Utlizando la sintaxis de Gramsci, existe ideología cuando “una determinada clase tiene éxito en presentar y hacer aceptar las condiciones de su existencia y de su desarrollo de clase como principio universal, como concepción del mundo, como religión”.
El clímax esbozado por Gramsci resulta del todo pertinente si se hace referencia a la ideología de la globalización como una naturaleza desde siempre dada, irreversible y fisiológica (globalismus sive natura). Ella misma, en el marco del Nuevo Orden Mundial posterior a 1989 y de aquello que se ha definido como «el gran tablero de ajedrez», se presenta a todos los efectos como un «principio universal«, porque es indistintamente aceptada en todas las latitudes del planeta (es lo que podríamos denominar la globalización del concepto de globalización) y, al mismo tiempo, es también asumida desde el polo de los dominados, que debieran oponerse a ella con la máxima firmeza. Se plantea como una verdad indudable y universalmente válida, que sólo pide ser ratificada y aceptada conforme a la modalidad de una adaequatio a la vez cognoscitiva y política.
La globalización se muestra entonces, como una «concepción del mundo«, es decir, como un sistema articulado y omnicomprensivo, porque se ha venido estructurando bajo la forma de una perspectiva unitaria y sistemática, centrada en el cosmopolitismo desnacionalizante y en la eliminación de toda limitación material e inmaterial a la libre circulación de mercancías y personas mercadizadas, a los flujos de capital financiero líquido y a la extensión infinita de los intereses competitivos de las clases dominantes.
Por último, toma la forma de una «religión«, porque se la vive cada vez más como una fe incuestionable y en gran medida situada más allá de los principios de una socrática discusión racional: quienquiera que no acepte de forma irreflexiva y con credencial fideísta el nuevo orden globalizado será inmediatamente condenado al ostracismo, silenciado y estigmatizado por la policía lingüística y los gendarmes del pensamiento como un hereje o como un infiel, que amenaza peligrosamente la estabilidad de la catequesis mundialista y sus principales artículos de fe (libre circulación, apertura integral de toda realidad material e inmaterial, competitividad sin fronteras, etc.). La globalización coincide, pues, con el nuevo monoteísmo idólatra del mercado global, propio de una época que ha dejado de creer en Dios, pero no en el capital.
En términos generales, la globalización no es otra cosa que la teoría que describe, refleja y, a su vez, prescribe y glorifica el Nuevo Orden Mundial clasista post-westfaliano, que surgió y se estabilizó después de 1989 y -para retomar la fórmula de Lasch- se elevó ideológicamente al rango de verdadero y único cielo (true and only heaven). Tal es el mundo enteramente subsumido bajo el capital y bajo el imperialismo americano-céntrico de los mercados de capitales privados liberalizados, con colateral exportación de la democracia del free market y el free desire, y de la antropología del homo cosmopoliticus.
El poder simbólico del concepto de globalización es a tal punto invasivo que, literalmente, hace imposible que cualquiera que se atreva a cuestionar el concepto acceda al discurso público. Es, en este sentido, más similar a una religión de credo obligatorio que a una teoría sujeta a libre discusión y a una hermenéutica incardinada en la razón dialógica.
A través de unas categorías convertidas en piedras angulares de la neolengua capitalista, cualquier tentativa de frenar la invasividad del mercado y de impugnar el dominio absoluto de la economía globalizada y americano-céntrica es demonizada como «totalitarismo», «fascismo”, «estalinismo» o hasta “rojipardismo”, la síntesis diabólica de las anteriores. El fundamentalismo liberal y el totalitarismo globalista de libre mercado evidencian también su incapacidad para admitir, incluso ex hypothesi, la posibilidad teórica de modos alternativos de existencia y producción.
Cualquier idea de un posible control de la economía y de una eventual regulación del mercado y de la open society (con despotismo financiero incorporado) conduciría indefectiblemente, según el título de un conocido estudio de Hayek, hacia el “Camino de servidumbre» (to serfdom). Hayek lo afirma sin eufemismos: “el socialismo significa esclavitud”.
Obviamente, el teorema de von Hayek y sus acólitos no tiene en cuenta el hecho de que el totalitarismo no es sólo el resultado de la planificación política, sino que también puede ser consecuencia de una acción concurrencial privada de normas políticas. En la Europa presente, dicho sea de paso, el peligro no debe identificarse con el nacionalismo y el retorno de los totalitarismos tradicionales, sino más bien con el liberalismo de mercado hayekiano y con la violencia invisible del sutil garrote de la economía despolitizada.
Por lo tanto, resulta imperativo descolonizar el imaginario de las concepciones hegemónicas actuales sobre la globalización y tratar de redefinir sus contenidos de una forma alternativa. Para ello, es necesario volver a entender marxianamente las relaciones sociales como móviles y conflictivas, allí donde la mirada anegada de ideología únicamente registra cosas inertes y asépticas, rígidas e inmutables.
En otras palabras, es necesario deconstruir la imagen hegemónica de la globalización, mostrando su carácter no neutral, sino clasista.
Cuando se analiza desde la perspectiva de las clases dominantes globalistas, la mundialización puede, en efecto, parecer entusiasmante y muy digna de ser elogiada y potenciada.
Por ejemplo, Amartya Sen la celebra con la mayor insistencia por su mayor eficacia en la división internacional del trabajo, por la caída de los costes de producción, por el aumento exponencial de la productividad y -en una medida decididamente más cuestionable- por la reducción de la pobreza y la mejora general de las condiciones de vida y de trabajo.
Baste aquí recordar, en un primer vistazo al nuevo milenio, que Europa registra 20 millones de desempleados, 50 millones de pobres y 5 millones de personas sin techo; y todo esto mientras, en los últimos veinte años en esa misma Europa, los ingresos totales han aumentado en una proporción comprendida entre un 50 y un 70 por ciento.
Esto confirma, de un modo difícil de refutar, el carácter de clase de la mundialización y del progreso que esta genera. Desde la perspectiva de los dominados (y, por tanto, vista «desde abajo»), se identifica con el infierno muy concreto de la nueva relación de poder tecnocapitalista, que se consolidó a escala planetaria después de 1989 con la intensificación de la explotación y la cosificación, del clasismo y el imperialismo.
A esta duplicidad hermeneútica, que preside la duplicidad de clases en el fracturadísimo contexto post-1989, remite el interminable debate que ha interesado y continúa interesando a los dos focos de esta contraposición frontal: de una parte, a los apologistas de la globalización; y de otra, a cuantos están ocupados en la elaboración del cahier de doléances del mundialismo.
Los primeros (a los que en su conjunto se les puede llamar «globalistas», a pesar de la pluralidad caleidoscópica de sus posiciones), exaltan las virtudes de hacer del mundo un mercado. Por el contrario, los segundos (que coinciden sólo parcialmente con aquellos que el debate público ha bautizado con el nombre de «soberanistas»), enfatizan las contradicciones y el carácter eminentemente regresivo respecto del marco anterior centrado en las soberanías nacionales.
En pocas palabras, y sin ahondar en los vericuetos de un debate prácticamente inmanejable por la cantidad de contenidos y diversidad de enfoques, los panegiristas del globalismo insisten en cómo la globalización extiende la revolución industrial, el progreso y las conquistas de Occidente al mundo entero; o lo que sería lo mismo, el modo en que “universaliza” los logros de una humanidad de alguna manera entendida como «superior» y, por tanto, con derecho a organizar la «fila única» del desarrollo lineal de todos los pueblos del planeta.
Aún los autores más sobriamente escépticos sobre el valor axiológico de la mundialización, como Stiglitz, parecen sufrir una tan magnética como, en última instancia, injustificada atracción hacia la obra de convertir el mundo en un mercado. En opinión de Stiglitz y su optimismo reformista, éste proceso, que al mismo tiempo también “planetariza” la desigualdad y la miseria capitalistas, merece no ser abandonado debido a los desarrollos y cambios a que pudiera dar lugar.