Echar pie a tierra

Echar pie a tierra. Fernando Sánchez Dragó

No falla. Cuando alguien me presenta en público, ya sea para intervenir en algún acto cultural, ya para ser entrevistado en cualquier programa de radio o de televisión, el presentador me adosa la etiqueta de “impenitente” y/o “infatigable” viajero. Esos dos adjetivos son las infatigables e impenitentes muletillas del calificativo en cuestión.

Yo, al escucharlos, suelo esbozar una sonrisa de discreto escepticismo. Cierto es que fui durante muchas décadas ambas cosas, pero ahora soy más bien un viajero penitente y fatigado.

Penitente, pues penitencia es en estos tiempos la tentativa de transitar por derroteros no consuetudinarios en vez de hacerlo por el pasillo de la propia casa o alrededor del propio dormitorio, como lo hizo Xavier de Maistre, y fatigado también, pues fatiga al más pintado el empeño de enfrentarse a esa carrera de vallas, charcos y obstáculos electrónicos o policiales en la que se han convertido los aeropuertos, las estaciones, los medios de transporte, los restaurantes, los museos y los lugares de esparcimiento, por poner sólo un puñado de ejemplos. El mundo entero, ¡vaya!

Escribo esta columna en París, adonde me vine hace unos días sin más propósito que el de flanear sin rumbo fijo por sus calles, ver películas de otros tiempos –sideralmente mejores que los de hoy– en los diminutos y deliciosos cines del Barrio Latino y sus cercanías, recorrer los fulgurantes  escenarios de mis aventuras juveniles, admirar el palmito de las mujeres guapas, que en esta ciudad son legión, y cenar en restaurantes donde no sirvan pizzas, tacos, burritos, nuggets, hamburguesas, kebabs y otras porquerías de similar calaña.

Siempre creí, apropiándome la célebre frase de la película Casablanca, que París seguiría siendo por los siglos de los siglos un puerto de arribada para los viajeros impenitentes e infatigables, como yo lo fui,  y también, por desgracia, para los turistas, pero he dejado de creerlo no por el deterioro de sus virtudes, que, aunque evidente y estridente, todavía es soportable, sino por las sevicias, malos tratos, vejaciones y agresiones a las que se ven inmisericordemente expuestos quienes en un alarde de estulto optimismo corren el albur de emprender un viaje de corta o larga andadura.

Da igual el punto de destino… Playa, meseta o montaña, Oriente u Occidente, bulliciosa metrópoli acuchillada por los rascacielos o soñolienta aldehuela del agro más paleto, jungla de las que exigen machete y salacof o parques nacionales poblados por especies zoológicas amenazadas de extinción: doquiera vaya el viajero descubrirá que no ha salido de casa por muy lejos que esté, pues globalización quiere decir uniformización, y a todas horas y por todas partes se cruzará con los borregos numerados de ese rebaño lanar que son los turistas, invariablemente provistos de sonoras maletas de dos o de cuatro ruedas, de jorobas disfrazadas de mochilas mugrientas, de botellines de triste agua mineral y de antenas, magnetófonos y lentes del Gran Hermano agazapados en las carcasas de sus  smartphones.

Renuncio a describir las vicisitudes de mi reciente salida de España por el gateway de la Terminal Cuatro de Barajas…

¿Terminal o Terminator? Dejémoslo en Centro Comercial y territorio off limits. ¡Con lo simpática y manejable que es la Terminal Dos! Baste decir, para que el lector entienda mis cuitas, que yo no tengo teléfono móvil (bueno, sí, un humilde Nokia antediluviano), que carezco de aplicaciones y código QR, que en mi casa no hay impresora, que no utilizo tarjetas de crédito ni cajeros automáticos, que llegué, tras vueltas y más vueltas encajonado entre cintas y pasarelas de ordenación del tránsito pedestre y agropecuario, al mostrador de la compañía aérea, y que allí, ¡oh, cielos!, cobraron atónita conciencia sus solícitos empleados de que no tenía tarjeta de embarque… ¿Y cómo, recórcholis, iba a tenerla careciendo de impresora en mi domicilio?

En ese mismo instante comenzó mi odisea. Fui de atolladero en atolladero. Ya saben: que si la zona de control, que si las colas, que si un nuevo laberinto de cintas y pasarelas, bandejita por aquí, bandejita por allá, quítese el reloj y el cinturón, deje usted el móvil, las llaves, la calderilla, el ordenador aparte, por favor, levante las manos, esto es un atraco…

Menos mal que iba acompañado por mi novia, que sabe moverse por los entresijos digitales y que me fue sacando de apuros, aunque no, por su parte, sin ellos. Pese a su ayuda, tardamos cosa de un par de horas peripatéticas en llegar al portón de embarque peristáltico, que estaba en las quimbambas, y lo hicimos no sólo con la lengua fuera, sino también famélicos, pues en ninguno de los figones franquiciados del aeropuerto, a cuál más repugnante, aceptaban dinero en metálico, que era el único que yo llevaba.

Mi novia, chica moderna, sí que tenía una tarjeta de crédito, casi exhausta, pero la dignidad viril no me permitía vivir a su costa. Al cabo, tras muchos dengues y pamemas hipócritas, acepté que me invitase a una especie de bocadillo de pan de chicle en cuyo interior agonizaban unas repulsivas lonchas de supuesto jamón requeteprocesado y recauchutado. Le hinqué el diente y a renglón seguido, en un nuevo arrebato de dignidad viril y de defensa de los derechos humanos, lo arrojé a una papelera que andaba por allí. Mi novia se emperró en saciar el ayuno bebiéndose una cocacola. Intenté disuadirla, le dije que no hiciese locuras, le expliqué que ese bebistrajo llevaba unos siete terrones de azúcar, pero no hubo forma ni tampoco, al menos de momento, consecuencias.

El local donde se produjo esa escaramuza gastronómica era un Starbucks (o algo así). Nunca había entrado en uno. Nunca volveré a entrar en ninguno.

Total… Que llegamos por fin al portón de marras, hambrientos y sedientos (yo; ella no), pero a tiempo de enterarnos de que el avión salía con retraso. Casi dos horas, minuto a minuto, tuvimos que esperar al embarque sentaditos en el suelo o, mejor dicho, en la maleta, porque no nos habían permitido facturarla.

Pero Dios no ahoga… Dentro ya del avión y con los correajes puestos, se adentró por su pasillo una azafata que empujaba un carricoche cargado de víveres. Los ojos nos hicieron chiribitas y nuestros estómagos empezaron a segregar un chaparrón de jugos gástricos, pero resultó que Dios sí ahoga, porque sólo se podía pagar con dinero de plástico y yo, en un tercer arrebato de honor machirulo, me negué a seguir exprimiendo los caudales de mi novia.

Así, ilesos, aunque con unos cuantos kilos de menos, llegamos a Orly y no vayan ustedes a creer que allí terminaron nuestras tribulaciones. ¡Qué va! Ya en el taxi que nos llevaba a nuestro alojamiento se me ocurrió decir que había tenido bastante, que se acabaron de por vida los viajes, que echaba pie a tierra, que pasaba de ser un viajero impenitente e infatigable a ser un ex viajero fatigado y penitente, y que nunca más volvería a París ni viajaría a ninguna parte… Y entonces, encima, mi novia se enfadó, me acusó de ser un aburrido y amenazó con dejarme y buscarse un novio viajero.

Bueno… Eso, muñeca, ya se verá. Pero empiezo a pensar, en contra de lo que siempre había pensado, que en casa se está como en ninguna parte. Casablanca mentía.

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