. Pero la democracia es otra de esas ideas análogas que tienen una gran carga de ambigüedad, y por tanto de confusión. Es otra de esas palabras que se puede pensar que todos entendemos a qué nos referimos cuando hablamos de ella, pero que, realmente, dista mucho de ser así. Es por ello que, una vez que hemos visto qué podemos entender por poder político, deberemos detenernos un momento para especificar qué podemos en-tender por democracia y en qué sentidos ya que, como decimos, no es un matiz sin importancia al darse la mediocracia en las democracias actuales, como las europeas.
Desde las teorías contractualistas o del pacto social –que se suelen remontar a Rousseau pero que, en realidad, tienen un origen bastante anterior; sólo hay que consultar a los escolásticos españoles del XVI y XVII, pero es que es posible retroceder hasta la filosofía grecorromana– suele suponerse que el Estado y sus formas de gobierno, y en concreto la democracia, surgen a partir de un pacto previo por parte de cada individuo libre que, en situación «natural y libre», acepta renunciar a una parte de su libertad para garantizar la seguridad de su persona y sus bienes a través del poder del Estado. Un pacto que habría que renovar continuamente y que, quien lo rompe, deberá saber que será castigado por ello al intervenir ilegítimamente en la libertad de los otros. Es decir, que el Estado democrático surgiría, en última instancia, como resultado de una decisión democrática. Pero a nuestro juicio, a pesar de haber hablado de esta relación necesaria entre el poder en sentido general, a nivel zoológico o etológico, y el poder político, esta solución contractualista, que parte de una cierta situación «naturalista», no es admisible, ya que a nuestro juicio resulta circular, idealista y carente de fundamento histórico. Como hemos dicho arriba, no se trata de una derivación de un poder a otro, sino que el poder político supone una reconfiguración nueva, en un momento histórico preciso, a partir de elementos preestatales previos.
Siendo así, no nos queda más que admitir que las sociedades que se constituyen como democráticas deben, previamente, estar ya constituidas como sociedades políticas de otro tipo. Estas sociedades antes de ser democráticas podrían tener formas de gobierno más cercanas a la tiranía, a la oligarquía o a la aristocracia, formas de gobierno que en un momento determinado, dadas unas condiciones históricas –como por ejemplo las dadas en la Revolución Francesa–, se reconfiguran democráticamente. Y es que ante el entendimiento de la democracia, que también funciona a menudo como una ideología –en cuya difusión de nuevo los medios de comunicación son esenciales–, debemos siempre tener una constante precaución. Porque se puede producir, quizá como efecto de este contractualismo «de fondo», una suerte de falacia naturalista que lleve a considerar que si la democracia no es una forma de gobierno «originaria» es menos valiosa o menos digna. Esto, a nuestro juicio, no tiene sentido. Ni filosófica ni históricamente. Porque eso sería tanto como decir que las sociedades salvajes son más dignas o mejores que nuestras democracias actuales porque son más «originarias» o «naturales». Pero tampoco debemos pasarnos por exceso y considerar, como se viene haciendo desde hace mucho tiempo desde el fundamentalismo democrático[2], a la democracia como la situación culmen de la humanidad, como la forma de gobierno definitiva mediante la cual la humanidad ha alcanzado «el fin de la historia», como haría el politólogo Francis Fukuyama.
Estas advertencias deben hacerse precisamente por el peligro permanente de deslizamiento del entendimiento de la democracia desde una forma de gobierno a una ideología. Ideología que entonces comenzaría a funcionar como justificación de poder y que antes serviría para oscurecer los fenómenos políticos que para explicarlos. Lo cual, aun-que pueda resultar paradójico, puede llegar a ser más perjudicial para la propia democracia que un beneficio. Por eso es tan importante el ejercicio preciso de la filosofía, siempre tan vinculada al hacer político, porque la propia filosofía desde su origen está ligada a éste. De modo que «la conciencia filosófica surge […] cuando el desarrollo a cierto nivel de los pueblos plantea problemas de tal importancia que las decisiones a tomar –de tipo económico, político, &c.–, únicamente pueden ser asumidas con una disciplina filosófica. La alternativa que quedaba era ésta: o bien la auténtica disciplina o bien el escepticismo, el oportunismo, &c.; o también la mitología al servicio de una clase dominante»[3]. Una mitología que puede ser difundida a través de los medios de comunicación en nuestras democracias.
Pues bien, si hemos de reconocer, para una comprensión precisa de las democracias, que estas tienen un origen histórico determinado, ¿cuál podría ser este? A nuestro juicio, las formas democráticas actuales son un fenómeno político relativamente reciente. Es decir, aunque muy a menudo se mente la también muy idealizada en ocasiones democracia ateniense, creemos que para entender las formas democráticas actuales no podemos irnos tan lejos. Tampoco podemos fijarnos en algunas formas democráticas que podamos encontrar en la Edad Media, aunque sea posible reconocer que el sistema representativo moderno se articula a partir de la reconfiguración del sistema de representación estamental típico de ese momento –aunque esto sólo podamos decirlo una vez que se entienda lo que vamos a decir a continuación; y sin perjuicio de poder admitir que estar formas democráticas antiguas o anteriores puedan ser tomadas como antecedentes–. El origen de las democracias actuales habría que situarlo más bien en el siglo XVIII. Porque las democracias modernas están ligadas a la constitución de una categoría política nueva, a saber: las naciones políticas. No los Estados, por supuesto, que existen desde hace milenios. Tampoco nos referimos a las naciones históricas. No. Hablamos de las naciones políticas, que implican la soberanía nacional. Las democracias modernas surgirían entonces, según esto, a finales del siglo XVIII al calor de la Revolución Francesa, es decir, surgirían a partir de la reconfiguración realizada a partir del Estado del Antiguo Régimen.
Antes hemos visto que el poder político aparece tras una reconfiguración de gran envergadura del poder etológico, implicando muchas novedades políticas –de ahí también que rechacemos la teoría contractualista según la cual surge de un pacto o acuerdo; un acuerdo, además, que tiene un carácter político, el cual no puede darse antes de la propia existencia del Estado: sólo podría darse ese carácter político posteriormente–. De la misma manera, las democracias modernas sólo podrían haberse dado una vez que el desarrollo de las naciones políticas hubieran reconfigurado las formas políticas anteriores que, a partir de ese momento, comenzarán a llamarse Antiguo Régimen. Es entonces cuando, por poner el ejemplo español, se puede decir que España entre 1808 y 1812 se configura como una nación política que antes existía como imperio universal, pues es a partir de la Revolución Española, y la aprobación de la Constitución de Cádiz que reconoce la soberanía nacional, cuando se puede hablar de una libertad política general en todos los territorios españoles, sólo entonces se puede hablar de una sociedad con estructura democrática. Una sociedad libre de ciudadanos libres de las formas políticas previas.
Estas democracias que, como decimos, surgen entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, sufrirán múltiples cambios y convulsiones a lo largo del siglo XIX. Tenemos un buen ejemplo también en Francia, país en el que podemos asistir a diversos cambios de régimen en ese tiempo, en el que la monarquía se disputa constantemente el poder con la república democrática, llegando a casos como el del Imperio de Napoleón III o la Comuna de París. En el siglo XX las democracias occidentales también sufrirán catástrofes como las dos guerras mundiales, o las revoluciones antidemocráticas de la Alemania nazi, la Italia fascista y la Unión Soviética comunista. Pero tras el derrumbe de esta última entre 1989 y 1991, el fin de la Guerra Fría, la hegemonía mundial de Estados Unidos y el desarrollo de la globalización así como con la constitución de la Unión Europea, las democracias modernas han vivido su «época dorada». Lo que no podemos saber es si esta época dorada, tras la crisis planetaria provocada por la pandemia del Covid-19, podrá continuar o deberemos empezar a hablar de un declive de estas democracias.
Así pues, partimos de la situación de reconocimiento de que la democracia es una forma de gobierno, un sistema político que cuenta con múltiples variantes. Puesto que, al estar necesariamente ligadas a formas de sociedad política o de régimen anteriores desde las que se configuran, las distintas democracias tendrán características propias, sin perjuicio de su carácter democrático. Pero tampoco podemos dejar de reconocer que la democracia también funciona en nuestras sociedades europeas como un sistema de ideologías. ¿Y qué significa esto? Significa que en este aspecto la democracia estaría funcionando como un conjunto de ideas confusas, cuando no directamente erróneas, generando una situación de falsa conciencia que afectaría a todos los ciudadanos presos de estas ideologías democráticas. Esta situación es producida, por supuesto, dada la existencia de diferentes grupos en pugna por el poder político que, a través de estos conjuntos de ideas confusas, se disputan el apoyo (el voto) ciudadano. La democracia, pues, en tanto en cuanto se refiere a alguna realidad política concreta actual (la democracia española, la democracia inglesa, la democracia polaca…), nos lleva a una forma (o un tipo concreto de formas) política que se da entre otras formas políticas que puede adoptar una sociedad política para organizarse. Es decir, nos remite inmediatamente a una historicidad, al re-conocimiento de la democracia como un sistema político que aparece históricamente diferenciándose de otros (y contra los que tendrá que defenderse en caso necesario).
Y si insistimos tanto en este punto, a pesar de que para alguien pueda resultar tautológico o incluso trivial, es porque muy a menudo, a la hora de abordar la problemática de la idea de democracia, es un aspecto que se olvida o no se le da toda la importancia que tiene. Pues atender a este punto determinará nuestra comprensión de la democracia, y supondrá un recurso útil a la hora de no confundirnos con la democracia cuando esta adquiere un uso ideológico, o cuando se habla por ejemplo de «economía democrática», de «sentimientos democráticos», de «expresión democrática», de «protesta democrática», etc. Dando lugar a una gran confusión. Pero esta confusión, eso sí debemos reconocerlo, tiene un fulcro de verdad, un fundamento que está en la misma necesidad de concretar que venimos diciendo. Y es que la democracia, en cuanto realidad histórica y política, no es algo que flote por encima de nuestras cabezas ni en las nubes, la forma democrática no se da como forma separada –si se nos permite usar este lenguaje escolástico–, sino que se «encarna» siempre en unos materiales políticos a los que conforma, a los que da esa forma democrática. La forma democrática que adquiere una sociedad política, cuando esta se transforma en tal, está siempre vinculada a unos materiales antropológicos o sociales de una gran diversidad, como es normal en nuestras sociedades desarrolladas tan complejas. Es justo esto lo que podría dar lugar a estos deslizamientos ideológicos que nos empiezan a hacer perder el foco, pero a los cuales hemos de procurar mantener en sus quicios.
A su vez, esta diversidad de materiales antropológicos o sociales a los que la democracia vendría a conformar es lo que determina la variabilidad de las formas democráticas concretas, sin perjuicio de poder hablar de una «forma democrática» en un sentido más genérico. Así pues, podremos reconocer que, parafraseando a Aristóteles, la democracia se dice de muchas maneras. O dicho de otra manera, no tenemos por qué entender de la misma manera una democracia para una sociedad con un tamaño reducido en la que pueda darse una forma de democracia asamblearia o directa que otra sociedad de gran tamaño que requiera de una forma de democracia representativa mediante partidos políticos (como se da en los países miembros de la Unión Europea). También es posible especificar una democracia recurriendo a otros aspectos distintos al volumen demográfico, pero no menos importantes, y que determinan la forma concreta de tal o cual democracia. Por ejemplo cuando se habla de una democracia burguesa (cuyo ejemplo muchos dirían que es Estados Unidos) o de una democracia popular (cuyo ejemplo actual más típico, aunque esté en discusión, ahora no podemos entrar en ello, podría ser China). También se puede hablar de una democracia cristiana, de una democracia budista o de una democracia islámica; especificaciones estas que podemos comprender fácilmente que resultan necesaria-mente distintas al estar estructuradas a través de unas influencias doctrinales muy precisas y diferentes unas de las otras.
Con todo esto lo que queremos decir es que las democracias incluyen una gran multiplicidad de instituciones que las determinan, sin hacerlas menos democráticas, y que desde una concepción idealista o metafísica no se pueden suponer como meros «accidentes» respecto a la forma «esencial» o «verdadera» de la democracia. Es decir, no podemos presuponer una forma democrática esencialista a la que toda democracia «ha de tender» y considerar que todos aquellos aspectos que se alejan de esa concepción son «déficits democráticos» que hay que salvar o eliminar tarde o temprano. Antes al contrario, hay que reconocer las diferentes configuraciones democráticas dado el sustrato social e histórico en el que se han conformado y desde el que se han conformado. De ahí, por ejemplo, que del caso español el hecho de que sea una monarquía constitucional y parlamentaria y no, por ejemplo, una república, no podamos decir que es «menos democracia» que Francia, por poner un caso. Efectivamente, no es lo mismo una democracia coronada que una democracia republicana, pero no por ello necesariamente una es más democrática que la otra. Por tanto, cuando hablamos aquí de la forma democrática no debemos entender que estemos hablando, como se hace a menudo, de una «democracia formal». Porque esta expresión cae en esa metafísica que lo emborrona todo y que nos lleva a creer en la existencia de una «forma pura» de democracia, como condición sine qua non que toda democracia realmente existente debe cumplir. No podremos sino considerar a esta «forma pura» como un pseudoconcepto ya que no existen esas formas puras; las formas siempre se dan en y con respecto a unos contenidos materiales. Es decir, las formas no son sino el modo de estructurarse y determinarse mutuamente los materiales mismos, por lo que es imposible, si queremos tener una comprensión adecuada del asunto, separarlos. Podrán disociarse, pero nunca separarse. No existen, por tanto, democracias formales sino formas democráticas distintas, constituidas a partir de un material histórico, antropológico y so-cial muy preciso que muchos analistas y articulistas pasan por alto negligentemente, a nuestro juicio, en sus consideraciones.
Una vez dicho esto, creemos también que es importante dedicar unas líneas a la democracia en cuanto a su adjetivación, que es a partir de lo cual se produce lo que comentábamos más arriba: el paso de considerar a la democracia como una forma de sistema político a considerarla como una ideología, quizá de forma inevitable dado que reconocemos que no hay teoría sin praxis ni viceversa. Es decir, que todo rito va ligado siempre a mitos, y viceversa. Por más que mediante una reflexión de segundo grado podamos después, como aquí hacemos, diferenciar entre el rito y el mito y determinar si esos mitos que envuelven a los ritos son más o menos luminosos o más o menos oscuros. Así pues, el uso del adjetivo democrático (o democrática) con intención exaltativa o ponderativa conllevaría una idea formal de democracia. Una idea formalista que, como antes hemos dicho, se supone capaz de darse por sí misma, sin contar con los materiales, y separada de la materia política. La democracia como ideología es pues la idea formal –oscura y confusa– de democracia que actúa justificando por sí misma, exaltando o ponderando aquello a lo que se aplica. Esto lleva a extremos como hablar de «ciencia democrática» –lo cual recuerda a cuando se hablaba, por ejemplo, de ciencia soviética o comunista–, de «fútbol democrático», de «comida democrática» o de «gimnasia democrática»; es decir, lleva a hablar de instituciones y realidades que no tienen mucho que ver con la forma de gobierno (democrático) de una sociedad política, incluso que existían antes de esta, pero que en el momento en el que reciben ese adjetivo quedan impregnadas de una justificación, de una exaltación meliorativa o incluso de una sacralidad que puede tener una in-tención ideológica, pero que poco nos dice de la realidad o institución en concreto.
Las expresiones de este tipo deberemos considerarlas entonces, según lo dicho, como expresiones ideológicas que en realidad son expresiones vacuas. Son expresiones que por extensión metonímica –por denominación extrínseca, como dirían los escolásticos– del adjetivo democrático se aplican más allá de su campo propio, esto es, más allá de aquellos sustantivos incluidos en la categoría política. Por eso no hay ningún conflicto a la hora de hablar de Parlamento democrático, de presupuestos democráticos, de representación democrática o de campaña democrática, pero ya perdemos el pie cuando hablamos de «tarjetas bancarias democráticas», de «playas democráticas», de «coherencia democrática», de «animales de compañía democráticos» o de «cortes de pelo democráticos». Aún más, siquiera estaríamos autorizados a aplicar el adjetivo democrático a todas aquellas configuraciones, instituciones o realidades que tengan su origen en una sociedad política democrática o pertenezcan a esta. Porque no todo lo que existe en una sociedad democrática ni todo lo que se genera en ella tiene estructura política, es posible que sean políticamente neutras. Por ejemplo, la repoblación de un bosque tras un incendio, a pesar de que pueda darse en una sociedad democrática, poco o nada tiene que ver con la forma de gobierno de esa sociedad, y por tanto no podría hablarse de «repoblación democrática», ya que esa repoblación podría también ser necesaria bajo un sistema dictatorial.
Pero profundicemos más. Ni siquiera podemos aplicar el adjetivo de democrático a todo aquello que salga, por ejemplo, de un parlamento democrático, porque ¿qué pasaría si un parlamento democrático aprobase una reforma constitucional en la cual las elecciones pasaran de realizarse cada treinta años, o cuarenta, o cincuenta, en vez de cada cuatro o cada cinco? ¿Podríamos considerar esta reforma como democrática aunque haya salido de un Parlamento democrático? ¿Sería democrático que el Parlamento aprobase que la presidencia del Gobierno pasase a ser un cargo permanente, deslizándose hacia la forma dictatorial? ¿Sería democrático que un Parlamento aprobase unos presupuestos en los que se excluyera de ellos, por ejemplo, a los ancianos de esa democracia, o a toda actividad económica relacionada con la energía? ¿Sería democrática una resolución que implicase la disolución de una democracia para dar paso a un sistema aristocrático? ¿Llamaríamos democrática a una resolución del Parlamento europeo en la que se aprobase que, de forma inmediata, uno de los Estados miembro tiene el derecho de quedarse con toda la riqueza generada por los demás Estados, o de organizarla y repartirla a su conveniencia?
Como vemos con estos ejemplos, más o menos plausibles, si seguimos esta lógica ideológica sin control, sacando las cosas de su contexto, podemos llegar a tener que adjetivar como democráticas situaciones que, en realidad, pueden tener muy poco o nada de democráticas sólo por su origen y no por los contenidos. Y esto es así porque estos modos «desquiciados» de aplicar el adjetivo democrático, es decir, este abuso del adjetivo democrático como calificativo intencional y ponderativo –y por tanto, ideológico– en realidades sociales y culturales concretas insertas en las sociedades democráticas, implica una constante confusión entre el plano subjetivo, intencional (el plano que podríamos llamar de los finis operantis) y el plano objetivo, estructural (el plano que podríamos llamar de los finis operis). Una confusión constante entre el plano del mito y el plano del rito. Planos que, como antes hemos indicado, aunque no se puedan separar, aunque sí disociar, siempre hay que tener cuidado de no enmarañar, porque no siempre son convergentes. Pero tampoco hay que confundirlos. No todo lo que se da o produce en una sociedad democrática es, per se, democrático. Por eso existen, por ejemplo, los tribunales de garantías constitucionales, porque, como puede verse con los ejemplos arriba dichos, u otros de la misma línea, siempre es posible que los resultados producidos por las mayorías parlamentarias entren en conflicto con el sistema democrático de referencia, o que vayan en-caminados a su destrucción (por ejemplo, como pasa cuando un grupo nacionalista/secesionista en cuyo programa está implícito la destrucción del Estado democrático del que forma parte, resuelve unilateralmente en el Parlamento regional su declaración como re-pública independiente).
Decimos esto admitiendo, por supuesto, que a pesar de la existencia de estos tribunales de garantías constitucionales –de una Constitución democrática, por supuesto– no se puede garantizar de forma infalible el contenido democrático de lo aprobado. Puesto que en tanto en cuanto tribunal judicial no pueden ir más allá de garantizar la coherencia que pueda darse entre los productos del sistema democrático en cuestión y los principios democráticos de los que parte; principios fijados, en su grado máximo, en su Constitución. Esto, por cierto, nos da pie a mostrar cómo, por ejemplo, carece de sentido calificar a la coherencia del sistema democrático con sus principios democráticos a su vez como «democrática». Porque una aristocracia también puede ser perfectamente coherente con sus principios, y ha de hacerlo si quiere mantenerse como aristocrática. Y lo mismo en el caso de una tiranía, una monarquía absoluta, una plutocracia, una teocracia, etc. En definitiva, del hecho de que una resolución haya sido aprobada por mayoría parlamentaria, o por un referéndum democrático, no podemos deducir que el contenido de la resolución pueda ser democrático. De nuevo, no podemos olvidar que la forma y la materia no pueden separarse. De ahí que la coherencia con los principios democráticos no garantice el carácter democrático de toda resolución, porque no es (sólo) por el origen de la resolución parlamentaria (o de lo que se trate, aquí simplemente seguimos con el ejemplo) por lo que esta puede ser calificada de democrática, sino que será democrática o no (también) en función de sus contenidos o sus efectos. O dicho de otra forma, en estos casos no debemos fijarnos tanto en las causas, aunque no se puedan pasar por alto, como en los efectos. Cuando decimos, en fin, que la democracia como sistema político no es una ideología, o más bien que no es ni debe ser sólo una ideología (como se entiende comúnmente), lo que decimos es que la democracia es una categoría que tiene una entidad propia que se inserta en el campo político. Y ello sin perjuicio de reconocer que las democracias concretas, las distintas formas democráticas realmente existentes, por su entidad política y su propia estructura, que implica diversos grupos de poder en pugna, están siempre acompañadas de una o varias nebulosas ideológicas desde las cuales suelen ser entendidas, perdiendo de vista en consecuencia su concreción categorial, institucional e histórica. Lo cual no deja de ser muy importante para poder entender de qué modo pueda darse la mediocracia, ya que si esta se da principalmente en nuestras sociedades democráticas, es capital poder entender a las democracias en sus justos quicios.
Unos justos quicios que, resumiendo, sólo podemos establecer si distinguimos, sin separarlos, tanto los momentos práctico-institucionales de las democracias como sus momentos ideológicos. Los cuales se podrán conectar y relacionar mediante yuxtaposición, mediante fusión, mediante reducción –directa o inversa– o mediante conjugación. Si distinguimos una democracia ideal o pura –que ya hemos dicho que es imposible, pero que es necesario tener en cuenta en tanto en cuanto que muchos estudios de las democracias y los medios de comunicación se hacen desde esa idea– y una democracia concreta, real-mente existente. Si distinguimos entre democracia formal –la forma de la democracia– y democracia material –los contenidos de esa forma democrática–. Si distinguimos entre democracia en un sentido genérico o procedimental –es decir, democracia entendida simplemente como un procedimiento para la toma de decisiones basado en el voto y en la regla de las mayorías; una forma algo simple pero muy habitual de entender la democracia– y la democracia en sentido específico –es decir, la democracia en cuanto forma de una sociedad política, lo que ya nos obliga de nuevo a distinguir entre una forma y una materia política–. Si hacemos estas distinciones, en fin, podemos cerciorarnos de la necesidad de precisión en todo este asunto, y evitaremos los análisis de brocha gorda. Con todas estas distinciones, aunque ahora no las desarrollemos, ya se puede ver la tremenda complejidad del asunto, pero también se puede añadir algo de claridad, que es de lo que se trata. Pues si cruzamos algunas de estas distinciones podemos obtener una clasificación de los fenómenos democráticos –entre los cuales se da la mediocracia–, pudiendo así hablar de las democracias realmente existentes en cuanto a sus componentes formales o sus componentes materiales. O podríamos ver si tiene sentido hablar de los componentes materiales de una democracia ideal, etc. En definitiva, podemos distinguir distintos tipos de democracias ideales y distintos tipos de democracias realmente existentes en función de sus componentes formales y sus componentes materiales. Y podemos comprender mucho mejor que hablar de democracia sin definir, suponiendo que todos sabemos a qué nos referimos, es un error, pues esto nos lleva a una simplicidad que nos hace perder de vista la diversidad de democracias existentes, de las complejidades tan grandes que estas guardan en su seno y nos impide comprender los fenómenos políticos a los que nos enfrentamos y actuar en consecuencia.
[1] Silvia Pellegrini, «Medios de comunicación, poder político y democracia», Cuadernos de información, Nº 8, 1993, pág. 1.
[2] Al respecto recomendamos consultar el ensayo de Gustavo Bueno El Fundamentalismo democrático, Ed. Temas de Hoy, Madrid, 2010, 416 págs.
[3] Gustavo Bueno Martínez, en Cara a cara con Gustavo Bueno, entrevista en Asturias Semanal, Oviedo, 21 de marzo de 1970. Disponible en: https://filosofia.org/hem/197/9700321a.htm