¿Qué tendrá el precariado? Los quejidos se escapan de su ligero espíritu y su boca de fresa. Dicen que les están gentrificando las ciudades, que los alquileres están por las nubes y los precios en general disparatados; Lavapiés ya no es el paraíso del top manta, el tráfico hormiga de estupefacientes y los carteristas, se ha convertido en lugar de residencia y descanso para turistas más o menos pudientes, hipsters de buena familia y escorts de lujo; las aerolíneas van a cobrarles por el equipaje de mano y algunas empiezan a plantearse el famoso asiento casi-de-pie, para que quepan el doble de precarizados en sus excursiones de fin de semana a Londres, Roma o Bruselas. El precariado está jodido, los barrios se les llenan de viajeros de todas las nacionalidades, las tiendas de los chinos cierran por culpa de Temu y Alí Expréss, el acceso al funcionariado se complica porque ya no cabe más gente bajo los techos del Estado y, encima, las plazas de pre-escolar en guarderías están ocupadas por hijos de inmigrantes. Para colmo, el iPhone 16/Pro/Max ha salido con un coste de mercado prohibitivo. Un sinvivir.
El precariado es constante, no por virtud de perseverancia sino por falta de imaginación: insisten una y otra vez en todos sus errores y sus tics de gente perdida y creen que el mundo está empeñado en no cambiar sólo por fastidiarles, si bien la realidad es que ellos ni se adaptan ni van a adaptarse nunca. Son como Sísifo en versión «La que se avecina», reproducen una y otra vez la misma queja, el mismo método, la misma alternativa, y esperan resultados distintos porque son incapaces de ver el inmenso fallo de sus convicciones, es decir: no se sospechan a sí mismos. Tal como decía Ortega y Gasset de los imbéciles: son vitalicios.
La última de sus ocurrencias: manifestarse devotamente «contra la gentrificación de nuestras ciudades» y contra el turismo masivo. La más llamativa de estas movilizaciones tuvo lugar hace un par de semanas en Tenerife, donde según los convocantes se congregaron más de quince mil personas. No se extrañen: los precarizados son muchos y la mayoría no tienen trabajo estable ni cosa mejor que hacer que salir a la calle, en todo caso pillar un vuelo barato con destino molón.
Cierto, Canarias en general y Tenerife en particular tienen muchos problemas: un paro rampante, niveles de pobreza cercanos al tercer mundo, fracaso escolar hasta donde quiera contarse, marginalidad, infravivienda, asentamiento de mafias del narcotráfico… por no mencionar el caos social y el gasto económico que produce la inmigración ilegal descontrolada. El motor de la economía canaria es el turismo —no vayamos a descubrir nada nuevo—, aunque según ellos, los precarizados discontinuos, al mismo tiempo es el principal problema de la isla, entre otros motivos porque «degrada» el delicado ecosistema del entorno. O sea, a los que llegan en avión, con pasaporte en regla y la tarjeta de pago dispuesta, objeciones a gritos en la calle; a los que llegan en patera, Cruz Roja; y al gobierno que mantiene esta situación y se niega a cumplir el mandato del Tribunal Supremo sobre la atención a menores no acompañados, cargando el muerto a los demás como siempre, masaje y voto PSOE-Coalición Canaria. Todos los precarizados son raros, pero los del archipiélago llevan nota alta.
Son raros de verdad. Cansados de coger aviones hacia las cuatro esquinas del mundo, de turistear en Viena, en Praga y en Venecia, de comportarse en los embarques aeropuertarios como divas de la ópera, de follar en la playa y consumir farlopa cual si se repartiera en paquetes de gusanitos, se ponen a la faena y protestan pintureros contra «la invasión» turística. Son así, quieren ser turistas en todas partes pero que los turistas no les molesten a ellos en su casa; quieren socialismo pero sin doblar el lomo, sólo a las maduras; quieren libertad pero que la libertad de los demás no disturbe su pretensión de indiscutibles; quieren que los ricos paguen muchos impuestos y al mismo tiempo que desaparezcan, y quieren vivir del Estado sin que se les obligue a ellos a pagar demasiados impuestos. Es la ley del precariado: para mí, sí; para los demás, depende y, si es posible, no.
Sin trabajo que cabalmente los mantenga, con salarios de vergüenza, sin apenas medios, llenos de deudas, ninguneados por quienes algo poseen, desdeñados por los políticos que dicen representarles, continúan empecinados en su sueño pueril de una sociedad bondadosa en la que imperen la justicia, el feminismo yeyé y las drogas recreativas. Sin presente y sin futuro, con un ayer del que lo ignoran casi todo, sin identidad ni ganas de tenerla, sin más ambiciones en la vida que el vaso medio lleno, desconocen completamente su verdadero papel en este mundo, en este momento vil de la historia que vivimos: son la masa social necesaria para la hegemonía absoluta de las élites, las que les dan fango y les dicen que es chapado en oro, las mismas que les mean en la cara y les dicen que llueve. Y ellos que se lo creen. A fin de cuentas, ¿qué es un precarizado sino un progre consecuente? Ambos lo son, por lo general reunidos en la misma persona: el buen súbdito que espera paciente la justicia y la prosperidad y aguanta de buen grado el largo desierto porque de vez en cuando hay un oasis low–cost y, además, al menos, no gobierna la derecha. Pobres.