Con calculada periodicidad, la valla de Melilla sufre los embates de la inmigración ilegal, problema ante el cual el Gobierno de la nación -de la plurinación según los declarados enemigos que lo sostienen- apenas es capaz de habilitar una serie de contrapartidas para Marruecos que no hacen sino alimentar el problema. El último episodio, saldado con una veintena de agentes españoles heridos, estuvo protagonizado por más de un centenar de inmigrantes -migrantes según la ornitológica terminología dominante- que intentaron entrar por el Dique Sur de Melilla. Consciente de los réditos obtenidos por la estrategia marroquí, el ministro egipcio de Recursos Hídricos y Riego -¿qué mejor cartera para quien opera sobre las reliquias de un imperio ligado al Nilo- Mohamed Abdel Atya ha amenazado a Europa con abrir el dique inmigratorio si Etiopía mantiene su intención de llenar la Gran Presa del Renacimiento, medida que agravaría la escasez de líquido elemento en un Egipto en el que muchos viven dedicados a la agricultura.
La búsqueda de soluciones para los muchos problemas que han gravitado y continúan afectando a las ciudades, hoy autónomas, de Ceuta y Melilla es una cuestión largamente disputada. En efecto, desde hace más de un siglo, mucho antes del Desastre de Annual del que este año se cumplen cien años, las relaciones con el sultanato marroquí han sido complejas, estableciendo las condiciones para debates como el que se celebró el 8 de mayo de 1894 en el Congreso de los Diputados. En aquella sesión, Nicolás Salmerón, presidente de la I República durante mes y medio en 1873, criticó con dureza las medidas gubernamentales dispuestas para la defensa de ambas ciudades, condensadas en la fórmula «presidios y misioneros», pues consideraba que tales medidas tan solo servirían para «levantar una barrera infranqueable al progreso de nuestra legítima y obligada influencia en Marruecos». Las palabras de Salmerón fueron respondidas desde la grada por el tradicionalista asturiano Juan Vázquez de Mella, desposeído hace un lustro de su plaza madrileña en favor de Pedro Zerolo, que lanzó al aire del Congreso esta pregunta: «¿Habíamos de mandar krausistas?», pregunta que Salmerón respondió de inmediato con otro interrogante: «¿cuantos musulmanes ha convertido el padre Lerchundi?». El rifirrafe lo cerró Mella de este modo: «El padre Lerchundi, yo espero que ha de convertir a algunos racionalistas».
El contexto en el que se desarrolla el que ya en su día Salmerón calificó de «conflicto de Melilla» es muy diferente al que movió a la discusión reseñada, sin embargo, sobreviven ciertas líneas de continuidad ideológica que dotan a aquel debate de cierto aroma de actualidad. En efeto, aunque en 1894 Salmerón ya hablaba de «la intrusión en el territorio español de rifeños fronterizos», quienes entonces cruzaban las fronteras españolas en África nada tienen que ver con los que hoy las asaltan provistos de celulares en los cuales inmortalizan sus hazañas y animan a la emulación. Concretamente, la conexión con aquellos días decimonónicos, se establece a través del krausismo, que sigue siendo uno de los elementos ideológicos centrales de las facciones autopercibidas como «de izquierdas». Una influencia que, de manera consciente o no, estuvo presente en el sedicente proyecto de la Alianza de Civilizaciones que en su día impulsó José Luis Rodríguez Zapatero junto al turco Erdogan. Ese influjo germánico, que se oponía frontalmente al envío de misioneros católicos capaces de arriesgar su vida en la tarea evangelizadora, ha resultado vencedor en una sociedad, la española, que en gran medida ha asumido el pretendido poder taumatúrgico del diálogo, y ello a pesar de que el rotundo fracaso de las primaveras árabes mostró hasta qué punto las distancias entre los hombres coranizados y los nacidos en el seno de sociedades católicas, más allá de la profundidad de su fe, son a menudo insalvables.
Si la vía krausista se ha mostrado impotente ante el islamismo, la evidencia de una Iglesia católica española alineada en sus instancias superiores con el secesionismo de la región más islamizada de nuestra nación, hace impensable la aparición de padres lerchundis capaces de transitar por el pedregoso camino del apostolado. Como alternativa a tan estériles vías queda otra vía, la señalada por Gustavo Bueno hace dos décadas: la destrucción de las «raíces del islam con el arma del racionalismo», un racionalismo que en nada se parece al que trató de sumergir en agua bendita Vázquez de Mella.