El mejor país del mundo

El mejor país del mundo. José Vicente Pascual

Para apreciar el inmenso valor social, la proximidad y eficiencia de nuestro sistema público de salud no hay como ponerse malo en cualquier país de por ahí lejos —pongamos por caso Francia— e intentar que un médico te vea y te recete algo para un gripazo. En París, esa aventura supone desplazarse unos treinta kilómetros que pueden traducirse en una hora de coche o dos de metro+RER, según como se transporte cada uno, llegar a una banlieu donde David tocaba el arpa, pedir número en un consultorio atestado de racaille y ser atendido en dos minutos por un médico amargado de la vida que cobra diez euros por receta. En países más civilizados como el Reino Unido, casi peor; en los EEUU, mejor que no vayas si no quieres volver con más virus que los que llevabas.

Si nuestra sanidad es dulce, qué decir de nuestros transportes públicos, sí, nuestros transportes públicos, no estoy de broma: limpios, amplios, organizados y puntuales. Quien haya utilizado los servicios de metro y cercanías en ciudades como Londres, París, Roma, NY, Praga, Atenas… sabe de lo que hablo, sobre todo en el apartado de limpieza. Y hablando de limpieza —yo es que me fijo mucho en eso—, eche usted un vistazo a las calles y aceras de París o Londres y compárelas con las de cualquier poblachón de España, no digo Madrid o Barcelona o Sevilla, no: digo cualquier poblachón. Tenemos aceras anchas, planas —es decir, no inclinadas, y esto no se dice por capricho—, muy bien embaldosadas, con papeleras y gente que las barre todos los días, con arbolitos y gente que los riega todos los días. Esos lujos, por Europa no son frecuentes. Y si al lujo vamos, Dios les libre de tener que solventar cualquier trámite burocrático en oficinas del Estado, a menos que tengan cita en una oficina española; porque en Italia, en Francia, en el Reino Unido, en Alemania y en Grecia entrarán ustedes en otra dimensión, otro mundo y otra época, el revival de los despachos con muebles de formica, mostradores de aglomerado y funcionarios con bigote vocacional —ellos y ellas— que atienden al público en instalaciones antañonas, como de serie de Netflix ambientada en la DDR de los años cincuenta. Una de las cosas que más me impresionó en mi última visita a Florencia fue la sede de la fiscalía general de la región de Toscana, sita en un callejón entre albañales, en una casona muy antigua pero no histórica, con pintadas en las viejas paredes que se comban por la humedad, con balcones que amenazan derrumbe y ventanas con cristales rotos. Ahora dese usted una vuelta por la fiscalía de Palencia y ya me cuenta. O échese usted a la autovía —aproveche que aún son gratis—, o a las docenas de autopistas liberadas de peaje. Y si no tiene previsto llegarse a Extremadura, hágase un AVE. En fin…

Tenemos un país inmaculado. Comparado con otros de nuestro entorno, superior. Así lo digo, sin complejos ni ñoñeces: superior. El esmero con que España trata a sus servicios públicos, sus calles y plazas, sus edificios institucionales y los abiertos al paseante o al turista, sus medios de transporte, su “presencia física” que diría un publicista vigesémico, no tiene parangón en Europa. Que se lo pregunten a los ciudadanos de otras naciones de la UE afincados aquí, los que vienen a pasar la jubilación y de paso servirse de nuestra sanidad, los que han comprado casa o tienen un barquito —o un yate— amarrado en Vilanova i la Gentrú por cuatro cuartos y con el mejor servicio de atraque del Mediterráneo, por seguir poniendo ejemplos, digo. Aunque, bueno, no nos vengamos tan arriba, no hace falta ir tan lejos: que le pregunten a los comunes granadinos, que su opinión también cuenta, qué tal ha quedado su ciudad con la reorganización del tráfico, la peatonalización del centro ciudadano, el metro de superficie y los arreglos de edificios antiguos. Seguro que el habitante de diario en la bella ciudad tiene mil razones para quejarse de esto y de lo otro, seguro; pero al que visita Granada después de años sin poner los pies por allí, le parece estar, de nuevo, en otro mundo, y en este caso, en el lado bonito y correcto de la historia.

Ese mimo hacia nosotros mismos, ese cuidado de lo nuestro cotidiano, entre otras razones se debe a la tensión productiva que durante décadas han mantenido las distintas administraciones con competencia en estos asuntos: el Estado, las autonomías y las diputaciones y ayuntamientos. Durante muchísimo tiempo, lo que no proyectaba el ministerio lo arreglaba la consejería de obras públicas, donde no llegaba el ayuntamiento alcanzaba la diputación. Todo ello sufragado por nuestros impuestos, tampoco es que las cosas nos hayan caído del cielo. Y como nuestros políticos de nivel estatal, autonómico y local siempre han necesitado adornar su gestión con gestión a la vista, de la que se señala con el dedo y se dice “Ahí, donde había una chatarrería, ahora hay una guardería”, pues qué menos que llevar a los niños a la misma guardería municipal y poner maceteros en las calles. Y así está todo, que da gusto pasear y ver cómo amorata la jacaranda en primavera y cómo los barrenderos recogen en otoño las grandes hojas muertas del sicomoro.

Pero todo eso se va a terminar, ya ven la pena. Antes dije, porque es verdad, que la potencia generadora de nuestras administraciones y la emulación entre signos políticos a la hora de aportar beneficios visibles a la ciudadanía dieron lugar a un país arreglado como en día de primera comunión. Faltaba otro elemento, claro está: la equidad distributiva de los caudales presupuestarios, la solidaridad entre administraciones y regiones, la igualdad de trato, la atención a las zonas despobladas y las más necesitadas—suelen coincidir, por cierto—; en suma: el reparto e inversión de lo público en función de las necesidades generales de los españoles y concretas de cada lugar. Ese cuento se acabó. A tomar viento los sicomoros, las aceras limpias, los consultorios médicos al lado de casa y las hojas del árbol caídas. A partir de mañana, en cuanto en España empiecen a mandar de verdad los que ya mandan en el congreso de los diputados, la teoría cambia. A partir de mañana, la filosofía de gasto e inversión pública será la que ya es: “Si en mi comunidad vive mucha gente y recaudamos mucho, mejor para nosotros; y si en la tuya viven cuatro gatos y se recauda poco, os jodéis”. Dicho así, a lo bruto y por las claras, esa es la base fundamental que nuestro gobierno ha pactado con las autonomías vasca y catalana en materia recaudatoria. Como muestra el botón de los famosos 15.000.000.000 € que ya se le han condonado a la Generalitat porque sí y porque ellos lo valen. A partir de ahora —de mañana—, cada palo aguantará su vela. Si hay autonomías en apuros ya se encargará el gobierno de atender con urgencia las necesidades de Cataluña y el País Vasco. Y de contentar a las demás y a los demás con el sublime sagrado beneficio de tener un consejo de ministros progresistas. No sólo de consultorios médicos y trenes de cercanías vive el hombre, no digamos la mujer, sobre todo si el hombre y la mujer son hombres y mujeres progresistas, tan progresistas y más que progresistas, socialistas de carnet como esos hombres y mujeres, diputados y diputadas de Cáceres, de Ávila, de Badajoz, de Huelva, de Soria, de La Coruña, de Teruel… que han votado el fin de la igualdad y el advenimiento de la nueva era, los tiempos del hachazo y el sálvese quien pueda. Por Cataluña, por el País Vasco y por Pedro, lo que haga falta.

Y es lo que hay, aunque como esto no ha hecho más que empezar, seguro que mañana hay más.

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