Ciorán o el Deseo de la Verdad

  1. Aproximación biográfica

Emil Cioran nació en Rumania el 8 de abril de 1911, en el pueblo de Rasinari, en la Transilvania de la monarquía austrohúngara. Su padre, Emilian, fue un pope miembro prominente de la comunidad ortodoxa de Rasinari y su madre, Elvirei, era originaria de Venetia de Jos. En su obra y sus entrevistas, Cioran reconoce que su infancia fue feliz, corriendo y jugando en lo que él denominó un paraíso, rodeado de la paz sublime de los Cárpatos. A pesar de una niñez mágica, el mismo Cioran reconoce que, desde entonces, su personalidad estaría marcada por la tristeza y la melancolía: En efecto soy unzufrieden (depresivo, descontento), pero siempre lo he sido, y éste es un mal del que siempre hemos padecido en nuestra familia, atormentada, ansiosa.[1]

Dejará Rasinari en 1921 para estudiar en Sibiu, un lugar que también recordará con cariño. Durante el bachillerato dedica muchas horas a la lectura y en 1928 se matricula en la facultad de literatura y filosofía de la Universidad de Bucarest. Desde 1932 escribía y colaboraba en varias revistas, lo que anunciaba un oficio con posibilidades de éxito, y en ese mismo año supera su examen de licenciatura, con los elogios del tribunal, en la especialidad de filosofía, con una tesis sobre el intuicionismo bergsoniano.

Después de publicar su primera obra, En las cimas de la desesperación, y de ser premiado como un joven valor de la literatura rumana en 1934, obtiene una beca de la Fundación Humboldt para estudiar filosofía en Berlín. Regresará a Rumania en 1936 para salir nuevamente con rumbo definitivo a París un año después, amparado por el Instituto Francés de Bucarest. No se sabe con certeza si se quedó en París durante la guerra o si llegó a viajar hasta Rumania. De este convulso tiempo son sus posibles -nunca completamente demostradas- conexiones con la fuerza fascista rumana de la Legión del Arcángel San Miguel, de Corneliu Codreanu.

Lo definitivo es que Cioran será definitivamente, y ya por siempre, un apátrida. Nació rumano bajo el dominio católico del imperio austrohúngaro. Extranjero nuevamente, París se convertiría en su hogar definitivo, al grado de renunciar a escribir en rumano después de su emblemático libro Breviario de podredumbre. Adoptará el francés en su escritura, recorrerá Francia en bicicleta, durmiendo en los albergues juveniles, renovará su beca pero nunca estudiará ni redactará tesis alguna y vivirá de la “caridad pública” frecuentando los comedores estudiantiles.

Su oficio de escritor le permitirá vivir con la frugalidad propia de un monje, dedicado a rescatar sus impresiones en brillantes fragmentos que luego publicará, no sin antes vacilar ante la posibilidad de compartir con los demás ese mundo interior de un hombre sin fe ni profesión. Cuando Branka Bogavac Le Compte le preguntó “para usted ¿qué significa escribir?”, Cioran contestó:

Tuve que hacer algo en mi vida, ya que vivía sin una profesión. Es así de sencillo. He intentado no trabajar, he leído y escrito mucho. Todo lo que he escrito, lo he escrito en momentos de depresión. Cuando escribo, es para liberarme de mí mismo, de mis obsesiones. Eso hace que mis libros sean un aspecto de mí, son confesiones más o menos camufladas. Escribir es una forma de vaciarse en sí mismo. Es una liberación. De lo contrario, lo que llevas dentro se convertiría en un complejo.[2]

Precisamente, su apartamento austero desde el que se veían los tejados del barrio latino, lo consiguió gracias a sus libros, gracias a que publicaba y eso en París, debido al “esnobismo literario”, le convertía en una figura sobresaliente, emblemática, alguien a quien se le podía conceder un lugar dónde vivir por una módica cantidad.

Al margen de la academia, Cioran pronto se convirtió en un autor de culto para los jóvenes universitarios de posguerra. Sus libros alcanzaban un éxito tan marginal como el mismo Cioran, pero despertaron el interés de españoles, alemanes, argentinos y estadounidenses, que en varias ocasiones lo buscaron para entrevistarlo y charlar con él. Esa figura escurridiza, misteriosa y enigmáticamente depresiva y melancólica, que gustaba de pasear por las callejuelas del barrio latino, observando prostitutas y analizando los recovecos psicológicos del pueblo francés, era percibido como una autoridad del nihilismo, el suicido y la inutilidad, precisamente por no haber sido nunca una autoridad formal.

Sólo un espíritu tan desolado podía concebir títulos desgarradores para sus libros como La tentación de existir, Silogismos de la amargura, Del inconveniente de haber nacido, Ese maldito yo. Si se trataban de una provocación, de una estrategia publicitaria, entonces podríamos decir que Cioran era también un artista de la atracción y la mercadotecnia.

Todos los temas posibles le invitaron a escribir, y seguramente a charlar durante horas interminables y suculentas, como recuerdan y cuentan quienes lo conocieron. Sin embargo, los que más destacan tienen que ver con el insomnio y la desesperanza de ver, con la “suerte” del iluminado, del Buda, la franca descomposición de las esperanzas racionales que los europeos depositaron en la humanidad. También destacan temas como la historia, Dios, y los dioses, los santos y la melancolía con todos sus motivos e inspiraciones, la literatura, la filosofía y la música. Generalmente se le ubica como miembro fundamental de la constelación de creadores rumanos que marcaron época en Francia:

Una foto reciente muestra a Cioran, Mircea Eliade y Eugéne Ionesco en un bulevar parisino. Sólo falta Paul Celan […] para completar la nómina de creadores rumanos que han ejercido, desde París y desde la lengua francesa, la más profunda influencia en lo mejor de la cultura occidental contemporánea. De todos ellos, quizá haya sido Cioran el que ha alcanzado más tarde el reconocimiento de la radical conmoción que su obra aporta a nuestro equipaje intelectual; me refiero, naturalmente, al reconocimiento más extenso y público […].[3]

Ese reconocimiento todavía dista de ser amplio. A pesar de que figuras como Saint-John Perse, Gabriel Marcel, Henri Michaux, Samuel Beckett, Roger Caillois, Octavio Paz, Susan Sontag o Fernando Savater en España hayan reconocido el valor de sus aportaciones, más emotivas e intuitivas que teóricas, Cioran continúa motivando epígrafes, algunas citas y notas al pie de página, pero todavía pocos estudios dedicados a su obra. Lo que suele destacarse de manera más insistente es la dificultad de encasillar a Cioran en uno u otro estilo teórico e ideológico: Se ha dicho de E. M. Cioran que es un escéptico, un nihilista o tal vez existencialista, que no es un filósofo de escuela, que su obra no admite comparación aceptable alguna y que resulta muy difícil calificarla por referencias.[4]

Sin embargo, se pueden encontrar coincidencias y similitudes, si de veras se quieren buscar, en muchos autores, y lo mismo ocurre con Cioran. El camino para trazar ciertas líneas de familiaridad pueden ser las referencias. Cioran cita a los místicos españoles (san Juan de la Cruz y santa Teresa), a los novelistas y cuentistas rusos, dialoga con la obra de María Zambrano y Paul Valéry y presume de su amistad con Samuel Beckett. Entonces se descubre que la estrategia para encasillarle resulta inútil. Tales referencias heterogéneas sólo nos permiten concebir a Cioran como un escritor ecléctico, algo que quizá debamos agradecerle.

La vida de Cioran estuvo marcada por la contradicción y la ironía. Cioran no creía en las instituciones, de eso no cabe la menor duda, pero su vida íntima estuvo marcada por la compañía siempre fiel de Simone Boué, compañía más consistente y solidaria que muchos matrimonios formales. Su muerte también fue irónica, sobre todo por el debate que despertara entre los espíritus mundanos. Cioran murió el 20 de junio de 1995 y lo enterraron el 23; sin embargo antes se había desatado un pleito entre los dos popes de París por decidir quién oficiaría la ceremonia fúnebre según el rito religioso ortodoxo, de una celebridad rumana en Francia, pero al que se le había tomado por un hombre sin fe.

Pero… ¿es eso realmente así?

 

2. La cuestión de Dios en Cioran

Mons. Ravasi[5] tiene relativamente claro que pese a sus múltiples declaraciones de ateísmo, Ciorán, bajo esa increencia, más que un posicionamiento a-teista, lo que denotaba era por un lado, una profunda crítica al modelo occidental cansado y seguro de sí mismo, que se había cimentado sobre un cristianismo -siquiera cultural desde la modernidad-, pero aun ampliamente extendido en todo el siglo XX, muy en la línea de Niestzche.

Cioran acusa a Occidente de un delito extremo, el de haber extenuado y disecado la potencia regeneradora del Evangelio: «Consumado hasta los huesos, el cristianismo ha dejado de ser una fuente de maravilla y de escándalo, ha dejado de desencadenar vicios y fecundar inteligencias y amores».[6]

Pero junto a ese posicionamiento “sociológico”, Ravasi ahonda en otra actitud mucho más interesante y central para nuestro interés, que es la de entender el ateísmo de Cioran como una cierta impotencia en creer en un Dios presentado como excesivamente conocido: Siempre he dado vueltas alrededor de Dios como un delator: al no ser capaz de invocarle, le he espiado.[7] En “De lágrimas y santos”,[8] escribía: Cuando escucháis a Bach, veis nacer a Dios… Después de un oratorio, una cantata, o una ‘Pasión’, Dios debe existir… ¡Y pensar que tantos teólogos y filósofos han derrochado noches y días buscando pruebas de la existencia de Dios, olvidando la única!

Nos compara Ravasi a Cioran con un Qohelet-Ecclesiastés moderno que realmente sería una especie de «místico de la Nada», que en su apertura a la nada lo que dejaría entrever es el escalofrío de las «noches del alma» de ciertos grandes místicos, como Juan de la Cruz o Angelus Silesius, remontando hasta el desconcertante cantor del nexo Dios-Nada, el famoso Maestro Eckhart de la Edad Media. «Era todavía niño, cuando conocí por primera vez el sentimiento de la nada, tras una iluminación que no lograría definir», nos cita el autor al propio Cioran.[9]

La nada como experiencia trascendente que se convierte en el nombre de un Dios, ciertamente muy diferente al Dios cristiano, y sin embargo dispuesto como él a recoger el malestar existencial de la humanidad. Escribía Cioran, evocando la «psicostasía» del antiguo Egipto, es decir, el momento en el que se pesaban las almas de los difuntos para verificar la gravedad de sus culpas: En el día del juicio sólo se pesarán las lágrimas. En el tiempo de la desesperación, de hecho, ciertas blasfemias –declaraba Cioran siguiendo a Job– son «oraciones negativas», cuya virulencia es más acogida por Dios que la acompasada alabanza teológica.

La tesis de Ravasi es clara:

Cioran es un ateo-creyente sui generis. Su pesimismo, es más, su negacionismo se debe más bien a la humanidad (…). El hombre hace que pierdas toda fe, es una especie de demostración de la no existencia de Dios y desde esta perspectiva se explica el pesimismo radical de Cioran

Y con ciertos matices, nos parece una postura muy válida.

Entenderíamos que Cioran es -mutatis mutandi…- una posición próxima a la de nuestro Unamuno, incapaz de creer no tanto ya como nuestro don Miguel por un proceso racional, sino más bien porque su experiencia de desasosiego ante el sinsentido que encuentra en cuanto existe, le abre a una consideración apofática de Dios, pero no desde la fe, sino desde la protesta.

Así pueden entenderse sus manifestaciones contra Dios que dispersas por su obra, son como el grito del que culpa en definitiva a una idea de Dios de cómo ve él el mundo, lo cual le lleva a rechazar esa idea de Dios extendida y comprendida generalmente como creador, providente, benévolo y bondadoso.

Es inconcebible que ese Dios del que se habla sea como se dice, si cuanto existe no es sino un vacío absoluto de sentido. El grito ético en cierta forma, es el que le lleva a la negación de un Dios demasiado controlado y manejado, demasiado comprendido.

Pero lo más interesante de todo es que pese a todo ello, no puede apartarse de una apertura radical… Ravasi lo apunta con esa indicación de una Nada que está incluso por encima de Dios y que remite a los místicos cristianos y judíos.

Se une ciertamente que fue educado en el cristianismo ortodoxo -ya dijimos que su padre era un Pope rumano- pero más allá de su rechazo también familiar, y de su educación obviamente, el grito trascendente de Ciorán se nos presenta como un grito apofático del que le es imposible separarse, aunque no lo comprenda, o aún se revele contra él mismo…

Y no querríamos caer en un fácil movimiento de atraer el agua a nuestro molino, incorporándolo en una especie de creyente sin saberlo, anónimo, pero es innegable para cualquiera que lea sus obras alejado de una visión ideológica sesgada o partidista, que el grito de Ciorán sobre Dios es un grito concreto y a alguien concreto… un grito que habla de protesta, de desasosiego, de pesimismo, de queja profunda. Como Job.

Pero ¿qué grita Cioran?

 

3. La protesta de Cioran

La fascinación de Cioran a través de sus libros nos viene por la subversiva sospecha del autor contra la sacralidad, la intocabilidad, el orgullo, de la condición humana misma.

Lo que nos deja Cioran, después de la lectura de La Tentación de Existir, La Caída en el Tiempo o El Aciago Demiurgo es la idea de que el hombre bien podría ser tratado como un animal descastado, un indigno cósmico, en vez del semidiós, «la criatura, a su imagen y semejanza», etc. a la que se está acostumbrado. Es como si el hombre, a partir de Cioran, empezase a ser considerado como una pieza de discordia cósmica, un tonto o un energúmeno infatuado que en el fondo lleva a la enfermedad y la destrucción de todo lo que toca: sean sus, pares o el planeta mismo que habita.

La ética, hasta ahora, fue la respuesta creada por el hombre ante la sospecha (y la evidencia) de sus malas inclinaciones. Más allá de la respuesta de la ética está Cioran -que aunque no lo quiera está directamente ligado a Nietzsche- y que nos dice que el factor criminal del hombre, su destructividad, es la verdadera revelación del siglo XX: el hombre, a través de la tecnología, manifestó su verdadera faz inmoral, definitivamente pérfida: esto es el siglo de los campos de concentración, del hipócrita y cotidiano genocidio, Norte-Sur, de Hiroshima, y más que nada de la destrucción, del orden natural del planeta Tierra a través del desequilibrio ecológico, la contaminación, el definitivo avasallamiento del ritmo de la biosfera, de los animales y las plantas: por una especie triste, neurótica, infatuada, que ni siquiera obtiene placer de sus crímenes.

No es extraño que el ensayo La Tentación de Existir[10] sea una crítica de ese supuesto favorable a la vida humana y a la bondad del hombre que baña con su hipocresía toda la cultura o incultura de Occidente.

La solitaria repulsa de Cioran se origina en este hecho central: al descalificar al hombre como ente privilegiado, loable, admirable y salvable, condena a muerte la tarea de esos filósofos del hombre, habitantes del ghetto del optimismo. Cioran en realidad es el primer filósofo que deja de ser «oficialista» del partido del hombre. Se pone más allá de esa obligatoria y engreída «conciencia de humanidad». Rompe el contrato, invita a que nos unamos a la opinión que de nosotros podrían tener nuestras víctimas: las plantas, los mares, los exterminados tigres de bengala, los místicos, las aves.[11]

El grito de Cioran es el de negar al hombre actual seguir postulándose arrogantemente y sin dudas como candidato al Paraíso. Cioran nos dice que en este tiempo post-metafísico el hombre no solamente no merece el Paraíso sino que lo saquea y destruye. Es definitivamente un animal dañino con peligrosísimas aptitudes…

En un tiempo de pensamiento público pervertido por el lenguaje equívoco de la política y de los grandes intereses, la filosofía cobra una importancia dramática: junto con el arte y la religión son los únicos espacios de resistencia que nos quedan ante la presión cosificadora. Cosificadora no sólo por el materialismo de una «sociedad de cosas» sino porque esa sociedad termina cosificando a su protagonista, el que debería haber sido su beneficiario.

 

4. Pesimismo y rebeldía

El hombre no es «sino la quintaesencia del polvo» dice Hamlet a Rosencranz y a Guildensteirn frente al esplendor del Universo, del cielo y de la tierra. El polvo no tiene ni la noble solidez de la roca ni el ligero fluir del agua. Es una materia que se disuelve, que se pierde sin eliminarse en un movimiento circular. Ciertamente la frase bíblica «Polvo eres y en polvo te convertirás» nos sugiere esta inconsistencia humana tomada en sí misma. Este maldito yo, por usar una certera expresión suya, no es nada.

Solo nosotros nacemos, solo nosotros morimos. Los animales aparecen y desaparecen en este polvo que ni se reconoce como tal. Pero nacer implica la idea de algo, de alguien, es la conciencia que se materializa. Nuestro sistema nervioso, hipersensible, genera esta conciencia que no es otra cosa que un suponerse separado, que un desarraigo radical con la Naturaleza.

Nacer es ser diferente y es esta diferencia la que nos condena. Morir es la idea que nos atraviesa, es el horror que nos espera. Somos algo y esta es nuestra desgracia porque nacemos, primero biológica y después simbólicamente cuando nos hacen entrar en el orden del lenguaje y de la ley. Algunos ilusos hablan de contrato social cuando lo único que hay es un nacimiento y una socialización violenta. Ni más ni menos: el resto son palabras, consuelos, engaños que nos taponan la idiotez de lo real.

Polvo quiere decir también que somos cuerpo. No es que tengamos un cuerpo, sino que somos cuerpo, ya que no hay nada más allá de él. Uno de sus maestros, al que curiosamente cita poco, fue Schopenhauer, uno de los primeros que lo constató. Más allá de la representación del cerebro es el cuerpo en su globalidad el real sujeto de la experiencia.

Schopenhauer, ya nos advirtió que la existencia humana oscila entre la insatisfacción y el aburrimiento. El deseo genera ansiedad y su consumación decepción. No hay salida, más allá del oscuro goce de la lucidez. Pero no es la lucidez de la sospecha sino de la desolación. Nietzsche, nos advertía Cioran, es terrible en su crítica pero ingenuo en su propuesta. Marx igualmente pone de manifiesto el horror del capitalismo pero desde su discurso se engendra otro horror, el del Gulag. Quizás es Freud el que asume más el pesimismo de la lucidez, pero mientras lo hace se entretiene montando su pequeña secta de iniciados para combatir el tedio de existir.

Pobres humanos, nos dice Cioran. Ingenuos humanos, los que creen en la salvación al uso. Lector riguroso de los Vedas o de los sutras budistas Cioran no vio en ellos una hoja de ruta para la salvación. También Schopenhauer cayó en el espejismo. Mientras Cioran también se divierte mostrando el engaño, la mentira en que vivimos: es el goce de la lucidez. Él mismo sabía que él mismo también entraba en el juego. ¿Para qué denunciar, para que hablar, para qué escribir? Cioran escribe sin ilusiones, sin poder ni gloria, con sus pequeñas ocupaciones: leer, escribir, conversar y sobre todo escuchar música. Y hasta afirma que a fin de cuentas lo hace tanto por exorcizar su propia angustia como por la necesidad de vivir de algo…

Y sin embargo… ¿no hay atisbo ninguno real de opción? ¿De salvación? ¿No hay sentido ninguno? ¿Por qué pues escribir?

 

5. Apofatismo, y deseo insatisfecho

El saber que no sabemos, por debajo de la superficie de la conciencia, de la razón, es el verdadero saber para Cioran. No es el inconsciente del que hablaban los psicoanalistas. Es la otra escena del yo, de la que nada podemos decir. Lo que escribe Cioran no procede del razonamiento, son explosiones de algo singular, de lo más propio que ni nosotros mismos conocemos. Pero si somos algo, somos esto. No la máscara del yo, esta pobre invención humana que cristaliza como un tótem que adoramos con nuestra estúpida vanidad. Pero estos fragmentos lo son de la experiencia, de una experiencia que no es gratuita. Nace del dolor, de una herida que nos impulsa, dice Cioran, a escribir, de una vitalidad misteriosa que nos empuja a expresarnos. Es como expulsar los demonios, como vaciarnos del veneno que nos corroe internamente. Pero ni tan sólo esto nos tranquiliza, porque el vacío de Cioran no es amable ni liberador. Solamente un deseo de lucidez, que ni siquiera nos consuela: cada aforismo es una flecha lanzada contra aquellas mentiras que nos ocultan la dureza de lo real.

Luego algo hay… a algo apunta… pese a sí mismo. Quizás al mero deseo insatisfecho… que no es poco.

Ciorán vive en el borde del abismo, pese a sí mismo parece estar siempre es esa terrible dicotomía del creer y el no creer, en ese abismo de la imposibilidad de la fe, así vive su alma atormentada, llena de amor a los místicos, deseosa de eterna calma, de éxtasis y sentido… apunto todo él a ello, pero impotente de dar el paso porque se centra en lo único que conoce y tiene, su pesimismo desgarrado. Como todo blasfemo es un pensador profundamente religioso.

Pero su religiosidad sólo llega al límite del apofatismo, al punto al que su deseo le lleva, sin dar el salto siguiente ninguna vez, pues no es posible darlo para él aquí y ahora. Este maldito yo que es todo hombre, no puede nada más que desear el vacío y despotricar contra la idea de un Dios que nos hubiese hecho así.

La única tarea que Ciorán es capaz de llevar adelante, es la del desengaño.

 

6. Una filosofía cruda y pesimista

Cioran es inclasificable. Trágico sin ser dramático. Entiende que el hombre no tiene sentido, pero no hace una estética del absurdo. Tampoco se presenta como un profeta del nihilismo. Fiel a su estilo fragmentario, donde cada aforismo parece contener la totalidad de su pensamiento, Cioran, rara avis dentro de una extraña especie, la humana, nos legó aforismos certeros que nos llegan a lo más profundo porque él mismo los escribe desde sus profundidades. No es una profundidad erudita, no es una profundidad metafísica. Es la que surge del abismo, de lo que escondemos, pero a pesar de todo expresamos.

El ensayo y los aforismos, los estilos de Cioran, han sido menospreciados por la academia formal y escrupulosa, pero rescata uno de los elementos olvidados en las ciencias sociales contemporáneas: la emotividad del conocimiento, del saber primigenio, que comienza siempre con la reflexión sobre uno mismo.

Cioran escribe para sí mismo, en una especie de catarsis, muy al estilo de las confesiones. En lugar de interpretar fenómenos cuantificables, Cioran expresa sus más profundos temores y emociones cuando toca cualquier tema. Aunque arremetió contra la filosofía, la historia y la política, en realidad denunciaba la inocente fe del ser humano depositada en sí mismo y sus obras.

Pese a su pesimismo, su grito angustiado y rebelde, su insatisfacción y negrura existencial, no deja de clamar -en su misma negación- por un algo más que siente que está. Le llama nada, muerte, vacío, olvido… pero no es otra cosa que la Verdad de lo humano.

Grita contra lo que es, porque no debería de ser así, porque siente en lo más hondo de su ser, la apertura y la sed de otra cosa. Sin atreverse a más, no hizo sino apuntar a ese apofatismo del que no sabe, y del que no sabe siquiera si quiere saber…

Cioran, bajo su angustiado grito, clama por el deseo insatisfecho de más, de mucho más, de un todo que él no supo más que calificar como nada…

 

7. Bibliografía

  1. Cioran, Conversaciones, Tusquets, Barcelona, 2002.
  1. Cioran, De lágrimas y santos, Tusquets, Barcelona, 1988.
  1. Cioran, El Aciago Demiurgo, Círculo de Lectores, Madrid, 1993.
  1. Cioran, La tentación de existir, Taurus, Madrid, 1973.
  1. Cioran, La Caída en el Tiempo, Tusquets, Barcelona, 1993.
  1. Savater, Ensayo sobre Cioran, Taurus, Madrid, 1974.
  1. Posse, “La revelación de Emile Cioran”, Elementos de Metapolítica para una Civilización Europea, 49, (2013), págs. 5-7, Barcelona.

J.F. Ravasi, “Emil Cioran, el ateo creyente”, Conferencia en la Universidad de Bolonia, Atrio de los Gentiles, del 12 de febrero de 2011. http://www.zenit.org/es/articles/emil-cioran-el-ateo-creyente.

 

[1] E. Ciorán (2001), pág. 252.

[2] Id. pág. 218.

[3] F. Savater, (1974), pág. 56.

[4] Id. pág. 25.

[5] Cf. J.F. Ravasi (2011).

[6] Id.

[7] E. Ciorán, (2001), pág. 173.

[8] E. Ciorán, (1988), pág. 71.

[9] J.F. Ravasi, op. cit.

[10] Cf. E. Cioran, (1973).

[11] A. Posse (2013), pág. 6.

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