Empatía selectiva y tolerancia excluyente

Empatía selectiva y tolerancia excluyente. Jesús Cotta Lobato

“No defiendas a un maricón”, le dijeron a José Rosales en el Gobierno Civil de Granada cuando acudió en agosto de 1936 allí a rescatar al gran poeta mártir, como puede leerse en el magnífico libro de Los últimos días de García Lorca, de Molina Fajardo. Federico estaba allí absurdamente acusado de espía ruso, pero su condición sexual aceleró su camino al patíbulo.

Eran días aquellos en que ser amigo de un homosexual o actuar en su favor lo hacía a uno sospechoso de serlo también y, por tanto, merecedor del mismo maltrato. La homosexualidad actuaba en la mente y en el corazón de los demás como un negador de la dignidad de la persona; los dispensaba de sentir empatía hacia ella.

Esta empatía selectiva es una triste tendencia humana que cumple una función: ahorrarnos el esfuerzo tremendo que supone tener que salvar del desamparo a absolutamente todo el mundo. Cristo luchó contra ella proclamando la fraternidad universal, que con los siglos daría como fruto, entre otros, el principio jurídico de igualdad ante la ley (hoy seriamente amenazado en muchos ordenamientos jurídicos).

El grito de “Mujeres y niños primero” ante un peligro, el ceder el asiento a ancianos, enfermos y embarazadas y, en fin, las famosas obras de misericordia (visitar al preso, dar de comer al hambriento…) son prueba de cómo moral, religión y tradición han intentado reconducir del modo menos dañino posible la empatía selectiva que nos aqueja.

Por desgracia las ideologías hoy dominantes han encontrado en nuestra empatía selectiva un filón, y la manipulan en su beneficio, es decir, no para redirigirla al bien común, sino para privilegiar a ciertos grupos a cuyos miembros ellas consideran víctimas de primera categoría y con derecho a la empatía total de todo el mundo. Los cristianos coptos degollados vilmente a manos de hienas fanatizadas en las playas de Libia no ocuparon tantos telediarios ni indignaron al mundo occidental tanto como la de George Floyd por asfixia a manos de un policía sin corazón, cuando el hecho es que, mientras que a los coptos los mataron por ser cristianos, no hay manera de demostrar que el policía no hubiera asfixiado igualmente a George Floyd si este hubiera sido blanco. Las ideologías dominantes de nuestro tiempo han establecido que aquí las únicas víctimas legítimas son negros, indígenas, mujeres, homosexuales… pero no cristianos.

Eso sí, el objetivo de las ideologías no es salvar u honrar a la víctima, sino usarla para arremeter contra el grupo, la institución o el hecho que ellas señalan como culpables de nuestros males: el varón, el blanco,  la tradición, la religión, el capitalismo, la familia… Una ideología se define más por lo que odia que por lo que defiende. El indigenismo es más antioccidental que indigenista. El feminismo es más una lucha contra la tradición que a favor de la mujer. Por eso, una mujer defensora de Trump abatida a tiros durante el asalto al capitolio, una diputada de Vox apedreada, o un homosexual ejecutado en un país musulmán, nunca serán considerados por las ideologías y sus medios como víctimas (o lo serán solo con la boca chica), porque no sirven para echarlas sobre los hombros del culpable de todos los males: el supuesto supremacismo blanco, masculino y judeocristiano de la civilización occidental.

Igual que en la España de Federico García Lorca una persona escondía casi siempre su homosexualidad para así seguir mereciendo la simpatía o, al menos, el respeto de la gente, hoy también una persona evita en casi todos los ambientes decir cosas como que es de derechas o que no es feminista y que el asesinato de un hombre no vale menos que el de una mujer; que le encanta ir a los toros, que cree que los niños tienen pene y las niñas vagina o que el capitalismo es estupendo y que el cambio climático no se debe a causas humanas… Tales opiniones acarrean la antipatía de mucha gente, ataque o censura en las redes sociales y problemas en el trabajo, por no decir que algunas de ellas son delito en algunos países.

Y ahora viene la segunda parte, con su segundo oxímoron: esta desgracia de la empatía selectiva está reforzada por una deformación ideológica de la tolerancia, que podríamos llamar tolerancia excluyente.

La tolerancia excluyente consiste en ser tolerante solo con las opiniones que no ofendan a las únicas víctimas legítimas (opiniones que, curiosamente, son las que dan la razón a las ideologías dominantes). Con las demás opiniones no tenemos que ser tolerantes, porque no son más que “discursos de odio”, es decir, homofobia, xenofobia, islamofobia, transfobia, supremacismo, negacionismo, en fin, lo que ahora se llama, impropiamente, fascismo (¡quién iba a decirnos que al disidente se le iba a colocar el sambenito de fascista!). La tolerancia, pues, ya no es permitir las opiniones que no nos gusten, sino permitir solo las que no ofendan a los únicos con derecho a ofenderse.

No es extraño, pues, que desde el gobierno se proponga una reforma del Código Penal que derogue el delito de injurias a la Corona y de escarnio a los sentimientos religiosos, pero pretenda incluir el delito de apología y exaltación del franquismo. De consumarse la reforma, podría uno hacer mofa y befa de nuestros reyes y de Moisés, Cristo y Mahoma (aunque con este último nadie tendría agallas), pero no podría uno alabar la seguridad social, la escuela pública y la red de pantanos porque han sido creaciones, como se dice ahora, preconstitucionales.

Es tal la maraña de prejuicios e intereses que habría que desbrozar para que la gente comprenda que no puede haber categorías en las víctimas ni opiniones con derecho de veto, que lo mejor que se me ocurre para ondear la bandera de la fraternidad universal es, en vez de discutir con el ceño fruncido, ponerse a cantar con alegría justo lo contrario de lo que las ideologías proclaman.

Y yo voy a empezar por esta copla:

Mi enemigo no es

quien opina distinto,

sino quien quiere que

todos piensen lo mismo.

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