Pensamiento racial del capitalismo
Poco se entenderá de nuestra era si no se asume que es la era del capitalismo absoluto, la del capitalismo como hecho social total. El capitalismo absoluto es el capitalismo salido de sus goznes, sin rivales ni contrapoderes, en un mundo convertido en espacio liso, horizontalizado por la Técnica y por el reino del Capital. El capitalismo remodela a su conveniencia todas las dimensiones de la existencia humana, y alberga un designo propio – un pensamiento – sobre cada una de ellas. También sobre la raza.
Lo que llamamos “raza” es un factor de base biológica que se corresponde con realidades sociales que, a su vez, conforman categorías políticas. El capitalismo absoluto niega los factores biológicos que le estorban, rompe el vínculo con las formas sociales que le preceden y arruina las categorías políticas que le resultan incompatibles. Para, a continuación, crear otras nuevas. El retorno intempestivo de la raza marca un tiempo de ajuste, el ajuste de la categoría “raza” a las necesidades del capitalismo absoluto.
Criticar el “capitalismo” tiene mala prensa. Se trata de una crítica demasiado sobada por la extrema izquierda, y eso resta credibilidad. Conviene por ello hacer una aclaración. “Capitalismo” no equivale en estas líneas a “libre mercado”, ni a “libre iniciativa”, ni a “propiedad privada”. De hecho, la propiedad privada, la libre iniciativa y la libertad en general se encuentran cada vez más limitadas por las condiciones reales impuestas por el régimen del capitalismo absoluto.
¿En qué consiste el pensamiento racial del capitalismo?
Un truco de prestidigitación
El régimen del capitalismo absoluto cabalga sobre la ruptura del viejo “contrato social” del liberalismo. El nuevo capitalismo se nutre de una reorganización estructural de los modos de producción, en el que la economía numérica favorece la sustitución de la fábrica por las “plataformas” (modelo Amazon, Uber y demás) que a la vez funcionan como mercado y como organizadoras de la producción, lo que les permite evadir riesgos, costes y a veces hasta los impuestos. Todo lo cual desemboca en una transformación de las clases trabajadoras en “precariado”, franja social subalterna en la que se unen los asalariados precarizados y los nuevos “trabajadores independientes” de la economía numérica. Bajo el signo de la flexibilización y la incertidumbre, el precariado se enfrenta a la obsolescencia de habilidades laborales, a la automatización y al desempleo.
En esa tesitura, las formas de asegurar la paz social son múltiples. Una de ellas es la producción del entretenimiento-basura (tittytainment) necesario para mantener a los subalternos bien sedados. Otra forma es la creación de problemas artificiales, cuestiones perentorias en las que nadie antes había reparado: cruzadas contra el hetero-patriarcado, políticas de identidad, “orgullos” de minorías de todo tipo, ingenierías sociales de variada índole. Pero ¿cómo convencer a los subalternos – precariado y clase obrera en declive – de que en realidad son unos privilegiados? ¿Cómo convencerles de que viven en el mejor de los mundos posibles? Los cantos neoliberales del “individuo start-up” – ése que se “reinventa” a sí mismo cada mañana– han demostrado ya sus límites. ¿Cómo prevenir el surgimiento de una nueva conciencia de clase?
Aquí interviene un magistral truco de prestidigitación: hacer que los subalternos se sientan culpables. Culpables de ser blancos, claro. Doblemente culpables, si son hombres. No es extraño que hayamos asistido, a lo largo de los últimos años, a la ridiculización sistemática de la clase obrera blanca occidental: la llamada “basura blanca” (White trash) en los Estados Unidos, los sous-chiens (sub-perros) en Francia, la “cesta de deplorables” (Hillary Clinton) hecha de racistas, homófobos, machistas y paletos sin estudios.[1]La guerra de sexos y la guerra de razas eclipsan así a la guerra de clases. Las clases trabajadoras blancas son conminadas a reconocer su privilegio y a engrosar la cruzada antirracista, que es presentada – junto a las cruzadas feministas y el activismo LGBTIQA+ – como apoteosis insuperable de toda justicia social.
En cuanto a los “racializados” también en situación precaria – las minorías no blancas y el “ejército de reserva” de los migrantes desarraigados–, a éstos se les enseña que sus enemigos no son las elites de la economía numérica y demás patronal neo-esclavista, sino los blancos (o los hombres, o las mujeres) incluídos sus compañeros de infortunio.[2]
La extensión del dominio de la “raza” es esencial para las políticas culturales del neoliberalismo. Una cuestión en la que los comentaristas “liberal-conservadores” yerran el tiro, como de costumbre. Normalmente éstos achacan las “políticas de identidad” a una supuesta “vuelta del comunismo”, a un revival bolchevique en busca de nuevos sujetos revolucionarios. Pero este análisis confunde las causas y las consecuencias. No es que el “comunismo” quiera sustituir la lucha de clases por la lucha de razas para hacer la revolución, sino que el capitalismo utiliza la lucha de razas para hacer olvidar la lucha de clases y asegurar su hegemonía. Para ello cuenta, claro está, con la inestimable ayuda de los tontos útiles de la progresía: la burguesía bohemia y urbanita, la intelligentsia radical-chic, la universidad, las celebrities y el show business en general; sin olvidar a los nostálgicos del comunismo que, con la inmigración en masa, pretenden encontrar un proletariado de sustitución y, de paso, recomponerse una virginidad política a base de supremacismo moral y empatías justicieras.
Pero no se trata aquí de una conspiración en la sombra ni de estrategias más o menos conscientes. El pensamiento racial del capitalismo se desprende naturalmente de su lógica sistémica y es una consecuencia de los presupuestos filosóficos que la animan.[3]
Fluidificación
¿Cuál es el presupuesto filosófico del capitalismo absoluto? La idea de fluidez como primera virtud del Capital.
El imperativo del Capital es el de circular en permanencia, el eternizarse como flujo ininterrumpido de personas, bienes, mercancías, valores, identidades y estilos de vida. Todo es intercambiable, ergo monetizable. Triunfo de lo líquido sobre lo sólido (Zigmunt Baumann), de lo precario frente a lo estable, de lo pasajero frente a lo permanente. La acumulación de capital, la conservación del patrimonio – la fábrica familiar, la casa de los padres, los bienes en herencia – son formas de capital muerto, molestos residuos de tiempos pretéritos. El capitalismo absoluto es un proceso de fluidificación total que arrastra todos los vínculos que estaban arraigados, ya sean familiares, nacionales, religiosos o étnicos, y en el que los individuos – seres móviles, nómadas e intercambiables– deben ser capaces de circular en el mercado global del trabajo.
De esta lógica sistémica se derivan, como fichas de dominó, todas las categorías culturales del posmodernismo. La misión del circo universitario y de la sociología académica (Costanzo Preve dixit) es la de “levantar por doquier nubes de confusión, para enterrar la familia heterosexual estable, los sistemas escolares serios que preparan para profesiones estables y seguras, y finalmente la soberanía económica y militar de los Estados nacionales, cosas todas ellas apropiadas para el chatarrero en la época del advenimiento de la globalización”.[4]Es la hora de los “problematizadores” y de los “deconstructores”. También la de los deconstructores de la raza.
¿Qué problema presenta la raza para el capitalismo? La idea de raza vehicula una idea de límite, de frontera, de obstáculo; un estorbo en el proceso de fluidificación exigido por el Capital. Los hombres no son siempre intercambiables – nos viene a decir la idea de raza – y hay razones de índole biológica para pensarlo. En ese sentido la idea de raza, como toda idea que implique separación o discriminación, implica un instinto social de freno o resistencia (katechon) frente a la desmesura capitalista y la lógica de la expansión ilimitada. Lo que nos conduce a la cuestión principal.
La idea de raza se encuentra entrelazada con el desarrollo moderno de las ideas de pueblo y de nación. Algo que suena antipático para los oídos contemporáneos, pero es que la realidad es a veces antipática. Conviene ver las cosas en frío. Al fin y al cabo, los usos y abusos del historicismo alemán – la definición del pueblo-nación como feliz encuentro entre la sangre, el suelo y la lengua nacional – están superados hace tiempo. Cualquier explicación elemental sobre el hecho nacional parte hoy de la justa disociación entre nación, pueblo y raza: el concepto “raza” pertenece al ámbito de lo psico-biológico; el concepto “nación” pertenece al ámbito de lo político; el concepto “pueblo” engloba elementos culturales. Una misma “raza” da lugar a naciones diversas, y una misma nación puede albergar grupos étnico-raciales diferentes. Pero a pesar de estas obviedades cabe preguntarse si el factor “raza” puede despejarse de la ecuación hasta hacerse inexistente.
Raza y etnogénesis
La cuestión reside en determinar cómo se gesta un “pueblo”, qué factores inciden en su creación. El antropólogo ruso Lev Gumilev hablaba deprocesos de etnogénesis, en los que advertía el protagonismo de los sentimientos de pertenencia innatos y no adquiridos. La etnogénesis presupone una participación genética en la comunidad de los padres y de los ancestros, en la tribu y en el clan como expresión social de atributos que se trasmiten de forma hereditaria, y que no se fundan en una deliberación racional. Solo posteriormente el desarrollo de una cultura común da lugar a la formación de grupos étnicos más amplios, aún sin la presencia de semejanzas físicas entre sus miembros. La etnia hace por tanto referencia a una realidad más amplia y de contornos más fluídos que el de raza. Pero esta última está, de alguna forma, asociada a la primera.
¿Cómo se define una etnia?
“Durante gran parte de nuestro pasado evolutivo – escribe Frank Salter, investigador del Instituto Max Planck– las etnias agrupaban a bandas de familias relacionadas entre sí, a tribus compuestas por varios cientos o pocos miles de individuos, separadas de otros grupos por demarcaciones territoriales, por lenguajes, por estilos de cultura material y rituales”. En un sentido amplio, la etnia engloba círculos concéntricos (clusters) que incluyen tribus, poblaciones de una determinada región y razas geográficas. Su definición típica es la de “una población con mitos de origen común, memorias históricas compartidas y uno o más elementos de cultura común, con un vínculo hacia una patria o tierra de origen, y un sentido de solidaridad al menos entre algunos de sus miembros”.[5]En la literatura antropológica clásica, la idea de auto-perpetuación biológica forma parte de la definición de etnia.[6]Ese instinto de continuidad genética responde al objetivo de la reproducción como interés último de todos los organismos vivos. Un objetivo esencialmente egoísta, si retomamos la expresión que el biólogo Richard Dawkins popularizó en un célebre ensayo.
La idea de Richard Dawkins sobre el “gen egoísta” es bien conocida. Los hombres están sometidos a genes egoístas que condenan al fracaso los comportamientos realmente altruistas, es decir, aquellos que en nuestro propio detrimento conceden ventajas a los otros. Dawkins define el altruismo como una acción que aumenta las oportunidades de reproducción (fitness) en los otros, y ello a expensas de las nuestras. Ahora bien, el hombre es el único ser vivo que puede rebelarse contra el gen egoísta, el único capaz de comportamientos auténticamente altruistas. A nivel individual ello es posible, pero a nivel grupal eso supondría la autodestrucción del grupo. Por eso el grupo promueve el altruismo individual de sus miembros cuando éste es necesario para la preservación colectiva (en la guerra, por ejemplo). Este egoísmo civilizacional– que deriva en último término de nuestro egoísmo genético – domestica nuestro altruismo individual en beneficio de la reproducción del grupo. Como escribe Dawkins, “la nación es la gran beneficiaria de nuestro autosacrificio altruista”.[7]¿Dónde reside entonces el problema?
El problema surge cuando la moral interna (la moral individual altruista de los miembros del grupo) sustituye o se confunde con la moral externa (la moral colectiva necesariamente egoísta frente a los ajenos al grupo). En ese caso el grupo pierde su sustancia propia, cesa de discriminar entre el interior y el exterior y compromete su capacidad reproductiva.
Las etnias son – por así decirlo – un instrumento de “egoísmo civilizacional”, en armonía con las leyes naturales de la evolución. Puede así formularse el concepto de “interés genético” o “capacidad reproductiva” (reproductive fitness) de una etnia, como la “capacidad de asegurar la perpetuación de sus genes a través de las sucesivas generaciones”. Este interés reproductivo – señala Frank Salter – se halla normalmente vinculado al monopolio de un territorio por parte de una etnia, y se ve amenazado por la afluencia migratoria de etnias genéticamente distantes.
Lo cual nos permite llegar ya a algunas conclusiones políticas.
Estrategias étnicas de preservación
Desde el punto de vista de la antropología social, el territorio puede definirse como un “bien étnico”, en cuanto asegura la pervivencia de la etnia. En un estadio superior de desarrollo social, el Estado-nación puede definirse como una “estrategia étnica” de preservación. Señala Frank salter que “los Estados-nación movilizan a sus habitantes para producir medios económicos y de defensa a escala sin precedentes, y para ello imitan las estrategias tribales tradicionales. El Estado-nación tradicional consiste en la promesa implícita de una estrategia grupal étnica. Una promesa que, en la era de la globalización, el Estado-nación es incapaz de satisfacer, debido a la presión migratoria y a la inadecuación de las constituciones “étnicamente neutrales”. El ius sanguinis – todavía presente en algunos sistemas legales– es un testimonio de esa vocación originaria del Estado-nación como estrategia al servicio de las etnias.[8]
¿Qué conclusión elemental extraer de todo ello?
La sociabilidad humana presenta un patrón común innato: la tendencia del hombre a reconocerse en los más próximos, a asociarse políticamente con quienes más se le asemejan. De forma a veces inconsciente, este reflejo innato se encuentra en la base de lo que todavía hoy llamamos conciencia nacional. De manera tanto más acusada en las naciones con mayor homogeneidad interna. En la medida en que la conciencia nacional refleja (aunque sea de forma amortiguada) esa comunidad de caracteres hereditarios, está claro que la idea de “raza”, en cuanto apunta (de forma sin duda brutal para los oídos contemporáneos) a las diferencias hereditarias entre los pueblos, es un elemento a pasar por la trituradora. Máxime si el “interés genético de las etnias” hacia su preservación choca con el interés de las elites globales (las free riding elites en expresión de Frank Salter) partidarias de la movilidad a escala global. El multiculturalismo y el globalismo son dos ideologías legitimadoras al servicio de esas elites. Si lo formulamos en términos de Dawkins, son dos estrategias aparentemente altruistas (ideales humanitarios de solidaridad universal) que en realidad son egoístas (están al servicio de la reproducción de las elites). De forma interesada, ambas estrategias promueven la confusión entre la moral interna (individual y altruista) del grupo con su moral externa (colectiva y egoísta).
El ocaso de los Estados-nación como entes homogéneos es un objetivo del capitalismo absoluto, aunque al efecto sus ideólogos se presenten como tremebundos revolucionarios anticapitalistas. Bajo el acicate de las “free riding elites”, los Estados étnicamente homogéneos deberán introducir las preceptivas dosis de “diversidad”. Como declaró el General americano Wesley Clark durante el bombardeo de la OTAN sobre Serbia (1999): “no hay lugar en la Europa moderna para los estados étnicamente puros”.[9]Un caso diferente lo constituyen aquellos Estados-nación que, como en Iberoamérica, nacen precisamente de una “fusión” o mestizaje étnico. En esos casos los irredentismos de diferentes tipos serán convenientemente agitados, hasta hacer del factor “racial” una cuña divisoria.[10]
Deconstrucción, hibridación, sustitución
Aunque la idea de raza esté condenada como algo inmoral, tampoco hay razón para pensar que esa condena vaya a ser definitiva. Como señala el geógrafo marxista David Harvey, el capitalismo no tiene un perfil moral permanente, tan sólo convierte a los sistemas morales en funcionales para el desarrollo de sus fases reproductivas.[11]Lo cual explica los bandazos del “pensamiento racial” del capitalismo, sus continuas adaptaciones y mutaciones: desde la negación y la “tabuización” del concepto “raza” – posición ortodoxa tras la segunda guerra mundial –, hasta su renacimiento actual con las políticas de identidad y el nuevo antirracismo. ¿Cómo se explica esto?
El pensamiento racial del capitalismo no es un corpus uniforme sino una negociación entre varios polos. Para sintetizarlo mucho, podríamos decir que estos polos son tres: la deconstrucción (de la “raza”), la hibridación (de unas razas con otras), la sustitución (de unas razas por otras). Las variaciones oscilan al compás de las modas culturales y los interéses estratégicos del momento. Por lo demás, es inútil buscar una coherencia absoluta entre ellas. Se trata de un equilibrio inestable en el que las inconsistencias abundan y despliegan sus efectos de forma contradictoria.
En relación a la deconstrucción “teórica” de la raza (abordada ya en estas páginas, en su aspecto científico) nos encontramos, ya de entrada, con una contradicción de base. Por una parte, se niega valor científico al concepto “raza”, que se descalifica como estereotipo artificioso y arbitrario. Con ello se pretende – dice la doctrina oficial – destruir el enfoque “esencialista” que estable una tipología de tipos substantivos – “el judío”, “el negro”, “el ario”, etcétera – en forma de identidades colectivas, fijas e inmutables (lo propio del “racismo”, en suma). Pero por otra parte los antirracistas incurren en un esencialismo desbocado: construyen el concepto de “Blanquitud” como identidad colectiva maléfica, señalan a “los blancos” como portadores de una tara congénita (el “privilegio blanco”) y sitúan a los “racializados” en la categoría esencial de víctimas. ¿Es posible encontrar una forma de pensamiento más rígida, más cargada de estereotipos?
Con notable cinismo, las lumbreras del nuevo antirracismo defienden el uso de un “esencialismo estratégico” que promueve la solidaridad intergrupal y la identidad colectiva de los oprimidos.[12]Los “racializados” pueden entonces entregarse con buena conciencia a la exaltación de su “conciencia racial”, a acusar de “traidores a la raza” a otros racializados, a promover prácticas discriminatorias (como las reuniones “no mixtas” reservadas a personas del mismo color) y a abundar en actitudes que, en otras circunstancias, serían normalmente consideradas “racistas”. No en vano – señala Pierre-André Taguieff – el racismo y el antirracismo presentan hoy un carácter mimético.[13]Si hace años identificarse por el color de la piel era considerado racista, lo racista es hoy justamente lo contrario: fingirse indiferente al color de la piel (color blindnesso “daltonismo racial”). ¿En qué quedamos? ¿Es racismo la apología de las diferencias étnicas, o es racismo la negación de las mismas? Las minorías ¿deben ser “visibles” o “invisibles”? ¿Es racista decir que las razas existen, o decir que no existen? Si todo es racismo ¿es posible encontrar alguna forma de no serlo?
Auge de la ideología Benetton
La receta institucional para combatir el racismo ha sido, durante décadas, el mestizaje. El politólogo Pierre-André Taguieff denomina “mixofilia” a esta exaltación de la hibridación entre poblaciones étnicamente diversas, a esa promoción de los “intercambios interculturales” que deben resultar en la creación de una nueva cultura. Un enfoque coherente con el ideal universalista de los ciudadanos “libres e iguales”, con ese proyecto de “sociedades abiertas” que se definen, ante todo, como comunidades de valores. El mestizaje se configura de esta forma como “vía real hacia la asimilación, a través de la abolición radical de los rasgos distintivos entre los grupos etno-culturales. Éstos son considerados, de forma implícita, como estigmas destinados a desaparecer”.[14]No en vano el mestizaje suele enunciarse en modo normativo y prescriptivo, como si tuviera un valor moral intrínseco. El ideal del melting pot en los Estados Unidos o el ideal de la asimilación en la República Francesa son sus dos grandes modelos históricos.
La apología del mestizaje tuvo su época dorada en los años 1980 y tras la caída del socialismo real. Un tiempo en el que la izquierda occidental se reinventó en la ideología de los buenos sentimientos y del moralismo hiperbólico, mientras se abonaba a las prácticas económicas del neoliberalismo. Socialistas y comunistas camuflaron el abandono de sus principios resucitando el “antifascismo” y haciendo del antirracismo su bandera. Es la época en la que el partido socialista francés creó la asociación “SOS racismo”, fecunda cantera de futuros dirigentes. Las grandes corporaciones, encantadas con la deriva buen rollito de la izquierda, se sumaron entusiastas a ese antirracismo festivo que, a su vez, se prestaba a epatantes hallazgos de marketing. Nacía la ideología Benetton.
Pero como suele suceder en el antirracismo, la mixofilia o ideología del mestizaje está plagada de contradicciones. A nivel retórico se presenta como una celebración de la “diversidad”, lo cual reposa sobre una antinomia básica. No en vano, la lógica de la hibridación se opone a la lógica de la diferenciación. “El antirracismo asimilacionista – señala Pierre-André Taguieff – tiene como consecuencia final la indiferenciación (…) a través del intercambio de sangres y de culturas”.[15]Aunque casi todos intenten no verlo, el mestizaje conduce a la homogeneidad étnica y cultural a largo plazo, en contradicción flagrante con el ideal de diversidad.Dicho de otra manera “¿cómo es posible promover el mestizaje y alabar la diversidad, si el primero reduce la segunda, y si el mantenimiento de la diversidad implica mantener las diferencias, y por lo tanto limitar las posibilidades de mestizaje?” (Alain de Benoist).[16]
Es interesante advertir que esta deriva homogeneizante ha sido reivindicada tanto desde la izquierda como desde la derecha; por “antirracista” en el primer caso; como defensa de la unidad nacional en el segundo. La apología del mestizaje suele acompañarse de una homilía etnomasoquista: el hombre blanco debe “fundirse” en los desheredados para redimirse de su pasado de violencia y dominación. Un asunto que se presta a todo tipo de cursiladas. “El hombre del futuro – se extasía la novelista francesa Marie Darrieussecq – será beige profundo, con los cabellos castaño oscuro (…) Francia y el mundo entero se mestizarán”. Fantasías interraciales para público de novela rosa, con premio literario incluido.[17]
La segunda contradicción de la mixofilia reside en el clásico dictum “las razas no existen”. Ahora bien, si las razas no existen ¿qué es lo que hay que mestizar? Las eminencias universitarias responderán que el mestizaje se produce entre las “categorías imaginarias” que llamamos razas (“ser blanco es una relación social, no un hecho natural”). Ahora bien, si tras una reeducación intensiva en antirracismo lográramos cambiar ese “imaginario” y transformar esa “relación social”, ¿dejaríamos con ello de ser “blancos” y “negros”? ¿Cambiaríamos por ello de color? ¿Quedaríamos dispensados del deber de mestizaje?
Otro aspecto no suficientemente advertido del mestizaje es que parece responder a cierto criterio de “mejora de la raza”; como si una sociedad “demasiado blanca” no fuera lo bastante buena, como si necesitara mejorar su patrimonio genético. No estamos aquí muy lejos del racismo implícito del conde Coudenhove-Kalergi en su libro Praktischer Idealismus(1925), cuando escribía que “el hombre del futuro lejano será mestizo (Mischling)… La futura raza (Zukunftsrasse) euroasiática-negroide, extraordinariamente parecida a los antiguos egipcios, sustituirá la multiplicidad de los pueblos por una multiplicidad de individualidades”. Estas palabras – escribe el filósofo italiano Diego Fusaro – apuntan a “una sustitución masiva de los pueblos nacionales de Europa por una masa fabricada en serie e indiferenciada, post-identitaria y post-nacional, de esclavos ideales, migrantes y desarraigados (“recursos”, según la neolengua mercantil), un rebaño multiétnico sin calidad, sin conciencia y sin vestigios de cohesión histórica y cultural”.[18]
Lo que nos conduce al tercer polo del pensamiento racial del capitalismo: la sustitución, también conocida por algunos como el “gran reemplazo”.
[1]Sous-chien: insulto antiblanco popularizado en Francia por Houria Bouteldja, dirigente del partido “Indígenas de la República”, que juega sobre la homofonía entre Français de souche (francés de origen) y chien (perro).
[2]No tiene mucho de extraño que en algunos países occidentales asistimos a una auténtica agonía de la clase obrera blanca: muertes por sobredosis, suicidios, alcoholismo, depresión, descenso de la esperanza de vida. Un fenómeno asociado a la desestructuración de la vida comunitaria (familias, trabajo estable, religión, sindicatos) y a la precarización de laeconomía. Una situación que ha sido descrita en Estados Unidos por el profesor de Princeton y Premio Nóbel de Economía (2015) Angus Deaton, en su libro: Deaths of depair and the future of Capitalism, Princeton University Press 2020
[3]Nunca se insistirá lo bastante en descartar las visiones periodísticas que explican la historia por el juego de “fuerzas ocultas” más o menos abracadabrantes. Cuando hablamos de “capitalismo” no nos referimos a las maquinaciones de una elite de millonarios con puro y chistera, sino a un proceso estructural cuya reproducción es sistémica, anónima e impersonal: un “proceso sin sujeto” (Louis Althusser) o “dispositivo de organización” (Gestell, en el lenguaje de Heidegger). Lo que llamamos “pensamiento hegemónico” no es por tanto el resultado de comisiones directas y remuneradas (como si Bilderberg o Soros se dedicaran a pagar a tanto la hora a intelectuales, universitarios y celebrities por sus teorías y ocurrencias). Como señala el filósofo italiano Costanzo Preve: “la actividad de los intelectuales es autónoma: ellos interpretan libremente el “espíritu del tiempo” (Zeitgeist) y el contexto social que les rodea “selecciona” las derivadas ideológicas de sus producciones “desinteresadas”, y las convierte en funcionales para sus intereses sociales”. El espíritu gregario, el oportunismo y el conformismo – cabe añadir – hacen el resto. (Costanzo Preve, Nouvelle Histoire Alternative de la Philosophie. Éditions Perspectives Libres, 2017, p. 221).
[4]Costanzo Preve, Nouvelle Histoire Alternative de la Philosophie. Éditions Perspectives Libres, 2017, p. 575.
[5]Frank Salter, On Genetic Interests. Family, Ethnicity, and Humanity in an Age of Mass Migration.Routledge-New York 2017, p. 30.
[6]Fredrik Barth, Ethnic Groups and Boundaries. The Social organization of Culture Difference.Waveland Press, 1998, 9. 10.
[7]Richard Dawkins, Le Gène Égoiste, Odile Jacob 2003.
[8]Frank Salter, On Genetic Interests. Family, Ethnicity, and Humanity in an Age of Mass Migration.Routledge-New York 2017, p. 185.
El “principio de las nacionalidades” de Woodrow Wilson y los Estados-nación tradicionales (“modelo germánico” del Canciller Otto Von Bismarck) son ejemplos de ese “nacionalismo universal” (Frank Salter) orientado a asegurar el derecho de auto-determinación y el autogobierno de las etnias.
[9]Lo cual no impidió una limpieza étnica de la población serbia una vez convertido Kosovo en satélite americano.
[10]No es extraño que, entre los agitadores del indigenismo “antiespañol”en Iberoamérica, abunden los apellidos españoles, italianos, alemanes y centroeuropeos pertenecientes a familias en la cúspide del poder social, económico y político de sus países. El indigenismo como mecanismo exculpatorio de su fracaso a la hora de mejorar la suerte de sus pueblos.
[11]David Harvey, The condition of Postmodernity.Blackwell 1990. Citado por Constanzo Preve en Obra citada, p. 581.
Lejos de exigir un corpus moral o político específico, el capitalismo parasita aquellos sistemas que le permiten ejercer un grado satisfactorio de control social. En occidente ese sistema es, hoy por hoy, el de la “sociedad abierta” y los valores liberales. Pero mañana podría ser el Islam, sistema que garantiza un perfecto control oligárquico de la población (Antonin Campana, “Cuando el mercado selle su alianza con la Mezquita”, El Inactual.com). Como cipayo de la islamización cultural, el posmodernismo universitario es encargará de suministrar la oportuna vaselina ideológica. Un ejemplo: las coartadas feministas para justificar el uso del velo, que las feministas “decoloniales” califican como “acto voluntario de las mujeres que resignifican su liberación a través del hiyab como preeinscripción islámica liberadora” (sic).
https://www.elinactual.com/p/cuando-el-mercado-selle-su-alianza-con.html
[12]Pierre-André Taguieff, “Race”, un mot de trop? Science, politique et morale.CNRS Éditions, 2018, p. 225.
A este respecto, el estudio imprescindible sobre la ideología Woke: Pierre Valentin, “L´idéologie Woke. Anatomie du Wokisme”. En Fondation Pour l´Innovation Politique, fondapol.org.
https://www.fondapol.org/etude/lideologie-woke-1-anatomie-du-wokisme/
[13]Alain de Benoist, “Extension du domaine de la race. La schizophrénie de l´antiracisme”. En Éléménts pour la civilisation européenne,nº 175, diciembre-enero 2019, pp. 45-47.
[14]Pierre-André Taguieff, “Racisme et antiracisme, modèles et paradoxes”. En el volumen colectivo Racismes, Antiracismes,coordinado por André Béjin y Julien Freund. Méridiens Klincksieck 1986, p. 282.
[15]Pierre-André Taguieff, Obra citada, p. 283.
[16]Alain de Benoist, “Extension du domaine de la race. La schizophénie de l´antiracisme”. Éléments pour la civilization européennenº 175, diciembre-enero 2019, p. 46.
[17]https://www.lepoint.fr/livres/rentree-litteraire-2013-marie-darrieussecq-l-amour-au-coeur-des-tenebres-20-07-2013-1706664_37.php
[18]Diego Fusaro, Historia y conciencia del precariado. Siervos y señores de la globalización. Alianza Editorial 2021, p. 423