Redes

Redes. José Vicente Pascual

Mi amigo el escritor Gregorio Morales, click, que en paz descanse, tenía una visión ecuménica y muy optimista de internet. Veía en la red de redes la posibilidad de divulgar ideas —las suyas y las de todo el mundo— sin cortapisas doctrinarias y sin el filtro de los poderes fácticos que determinan el pensamiento común de cada época, esa mirada oficial sobre lo cotidiano y sus conflictos y contradicciones que llamamos ideología dominante. Según él, gracias a internet la libertad de expresión alcanzaba unos niveles insuperables en la historia de la humanidad por cuanto cualquier idea u opinión expuesta en cualquier lugar del mundo podía convertirse, potencialmente y en cuestión de horas, en un destello de razón iluminando por las cuatro esquinas del planeta. Por otra parte, como Gregorio se consideraba relegado y acallado por la oficialidad cultural española, también estaba convencido de que internet iba a ofrecer la posibilidad de publicar obras literarias y creativas de cualquier género sin tener que someterse a aquellos poderes fácticos mencionados. Era, por así decirlo, un entusiasta de la cultura indie emergente a mediados y finales de los años noventa del siglo pasado, un discurso independiente, rabiosamente anti-stablisment, libre, atrevido y pletórico de razones estéticas que haría tambalearse a las élites tradicionales en el territorio de la edición, la crítica y, en general, el mercado editorial. Se equivocaba sólo a medias, pero se equivocaba.

El fracaso de la creatividad expresada través de internet, no contaminada por la lógica del comercio ni sujeta al juego de intereses particulares, no se debe a la falta de autores dispuestos a recurrir a este poderoso medio sino, justamente al contrario, por la demasía de ellos, el aluvión de autores literarios y escritores sobrevenidos que ha inundado el mundo digital/virtual, desbordándolo y haciendo casi imposible distinguir el valor de una obra estimable de la irrelevancia y la simpleza que allí abundan como matas de habas en verano. A la ilusión de construir entre todos un medio de expresión eficaz e indomable, en pie ante el poder de los medios oficiales, se ha impuesto la realidad del enunciado de Marshall McLuhan: en la medida en que se popularizan los medios de intervención en el ámbito de las ideas se banalizan sus contenidos.

Cierto que es posible encontrar en internet lugares elegidos en los que se refugian escritores de innegable mérito, pero esa no es la nota dominante en la red. Lo que predomina y se impone es la charlatanería, la vacuidad, lo grosero expresado groseramente y la osadía pagada de sí misma propia de los ignorantes. Incluso los baremos de evaluación sobre el éxito de una obra han cambiado, y no a mejor. Hoy en día, en el conspicuo mundillo de la autoedición digital, el éxito de una obra no se mide por la recepción de la crítica profesional sino por los likes que merece en las redes sociales, las veces que se comparte y los elogios que recibe por parte de unas personas llamadas influencers cuya principal característica intelectual es ignorarlo casi todo sobre cualquier materia, aunque poseen la habilidad de presentar su opinión transformada en experiencia sugestiva para quienes comparten su sistema referencial de valores estéticos, el cual, huelga decirlo, suele ser deplorable.

Todo esto lo sabemos desde hace mucho tiempo. Incluso el propio Gregorio, tan encandilado al principio por la emergencia de internet, supo a tiempo que aquello había tomado un camino por completo contrario al futuro de libertad y jubilosa creatividad que tan felizmente había imaginado. Decepcionado, con el aliento justo para continuar en la brecha por estricto y purísimo amor al arte —como todos los que resisten, sin más incentivo—, colgó los tenis un aciago día veraniego de 2015, justo después de que la vida le diese el último disgusto. Hace poco me acordaba de él, cuando, de visita en un portal en el que se imparten cursos de escritura creativa encontré a un poeta suramericano —no diré su nacionalidad porque los argentinos suelen tomarse a mal estos comentarios— con nada menos que 20.000 alumnos. Indagué con mucha curiosidad sobre las bondades de aquel curso, las cuales debían de ser muchas en consideración a su éxito en cuanto a participantes. La principal de ellas explicaba todas las demás: el curso es gratuito.

“Gratis” es la palabra clave en internet: aprender gratis, informarse gratis, leer gratis, entretenimiento gratis, películas gratis. La cultura del “todo gratis” ha invadido nuestras vidas virtuales sin que nos demos cuenta de que si recibimos contenidos gratuitos es porque, por lo general, no tienen ningún valor. Lo mismo sucede con nuestras ideas en relación al gran artefacto que domina el mundo y las ideas de quienes lo perpetran y lo sustentan: valores éticos gratuitos, principios estéticos desechables, arte basural, literatura de contenedor. Toda esa escoria, con un montón de likes encima y otro montón de seguidores dispuestos a la indigestión, conforma la esencia de la cultura popular contemporánea. Y del infravalor a la nada hay un paso que ya se dará. Llegará un momento en el que la cantidad de naderías y estupideces en la red sea de tal magnitud que el personal, por pura economía de tiempo, dejará de frecuentar los mundos cibernéticos y se refugiará en el internet de las cosas para organizarse la vida. A fin de cuentas, ¿quién necesita mejor información, mejor aprendizaje, mejor experiencia lectora, en un mundo en el que todo es gratis? Todavía es posible encontrar a gente que dice no leer por falta de tiempo. No le doy más de generación y media para que se instaure la costumbre de no leer precisamente por exceso de tiempo. En el universo digital donde nada vale y todo está presente al mismo nivel con el mismo valor potencial, ¿quién necesita leer? Lo importante será, en todo caso, no perder le tiempo leyendo bobadas. Y así el mundo y la vida…

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