Mediocracia: poder político, democracia y medios de comunicación (2)

Mediocracia: poder político, democracia y medios de comunicación (2). Emmanuel Martínez Alcocer

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EL PODER POLÍTICO

Como decimos, a la hora de abordar las conexiones y, por tanto, también las relaciones entre los llamados medios de comunicación y el poder político hemos de tener claro, al menos con un mínimo de rigor, de qué estamos hablando cuando hablamos de poder político y de medios de comunicación.

A la hora de entender el poder político, a su vez, lo primero que debemos saber es a qué nos referimos con poder, para después adjetivarlo como político. Y esto puede parecer un asunto baladí o que es irse demasiado lejos, por las ramas, incluso hay quien dirá que es algo evidente y que todo el mundo entiende a qué se refiere cuando dice poder político. Pero ni mucho menos, porque, como acabamos de ver con el ejemplo utilizado más arriba, un Ministro nada más y nada menos, en cuanto se empieza a especificar un tanto qué se entiende por tal poder y sus relaciones con la mediocracia surgen las diferencias, las matizaciones, los problemas, los embrollos…

Así pues, el concepto de poder político ha de construirse, como decimos, a partir del concepto genérico de poder. Un concepto genérico éste que se desarrolla desde el campo de la zoología y de la etología (por ejemplo, a través de la fuerza física). Aquí nos encontramos en una situación en la que un sujeto (o un grupo de sujetos) tiene la capacidad de influir en la conducta de otros sujetos, ya sea de su misma especie o de otras especies. Ya sea por la acción directa, como en una agresión, ya sea por la simple amenaza en una exhibición de fuerza o de atributos físicos. Y no, al decir esto no nos estamos alejando de la cuestión, pues debemos decir que este punto es de gran importancia dado que el poder político, su características específicas (como la autoridad) que ahora diremos, no implican la desaparición de ni entran en conflicto con las características genéricas del poder –una generalidad esta que también nos permite entender mejor las conexiones y relaciones con los medios de comunicación que puedan derivar en la mediocracia–. Suponen una reconfiguración específica de este poder genérico, pero no su desaparición.

No hay conflicto, pues, entre el poder en un sentido genérico y el poder político en específico; la cuestión es encontrar algún criterio claro que permita diferenciarlos. En ocasiones, sobre todo en nuestras democracias europeas, podemos escuchar y leer en las redes sociales e incluso en los propios medios de comunicación que, frente a la violencia o la fuerza que implica el poder zoológico y etológico –con el que se identifica en ocasiones a las llamadas derechas, otras veces a la inversa–, el poder político respeta la con-ciencia o la libertad de cada uno; sería un poder que busca el diálogo, la argumentación o el consenso. Pero contra esto se podría argumentar que desde el poder político tampoco se estaría respetando la inteligencia y libertad de los votantes cuando se les intenta con-vencer, es decir, cuando se intenta captar su voto, a partir de argumentos falaces, de mentiras, falsas promesas o desinformaciones. En todo lo cual los medios de comunicación y las redes sociales, sea por error o por interés, juegan hoy un papel crucial.

Creemos, por tanto, que la diferencia básica entre el poder en un sentido genérico y el poder político es una diferencia de escala. El poder político, en tanto en cuanto involucra al Estado, implicaría siempre una larga duración, lo cual hace inviable que todos y cada uno de los ciudadanos de un Estado, o de Europa en general, sean obligados constantemente a cumplir las normas y leyes mediante la fuerza física. Si esto fuera así llegaríamos al absurdo de tener que decir que ha de haber casi tantos policías como ciudadanos que vigilen constantemente a cada uno de estos. De modo que, en lo que respecta al poder político, si cada ciudadano sigue las normas sociales y las leyes del Estado es porque en su comportamiento normal se pliega a la autoridad del Estado, sin necesidad de que éste emplee la fuerza, pero también sin negar que pueda o deba de usarla en algunos casos (multas, cárcel, ejecución…). Es por esto último que hablábamos antes sobre la conexión y relación entre el poder en un sentido genérico y el poder político, porque el poder político no es reductible a la fuerza o a la potencia física, pero tampoco puede darse sin ella. Es conocida la frase de Ortega y Gasset según la cual mandar no es empujar, pero habría que añadir también, en función de lo que estamos comentando, que siendo eso cierto también es cierto que tampoco es posible ese mando si no se dispone también de la capacidad de «empujar» cuando sea necesario. Cosa que han de saber los ciudadanos que se pliegan a la autoridad que manda. Por tanto, se daría un poder en el que quien manda lo hace por su fuerza física o, en los casos más sofisticados, por la exhibición de esa fuerza (el macho de la manada, por ejemplo) y un poder, el político, en el que quien manda (el Estado) lo hace porque tiene una potencia física para hacerlo, los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, pero no sólo por ello. Puede mandar también mediante promesas, mediante el reparto de tierras y/o riquezas, por amenazas, mediante acuerdos, por el común interés moral o ético, o mediante la difusión discursos, doctrinas e ideologías que convenzan a los ciudadanos de seguir los mandatos. En lo cual, de nuevo, el papel de los medios de comunicación es destacable.

Pero profundicemos un poco más, porque lo dicho puede llevar a creer que el poder político es una mera especificación del poder etológico. Sin embargo, como ya indicamos, no se trata de derivar las características del poder político a partir del poder etológico, sino que se trata de, una vez dado el poder político –nuestras reflexiones siempre parten del presente, del mundo en marcha–, regresar a sus componentes genéricos y ver cómo estos se han transformado para dar lugar a sus componentes específicos[1].

Hemos dicho que en el poder genérico, zoológico o etológico, se produce cuando un sujeto o un grupo de sujetos es capaz de modificar a través del poder físico exhibido o ejercitado la conducta de otros sujetos, sean de su especie o no. Esos otros sujetos a dominar han de estar por tanto a distancia, una distancia que ha de poder eliminarse o salvarse dado que en último término estamos hablando de un dominio físico. Es decir, una distancia que no puede ir más allá de las capacidades organolépticas y perceptivas de los sujetos dominadores y dominados. Pero aunque algo de esto hay en el poder político, y no puede no haberlo, cuando hablamos de éste, la durabilidad que supone, las grandes extensiones y la gran complejidad de relaciones entre individuos o ciudadanos que implica hace imposible que el control y el poder se pueda ejercer de la misma manera. Las distancias ahora son mucho más difíciles de salvar. A su vez, no podemos perder de vista que otra de las cosas que implica el poder político es que éste se ejercita siempre finalísticamente en un contexto de planes y programas, los cuales están orientados al fin principal de la política: el buen orden y fortaleza del Estado (y por tanto de sus ciudadanos). Lo cual también puede verse en organismos supranacionales como la Unión Europea, que también necesita desarrollar planes y programas en los que intentar coordinar a los diferentes Estados miembros para la buena marcha y perdurabilidad de la misma.

Hablamos de planes y programas, y no sólo de planes o sólo de programas, porque creemos necesario ser lo más precisos posibles y distinguir entre los fines (prolepsis) políticos al menos dos vertientes. Por un lado entendemos que los planes se refieren a los fines de personas referidas a otras personas, las cuales muy posiblemente tengan sus planes propios (esto es muy importante para entender las cadenas de mando que implica el poder político, como ahora aclararemos). Respecto a los planes, a su vez se puede distinguir según afecten a los sujetos en cuanto términos a quo del plan (entonces podremos hablar de fines, en cuanto fines subjetivos, de planes subjetivos) o en cuanto afecten a los sujetos en cuanto términos ad quem, teniendo que contar necesariamente con otros sujetos (y entonces hablaríamos de planes objetivos, serían los planes por antonomasia y así los vamos a entender aquí cuando nos refirmaos a ellos). También, según su extensión podríamos hablar de planes universales (como los que lleva a cabo un imperio, o como los que puede desarrollar la Unión Europea cuando, por ejemplo, pretende universalizar la comercialización de alguna tecnología o algún otro producto producido en su seno) o podríamos hablar de planes regionales.

Respecto a los programas, nos referimos a ellos cuando hablamos de aquellos fines o prolepsis de personas pero esta vez referidos a términos impersonales; los programas sólo pueden ir referidos a otros sujetos personales en el caso más extremo, cuando las personas son tratadas como términos impersonales, como sucede en los casos de esclavitud. Y si en los planes distinguíamos entre universales y regionales, respecto a los pro-gramas distinguiremos entre programas genéricos (como por ejemplo un programa de industrialización nacional) y programas específicos (como por ejemplo un programa de trasvase de un río).

Estas distinciones, como se habrá adivinado, dadas las constantes necesidades de las sociedades políticas, se cruzarán dando lugar a distintas combinaciones de planes y programas.

Pues bien, la necesidad de estos planes y programas políticos –cuya manifestación más típica, a pesar de que todo Estado deba tenerlos, quizá sean los planes quinquenales soviéticos o los actuales chinos– nos lleva a otra característica específica del poder político muy importante: la palabra. El lenguaje o la palabra como instrumento esencial y como elemento indisociable del poder político –con esta característica también se podrá adivinar la importancia que pueden adquirir hoy los medios de comunicación–. Y no decimos esto sólo porque por medio de la palabra debidamente difundida se pueda incorporar a los ciudadanos (total o parcialmente) a esos planes y programas, es decir, no sólo la entendemos como un método de persuasión o convencimiento –que no dejamos de reconocer, de ahí que la palabra pueda tener tanta fuerza de obligar como la fuerza física–, sino también y sobre todo porque sólo por medio de la palabra una parte del cuerpo político (el Gobierno) puede proponer y explicar a las otras partes los planes y programas que determinarán el curso de la sociedad política de la que todos forman parte. Sólo mediante la palabra es posible salvar esas distancias tan grandes que no se dan en el contexto del poder etológico –y de ahí también la gran importancia que tienen los lenguajes nacionales, siendo todo ataque a los mismos un ataque a la estabilidad y unidad de la nación política en cuestión–.

De modo que, según todo lo dicho, la transformación que puede observarse de un poder a otro implica al menos dos cosas: en primer lugar, que cada ciudadano que ha de participar en el proceso político, ya sea como gobernante o como gobernado, cuente con un desarrollo cerebral o intelectual que le capacite para el ejercicio de una conducta lingüística que le permita insertar su actividad en la finalidad objetiva de esos planes y programas. Y, a su vez, que le permita, dada la perdurabilidad que hemos dicho que también caracteriza al poder político, engranar su conducta con la de otros sujetos, incluidos los sujetos que le han precedido, de los cuales ha de poder aprender, y con la de sujetos que le sucederán. Esto es algo imposible de ver en un contexto zoológico o etológico.

En segundo lugar, esta transformación que supone el poder político lleva a la necesaria mediación de multitud de sujetos para que los fines que se establecen en los planes y programas se puedan cumplir. Requiere de una compleja y constante colaboración, que sólo sería coordinable mediante el lenguaje, por eso tampoco lo podríamos ver en un contexto etológico. Y es que esta segunda consecuencia es de gran importancia, porque con esto no estamos queriendo decir sino que el poder político es el ejercicio de un poder de unos sujetos sobre otros sujetos que también han de tener poder (al menos en alguna medida, si no sería imposible su participación en los planes y programas). Pero en estas cadenas de poderes que implica la autoridad del poder político no podemos admitir un proceso hasta el infinito, por ello hemos de postular la tendencia de este poder político a cerrarse o concatenarse circularmente, teniendo siempre como marco, centro y objetivo la finalidad política: el buen orden y fortaleza del Estado. Una característica que no tiene nada de raro si tenemos en cuenta lo que ya hemos comentado, a saber: la gran cantidad de sujetos que conforman la sociedad política. Y es que si en una banda animal el macho dominante, por poner un ejemplo fácil, tiene la capacidad de influir y controlar a los de-más miembros, en una sociedad política esta situación es inasumible. La cantidad de su-jetos que median en las acciones políticas, y la diversidad y complejidad de conexiones y relaciones que esto implica, lleva a la necesidad de las cadenas de mando. Las cuales son imposibles, recalcamos de nuevo, sin la palabra, tanto oral como escrita.

Es ahora cuando podemos entender mejor, avanzando un paso más, en aquello que decía Ortega y Gasset de que mandar no es empujar. Porque el poder político implica, constituye y se funda en una estructura de poder a nivel etológico. Al fin y al cabo los seres humanos somos animales. Pero si bien esto es necesario no es suficiente, porque el poder político desborda esta estructura genérica inicial dando lugar, por desarrollos históricos muy precisos, a una especificación nueva tal y como hemos explicado. Mandar en política no es empujar, efectivamente, pero si no lo es, es porque se han configurado, coordinado y concatenado diferentes relaciones de poder con una disposición nueva.

Quien esté imbuido de la primacía de «lo natural» dirá que todo este entramado político es artificioso, y tendrá razón. Pero no porque sea algo «inauténtico» y rechazable, sino porque es una transformación muy profunda desde un contexto zoológico y etológico previo. Por eso el poder político (y por tanto el Estado) tampoco es algo aleatorio o gratuito, sino un poder surgido en un momento determinado cuando las conexiones y relaciones han alcanzado tal nivel de complejidad que han dado lugar a esta nueva configuración de poder. El Estado, culmen de la sociedad política, es artificial, pero con una fuerza tal que desde hace milenios configura y coordina las vidas de miles de millones de seres humanos.

Continúa…


[1] Como indicaba muy a menudo Gustavo Bueno Martínez: «A partir de una institución dada es preciso regresar hasta el punto de hacer ver cómo los temas y la preocupación esencial de dicha institución están realmente comprometidos con todos los grandes problemas del presente» (en Cara a cara con Gustavo Bueno, entrevista en Asturias Semanal, Oviedo, 21 de marzo de 1970. Disponible en: https://filoso-fia.org/hem/197/9700321a.htm), y ese es precisamente el objetivo de todos los desarrollos que aquí vamos a ofrecer, por más prolijos que puedan llegar a parecer, pero si no hacemos esto no haríamos filosofía.

 

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