Envejecimiento y Era Post Covid

Envejecimiento y Era Post Covid. Carmen Meléndez Arias

El envejecimiento progresivo de la población es un proceso que desde hace tiempo afecta sobre todo a las sociedades avanzadas. Esta realidad no es un problema, todo lo contrario es un éxito de la humanidad, disfrutar de la esperanza de vida más larga de la historia y con unas condiciones tan optimas como las actuales.

A este tenor la previsión demográfica del siglo XXI presenta unas características muy especiales, por un lado los avances de la ciencia y la medicina hacen posible superar deficiencias y enfermedades en el pasado mortales de necesidad que, con un diagnóstico y tratamiento adecuado incorporan al paciente a la vida normal en plenitud y sin secuelas o con alguna dificultad resuelta con los apoyos oportunos.

Correlativamente el efecto inmediato del incremento de personas mayores de sesenta y cinco años, es la mayor frecuencia de enfermedades degenerativas asociadas a la edad avanzada, y en el caso de las personas con discapacidad un agravamiento de las deficiencias que son su causa, determinando la aparición de  situaciones de dependencia que requieren cuidados específicos.

La familia en relación con el pasado ha experimentado una reducción considerable en el número de sus miembros, propiciando que los posibles candidatos a cuidadores de la persona dependiente o necesitada de apoyos sea cada vez menor, y en el mejor de los casos con una dedicación limitada, acentuada por la incorporación masiva de la mujer al mundo laboral que, en tiempos pasados fue la encargada de la atención a las personas vulnerables en el ámbito doméstico.

Una  sociedad envejecida nos sitúa ante una realidad difícilmente reversible en un corto y medio plazo que, implica una reorganización en todos los ámbitos. Es preciso tomar conciencia de esta realidad y de la probabilidad cierta de que en el futuro ira en aumento las personas que, necesitarán apoyos más o menos intensos.

La Constitución de 1978 en el artículo 1 define el Estado en primer lugar como social, implicando la intervención de los poderes públicos en las acciones de previsión y atención de las personas vulnerables, con el fin de garantizar el acceso universal a los servicios necesarios independientemente del nivel socioeconómico del afectado.

En consecuencia, en los artículos 39, 49 y 50, Capítulo Tercero del Título Primero, Principios Rectores de la Política Social y Económica se recoge el mandato constitucional directo y efectivo que compromete a los poderes públicos en la protección de la familia, personas con discapacidad y mayores. 

Como desarrollo de los citados preceptos se sucedieron las leyes de reorganización de la discapacidad, reforma de la tutela, protección patrimonial de las personas con discapacidad, autonomía del paciente etcétera, estructurando un sistema de apoyos fundamentado en los principios de igualdad y no discriminación y promoción de la autonomía personal.

Precisamente en este último aspecto se introducen en el Derecho Civil, las figuras de Derecho Preventivo, como la designación preventiva de tutor para uno mismo o autotutela, el apoderamiento preventivo, o el patrimonio protegido que, permiten el diseño del cuidado personal y administración de los bienes para el supuesto de pérdida de facultades en el futuro. 

La más mediática, sin duda fue en su momento, la Ley de Dependencia de 14 de diciembre de 2006, que como su Exposición de Motivos afirma su objetivo es  “atender las necesidades de aquellas personas que, por encontrarse en situación de especial vulnerabilidad, requieren apoyos para desarrollar las actividades esenciales de la vida diaria, alcanzar una mayor autonomía personal y ejercer plenamente sus derechos de ciudadanía

Todos sabemos que el sistema de dependencia nació sin la financiación suficiente para atender todas las prestaciones y servicios prometidos, que su aplicación en algunos casos ha llegado tarde o fue insuficiente, siendo el territorio de residencia uno de los factores determinantes para la celeridad o dilación del reconocimiento administrativo de dicha situación, aplicación efectiva de apoyos y ayudas, incluso del contenido del catálogo de servicios disponibles.

No obstante, en algunos supuestos si ha constituido un instrumento eficaz para alargar la vida autónoma, evitando o retrasando la institucionalización, y respecto a los cuidadores les ha facilitado conciliar su vida personal y profesional con la atención al familiar dependiente[1].

Llegamos a 2020 el “annus horribilis” que, pasará a la historia como el de la crisis sanitaria del covid 19 que, paralizó el mundo y cambió muchas  certidumbres que creíamos permanentes e inamovibles.

Con gran estupor contemplamos como la ciencia y la medicina de nuestra sociedad avanzada a la que considerábamos a salvo de todo mal, no era capaz de evitar la propagación de un virus. Hemos superado el primer trimestre de 2021 en plena lucha con todo el empeño en frenar la transmisión de la enfermedad y procurar la curación de los casos diagnosticados.

Las personas mayores son los más afectados con el más alto porcentaje de fallecimientos, agravado por las circunstancias que los ha rodeado, aislamiento y soledad tanto en residencias como en domicilios particulares, sin la atención que la dignidad de todo ser humano merece, en muchos casos con la negativa expresa de ingreso hospitalario, aplicación del tratamiento oportuno incluso de los cuidados y el afecto que podían aliviarlos[2]. Después de un año, los mayores institucionalizados siguen recluidos sin recibir visitas de sus familiares, y los que permanecen en su casa viven con el temor del contagio y sufriendo el rechazo cuando salen a la calle al haber sido señalados como grupo de riesgo, portadores y transmisores en potencia.

Si algo hemos aprendido los juristas de la crisis del covid 19 es que, el cambio de prioridades en favor de la salud, tiene como efecto inmediato la limitación sin precedentes de los Derechos Fundamentales que, en cualquier otra circunstancia habría sido inconcebible e inaceptable, pero que en la actualidad se ha consumado con el silencio e indiferencia de una sociedad atemorizada.

Comenzamos por un estado de alarma con cierto control parlamentario, que impuso la limitación de movilidad y la imposibilidad de trabajar a aquellos cuyas ocupaciones no se consideraron como esenciales. Nos aseguraron el fin de la epidemia, pero en el mes de octubre se retomó un segundo estado de alarma por seis meses sin ninguna medida de vigilancia, ignorando el artículo 116 de la Constitución que preceptúa que la excepcionalidad que vivimos por segunda vez en menos de un año y por seis meses consecutivos “será declarado por el gobierno mediante decreto acordado en consejo de ministros por un plazo máximo de quince días, dando cuenta al Congreso de los Diputados, reunido inmediatamente al efecto y sin cuya autorización no podrá ser prorrogado dicho plazo”.

Esta situación se ha aprovechado para la tramitación y aprobación de leyes de gran trascendencia sin el debate oportuno. La sociedad se halla inmersa en la lucha contra el covid sin detenerse en su mayoría a reflexionar sobre lo que está pasando y sus consecuencias.

Una de ellas es la de eutanasia y auxilio al suicidio, de efectos demoledores y letales, que nos asoma a la peligrosa pendiente de la cultura de la muerte y del descarte, de la que ha alertado en varias ocasiones el Papa Francisco, legitimando que la vida de una persona tiene valor si es productiva, en cambio sí está marcada por la vulnerabilidad debe ser eliminada.

Si esta idea es aceptada socialmente los mayores, personas con discapacidad y cualquiera que independientemente de su edad sufra una enfermedad incurable o terminal, serán consideradas una carga justificando y alentando su desaparición. 

En el ámbito económico significará la paralización de la financiación de apoyos abandonando a su suerte a los afectados y sus familias, y en el plano científico el sometimiento de la investigación y comercialización de tratamientos y medicamentos a la rentabilidad que pueda obtenerse que, en el caso de enfermedades crónicas o terminales siempre se decidirá bajo la espada de Damocles de la imposibilidad de la curación total, reconduciendo por desesperación a lo que llaman “muerte digna” y no es más que, descarte de población vulnerable.

El envejecimiento proceso inherente a la vida misma, será una situación exitosa mientras esté acompañado de salud y plenitud de facultades, y cuando el inexorable paso del tiempo cause el inevitable declive, será causa legitima para poner fin a la vida. 

El resultado será el vuelco de los valores y principios que han fundamentado nuestro Derecho y nuestra sociedad. El “deber general de respeto a la persona”, reflexión del Profesor Federico de Castro que, constituye el compendio del sentir del Derecho español a lo largo de la historia, es decir, la tradición mantenida permanentemente a lo largo de los siglos quiebra en su esencia dando lugar a una etapa sombría, que comenzó con el espectáculo bochornoso de la mayoría de los diputados aplaudiendo la aprobación de la ley de muerte a la carta.

La persona es la razón de ser del Derecho, y ese significado institucional deriva de su Dignidad que, la Constitución de 1978 siguiendo la tradición refleja en al artículo 10/1 como valor supremo, de principio de principios que significa el respeto a uno mismo y a los demás.

El Tribunal Constitucional distingue dos aspectos de la Dignidad, uno identificado con la integridad física, es decir, el derecho a la vida, y el segundo con los Derechos Fundamentales como instrumentos imprescindibles del desarrollo de la personalidad y que en el asunto que nos ocupa se centra en la igualdad del articulo 14 en su concepción de principio como posición efectiva de todos ante la ley, y como no discriminación que fundamenta la protección de las situaciones de vulnerabilidad. Estamos hablando derechos inherentes a la persona que el Derecho reconoce no otorga.

El análisis y la reflexión desde esos principios supremos, han de ser los criterios que guíen la superación de los efectos de la crisis del covid, propiciando el bien común y no los intereses espurios de aquellos que por negocio quieren imponer la cultura de la muerte.  


[1]Para un conocimiento básico, “Jubilación y amparo sociojuridico de las personas mayores”, Gerardo Hernández Rodríguez Mª del Carmen Meléndez Arias, Universidad Pontificia de Comillas (2017), ISBN:978-84-8468-704-7

[2]“Residencias de Mayores y Covid 19”, Gerardo Hernández Rodríguez, Mª del Carmen Meléndez Arias, Revista Cuadernos de Encuentro 142, Otoño 2020, págs. 24-33.

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