La gran desesperanza

La gran desesperanza. Mateo Requesens

En aquel magnifico libro de Rafael García Serrano, publicado a principios de los años 80 (La Gran Esperanza, Premio Espejo de España de 1983), en el que añoraba los ideales de la Falange de antes de la Guerra Civil para hacer una España diferente, más allá de un ejercicio nostálgico de lo que pudo ser y no fue, se detectaba el animo de conservar un legado. Pero en la España de fin de siglo, con unas reformas sociales y políticas recién estrenadas, era el crecimiento económico dentro de un sistema liberal lo que preocupaba y no los legados morales ni ideológicos, ni lo bueno o malo para la comunidad nacional. 

En los años 30 la creación de la sociedad política perfecta tras la crisis del liberalismo, cuando comunismo y fascismo eran aún territorios inexplorados, era una utopía que se esperaba posible. La Ilustración, la Revolución Francesa y la Revolución Industrial habían sentado las bases para que la humanidad creyese en la construcción de su perfeccionamiento universal a través de nuevos proyectos revolucionarios. Tras la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría asumimos que aquellos totalitarismos que perseguían una sociedad ideal con tal de que los seres humanos, mediante la persuasión o de cualquier otra forma, se convencieran de su conveniencia y de su bondad intrínseca, en realidad eran distopias. Ya se tratase del proyecto marxista de la sociedad sin clases que se podía implantar en cualquier parte y en cualquier momento, o de la utopía de una sociedad nacional sin conflictos internos, en caso de los fascismos. 

El tránsito al siglo XXI se ha efectuado bajo la idea del sistema liberal y el capitalismo como punto final de la evolución dialéctica de la humanidad, lo que ha traído la “muerte de la utopía, entendida ésta como exploración cultural de lo posible más allá de lo actual” (Paul Ricoeur). ¿La desaparición de las utopías nos sitúa en el mundo fragmentado e inestable de la globalización o en realidad lo que ha sucedido es que los charlatanes de la Escuela de Frankfurt y los falsos profetas de la libertad del neoliberalismo han diseñado la utopía definitiva?  Tanto unos como otros han coincidido en rechazar los valores clásicos greco-romanos por patriarcales, violentos y autoritarios, los cristianos por oscurantistas y medievales, han estigmatizado el colonialismo europeo, culpable de la desigualdad y la injusticia en el mundo y sobre todo han exorcizado el mal por excelencia, los fascismos. Así, el desarrollo del modelo capitalista unido al Estado del bienestar socialdemócrata, nos ha de conducir al utópico futuro en que el multiculturalismo, la ideología de género y el ecologismo lograran la felicidad universal a través de un desarrollo sostenible e inclusivo indefinido. Es la nueva era progresista, en la que los retos son enormes, porque no sólo se trata de cambiar de mentalidad, sino, más aún, de cambiar la forma de vivir de todo el mundo. Esta nueva utopía poco tiene que ver con la República de Platón o la Utopía de Tomás Moro en las que la comunidad ocupaba el papel protagonista de la política. Ahora la Familia, la Nación, la Religión son el origen de nuestros males y la cultura europea que las ha configurado como protagonistas de la Historia debe ser cancelada. Consecuentemente la crisis moral y cultural que corroe hoy a Occidente la encontramos aquí. Con la postmodernidad y los avances tecnológicos que han puesto en contacto a todos los seres humanos del planeta a través de los dispositivos digitales, la sociedad de masas evoluciona a la super-sociedad deslocalizada de individuos.  Hoy el mercado económico es mundial, como lo es también la alarma climática, la necesidad de empoderar a la mujer, la defensa de los derechos humanos y la igualdad o el entretenimiento. No hay especio para la comunidad, solo para el individuo que en esta sociedad globalizada debe desempeñar el papel de productor y consumidor para que la economía funcione y pueda ofrecer una felicidad sin profundidad, consistente en sensaciones de placer, colecciones de experiencias sensoriales y relaciones sin compromiso. Paralelamente el Estado ya no es instrumento del proyecto de la comunidad, sino administrador todopoderoso que garantiza el acceso al consumo a todos y contempla a los ciudadanos como contribuyentes dóciles y obedientes a cambio del poco o mucho bienestar que les ofrece. La nueva sociedad se considera como una simple suma de individuos.

La nueva utopía progresista trata de arrasar con las señas de identidad de quienes somos, no existe nación, religión, raza, género ni cultura, somos ciudadanos del mundo, es decir, ciudadanos de ninguna parte, individuos atomizados sin arraigo, dedicados a consumir, producir y pagar impuesto.  Esta es la lucha política de nuestros tiempos, no la clásica entre derecha e izquierda, nos jugamos qué prevalecerá en el futuro, el mundialismo o la comunidad nacional. Este es el debate de fondo que está detrás del triunfo electoral de Trump o Bolsonaro, de que Polonia y Hungría, se consideren los países díscolos de la Unión Europea.  Los movimientos que despectivamente han sido denominados populismos de derecha, reflejan el descontento en este Occidente tan inclusivo y abierto con cuanta minoría existe, pero que excluye cada día más a su clase media, estancada y sometida a cada vez más presiones económicas y burocráticas. En las próximas elecciones presidenciales en Francia el debate identitario ocupará un lugar preeminente. No solo se trata de la habitual Marine Le Pen, los candidatos que ponen el acento en la preservación de la identidad francesa crecen, Valérie Pécresse del gaullista Los Republicanos y el intelectual Éric Zemmour, reflejan que en el país vecino han entendido muy bien de qué va el futuro. Desgraciadamente en España la burricie política de nuestra derecha sigue considerando este debate como extraño y propio de outsiders, por mucho que al menos VOX tenga conciencia de él. 

Pero no nos engañemos, la cuestión económica es la que capitaliza el descontento y es la prosperidad lo que preocupa a los electores, por mucho que no se crean una palabra de esa filfa que son la Agenda 2030 o 2050.  Aunque  nos desgañitemos apelando a recuperar el espíritu de la comunidad, lo cierto es que, como sabiamente apuntó Vilfredo Pareto, nunca ha existido una época en que en una sociedad organizada no existirá también una clase que gobierne, una elite que se mantiene en el poder gracias a sus fuerzas, pero también gracias al consentimiento de la mayoría de los gobernados. 

La crisis del COVID no ha hecho más que confirmar lo bien que las actuales elites tienen dominada a la mayoría de la población. Hemos descubierto que los científicos, como los políticos, tampoco son de fiar. No solo se trata de que son tan venales como cualquier concejal de urbanismo. Por supuesto barruntamos que su catedra y sus conclusiones se orientan según el soplo de la big farma o el new green deal  que pague su beca o su investigación. Pero es que la razón empírica que se le suponía a la ciencia ha sido sustituida por el mismo relativismo de la política. La realidad fluida que impregna nuestra sociedad actual también tenía que llegar a la ciencia y el hecho que nos encontremos con tantas y tan variadas teorías alrededor del COVID, no las sostenidas por impostores, conspiranoicos y frikis, sino por médicos y científicos de renombre que cuestionan las versiones oficiales, se traduce en la ruptura de la confianza que se tenía en la institución científica, que se ha vuelto también volátil. Pese a que el sistema ha venido dando palos de ciego constantemente, los gobiernos no se han desmoronado, ni siquiera un “jeta” como Pedro Sanchez ha sufrido más que un moderado desgaste por su pésima gestión económica y sanitaria. Cuanto más organizada esta la elite occidental mayor es su poder y su firmeza.

La ausencia de nuevos horizontes políticos que verdaderamente sean capaces de acabar con el consenso de las sociedades abiertas y lo políticamente correcto, pero también con el individualismo irredento del neoliberalismo, explica que en Iberoamérica avance sin parar el postmarxismo y si no cambian pronto las cosas, será demasiado tarde para vencer a las elites globalistas, porque cuanto más se acerquen a su objetivo de crear una comunidad política mundial y una gobernanza global, menor será la correspondencia de la minoría gobernante en contraste con la mayoría gobernada. Una situación de la que el sociólogo Gaetano Mosca extraía la conclusión de que resultará más difícil a la mayoría organizarse para proceder en contra de la élite. 

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