Otra vez ayer

Otra vez ayer. Jose Vicente Pascual

Sí, los periódicos tienen razón. La nieve está cubriendo toda Irlanda… Este mismo sólido mundo se desmorona y se disuelve.
Cae la nieve. Cae lánguidamente en todo el universo. Y lánguidamente cae como en el descenso de su último final. Sobre todos los vivos, y los muertos.

James Joyce

Los Muertos

Hace unos meses, mi amigo Felipe Sérvulo, poeta de los que ya no quedan, me propuso concentración y un poco de suerte para proponer título adecuado a una antología de relatos escritos durante el primer confinamiento. “Otra vez ayerRelatos desde la cabaña” fue el resultado de las cavilaciones, “Yesterday once againStories from lockdown” en la versión inglesa que acaba de publicar Rakuten/Kobo. El trabajo de epigrafiar este libro colectivo se presentaba urgente porque los títulos propuestos por los editores insistían demasiado en la resignada intimidad del encierro melancólico o en el entusiasmo de los balcones, cada tarde a las ocho —las siete en Canarias—. A mí, persona prosaica y de escasa sensibilidad doméstica, aquella dolorida euforia que cada tarde volcaban las clases medias ante el vacío, como quien arroja el “agua va” muy contento porque ha ido bien del vientre, más que una épica de civismo al cubo me parecía desolación en la inconsciencia, estupor ante el absurdo renovado —cada tarde— tal como lo sufre el famoso personaje de “Atrapado en el tiempo”: ayer para siempre. La obra literaria, si no es premonitoria y puesta en lo peor, no es casi nada. Por eso escribía José Carlos Rosales, en 1995, pensando en el futuro y mucho antes de que empezase a llover:”De espaldas / mirando al mar / y sin salir de casa” (“La nieve blanca”, Ed. PreTextos).

Era lo que faltaba, el colofón funerario a unos tiempos de tristeza inducida e ignominia calculada: la súbita sorpresa de la nieve se ha pervertido hasta la súbita crueldad de la nieve. El silencio de la nieve es, a estas alturas, clamor de los silenciados, borrada cada palabra para bien y para mal tras la mascarilla. La cancelación de la historia y su sustitución por un relato acorde al espíritu de los tiempos tiene estos inconvenientes: puestos a deconstruir, todo se va al garete. Antes, la nieve era un bullicio navideño y una fiesta de invierno; ahora es una catástrofe que colapsa las ciudades y lleva al límite, de nuevo, la capacidad de los hospitales. La muerte se repite en un crescendo abrumador. Las ciudades de luto visten el blanco mausoleico de las grandes ocasiones. Aunque todo esto anterior es retórica, metáfora dijéramos… pero es verdad. No hay color más apropiado para celebrar la muerte que, como escribió E.A.Poe, “la perfecta blancura de la nieve”, frase que finaliza su novela de terror “La narración de Arthur Gordon Pym” (1838).

Si algún buen augurio pudieron traer estas nevadas, quedó helado entre cielos gris sudario. Se complacían sindicatos y gobierno —esto un ejemplo de lo que podría haber sido una buena noticia—, por la agilidad con que iban a renovarse los ERTEs hasta el 31 de mayo. Pero es el caso que a día de hoy, cuando escribo este artículo (14/01/21), aún no hay acuerdo con la patronal ni ganas que tienen los “agentes sociales” de llegar a buen arreglo. Al final firmarán todos, eso es evidente porque a la fuerza ahorcan —seguramente ya lo hayan hecho—, pero las reticencias patronales auguran una realidad apabullante que a estas alturas nadie de sano juicio puede ignorar: tras los expedientes de regulación temporal de empleo vendrán despidos en masa. Entre quinientas y seiscientas mil personas, de golpe, engrosarán las cifras del paro. En la práctica ya lo están haciendo porque nuestro gobierno, siempre atento a estos detalles solidarios, descuenta los días consumidos de ERTE como días de prestación por desempleo. Esto quiere decir que hay una bolsa de 750.000 personas cobrando un desempleo inestable, agotando plazos y, por tanto, sus posibilidades de recibir una prestación real cuando se vean en la calle y con una mano delante y otra detrás, y que el erario público soporta la carga de todas formas aunque, naturalmente, el gobierno —previsor— se libra por el momento de un dato tan incómodo como sería el número auténtico, no maquillado, de desempleados. Eso sí, los sindicatos contentísimos: los ERTEs garantizan, por tiempo que querrían indefinido, la libre disposición para las grandes empresas de bolsas de trabajo sobredimensionadas, muy útiles distribuir jornales a su mejor acomodo: si un trabajador consigue seis o siete días de labor al mes, estupendo; el resto lo paga el Estado a precio de salario hipermínimo. La precariedad está garantizada y el reparto de la miseria buen camino lleva de consolidarse. Para esos sindicatos cuyo trabajo es hacer como que defienden a los pobres, esto es un festín. Tan inconsciente se celebra la orgía que aún tenemos que soportar la desfachatez de un dirigente sindical, conocido por lucir casi siempre galano foulard, cuando clama por el plazo perpetuo para los ERTEs “hasta que la situación económica se normalice”. ¿A este señor nadie le ha explicado que la situación económica va a normalizarse cuando las ranas críen cola? ¿No sospecha que “la nueva normalidad” mundial consiste precisamente en organizar la vida de las masas con la miseria como horizonte y el reparto mísero del escaso trabajo disponible como bien supremo, el no va más de la justicia social? Este señor, o es un inconsciente o es muy necio. O ha nevado demasiado sobre La Habana de sus entendederas y aún no ha querido enterarse de lo que está sucediendo y de lo que viene de postre.

Y esta era la buena noticia, la renovación del pacto por el empleo paupérrimo. La mala noticia es que la perfecta blancura de la nieve, el frío y la desesperanza han venido para quedarse.

Y el invierno va a ser muy largo.

Y ahora te asomas al balcón y aplaudes. Y otra vez ayer.

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