La fórmula perfecta para convertir un territorio bajo soberanía nacional en propiedad particular, existe. Sólo hace falta que la población de dicho territorio permanezca en la absoluta inopia, también un poco de habilidad por parte de las oligarquías locales para acaparar la representación del común ante las lejanas instituciones del Estado, suplantando la teórica defensa de intereses ajenos por el cuidado de provechos propios. Y ya está. El negocio es más viejo que los caminos, era el pan nuestro de cada día en la España caciquil del XIX y tres cuartas del XX, cuando la gente permanecía aislada en sus villorrios —o aislada en la menesterosidad proletaria de sus grandes ciudades— en tanto los políticos iban a “Madrid” para el pasteleo de votos, influencias, tráfico de favores y negocietes varios. Sigue siendo la tónica en algunas autonomías, especialmente aquellas en las que su dirigencia añade elementos adicionales de distanciamiento, como el idioma por ejemplo, la vernacularidad y ancestralismos semejantes; o sea, por lo claro: un señor de Olaberría y una señora de Albesa que no han hablado una palabra de español en su vida y que lo más parecido “al Estado” que han visto fue una pareja de la Guardia Civil en un cruce de carreteras, allá por 1994, tienen bastantes más probabilidades de morir convencidos de que sus políticos locales los representan lealmente que cualquier indocumentado de Palencia. Si hablamos de las islas canarias, este fenómeno de distanciamiento y asimilación de “lo propio” como única realidad posible alcanza niveles escandalosos.
Desde que en 1402, los señores guerreros Bethencourt y Gadifer de la Salle llegaron a la isla de Lanzarote y se proclamaron sus dueños —conquista señorial—, ha existido un poderoso sentimiento de posesión, de pertenencia por derecho de conquista respecto a estas tierras atlánticas. Cierto es que a partir de 1477, con las expediciones patrocinadas por los Reyes Católicos —la conquista realenga—, ese carácter privado de la colonización de las islas fue perdiendo vigencia jurídica, aunque no decreció ni mucho menos ese convencimiento posesorio por parte de las élites desplazadas al archipiélago para administrarlo y, naturalmente, explotarlo a beneficio de quienes llegaban a sus costas.
Ahora bien, ¿qué rendimiento, qué provechos podían sacarse de unas tierras tan poco dadivosas, escasísimas de agua, negadas para la agricultura y la ganadería, sin yacimientos de metales ni otras materias que pudiesen despertar la codicia de los conquistadores? Es evidente que el único valor —enorme— de las islas canarias, desde siempre, ha sido el estratégico: como fondeadero de barcos mercantes, de guerra y corsaría hasta la conquista castellana, como enclave de referencia para el comercio con América tras los primeros establecimientos de España en las Indias Occidentales. Sin embargo, como todo el mundo sabe, los planes originarios de convertir el archipiélago en etapa logística fundamental de las flotas mercantes con origen/destino América, se truncan bien pronto, quedando la ruta canaria en muy segunda fila ante la opción principal de “la ruta de los azogues”, esto es: las expediciones cargadas con el oro y la plata que venían de México y Nueva Granada y cuyo destino era Sevilla, ciudad que de facto se convierte en capital comercial del imperio ultramarino español.
Las consecuencias de este desencuentro histórico son terribles para Canarias. Aislados en mitad del Atlántico durante los siglos XVI, XVII, XVIII, XIX y buena parte del XX, los pobladores locales caen en una penuria existencial y una tristeza histórica lamentables. La pobreza es endémica, la endogamia hace estragos, el estupor ante lo desconocido del mundo infantiliza el ideario colectivo en estos lugares. La única industria que más o menos se mantiene es la producción de vinos en Tenerife, el resto es penosidad y escasez. La emigración a Cuba y Venezuela reduce el censo canario prácticamente a su mitad. Solamente los funcionarios de los gobiernos de turno —magistrados, militares, contadores del tesoro—, los eclesiásticos y los terratenientes pueden permitirse una vida más o menos desahogada. Cuando ese espíritu del lugar, dramáticamente puerilizado, ya se ha asentado con firmeza en la forma de ser y de estar de los habitantes de este enclave, lejos del mundanal ruido, es cuando Canarias empieza a romper su aislamiento, gracias a la industria turística impulsada a mediados del siglo XX, durante la etapa desarrollista del régimen de Franco. Mas he aquí que, sólo treinta años después, las oligarquías locales se reconvirtieran galanamente en “nacionalistas canarios”, los mismos que durante más de cuatro siglos sorbieron el agua, la tierra y el alma de estas tierras, todo bajo plácet de la corona, las repúblicas mediantes y los poderes del Estado fueran los que fuesen. Esta mutación, como es lógico, sólo tuvo lugar en el territorio inane de las ideas, porque en la práctica todo siguió funcionando igual: los mismos con las mismas. Son los mismos, los mismos apellidos, las mismas sagas familiares, los mismos clanes y las mismas castas posesorias de las islas, antiguamente señores del lugar y hoy líderes parlamentarios; son los/as oligarcas del Coalición Canarias, PSOE, PP, Nueva Canarias, IU-UP… Son los de toda la vida, los que llevan la historia a cuestas y no les pesa un gramo porque la fatiga por pobreza, ignorancia y dejadez ya la soporta el pueblo, como siempre. El negocio del nacionalismo y también del regionalismo canario les funciona de maravilla porque, en la medida en que subrayan la personalidad histórica de aquello que representan, la singularidad canaria, el acento cultural vernáculo, el ser canario, están señalando un inmenso vacío, la nada de una sociedad abandonada, lábil por imperativo histórico, absorta por condicionantes geográficos, sumida en vagas visiones de la realidad que sólo de vez en cuando coinciden con la verdad de su pulso cotidiano. Ser nacionalista en Canarias es tan sencillo como que no hay nada por lo que luchar, únicamente viajar entre semana a “Madrid” y largar discursos en defensa de las islas, que es como abroncar al Atlántico porque el agua está mojada.
Cierto: la fórmula perfecta para conservarse amo y señor de una tierra, existe; que esa tierra sea la más pobre, la más atrasada, la más devastada por las lacras sociales, y que encima el pueblo esté agradecido porque van a “Madrid” a “luchar” por lo “nuestro”, es algo más complicado, pero no imposible. Para las catorce o quince familias que mandan en Canarias y, de hecho, actúan como dueños en las islas, no hay imposible en esas mismas islas. Otra cosa es que en “Madrid” y los demás sitios que no son Madrid ni son las islas canarias se crean el rollo que se traen. A ellos, con que el invento les funcione en casa, lo demás les importa lo mismo que el viento del Sáhara. Y todos felices y así siguen las cosas por esta parte del mundo. Peor les va en Afganistán y tampoco se quejan, por la cuenta que les trae.