Independientemente de lo que se piense sobre su persona o su proyecto político, es innegable que Vladimir Putin destaca entre los líderes actuales por poseer un atributo que, aunque hubiera sido obvio hace cincuenta años, hoy se percibe como una rareza política: tiene un plan y un proyecto para su nación. Aquí podríamos debatir si ese plan es conveniente o no, o si es el que deseamos para el resto de las naciones existentes. Sin embargo, no abordaremos este tema, principalmente porque esta cuestión no es de interés para Putin, ya que su plan concierne, desde su punto de vista, únicamente a la Federación Rusa. Para la posible realización de esta planificación Putin cuenta, entre otros medios y recursos, nada menos que con unas 1,600 cabezas nucleares, que se muestran, en primera instancia al menos, como argumento dialéctico a tener en cuenta.
Esto no significa que el señor presidente ruso no sea consciente de que estos planes y programas no son del agrado de sus “socios occidentales”, ni que probablemente generen fricciones políticas en todas sus vertientes, incluidas las de las balas y los cañones. Ucrania y estos dos años de muerte y destrucción, de empleo de la política por otros medios, al fin y al cabo, son una buena muestra de ello.
Un brevísimo recorrido por la hemeroteca arrojará múltiples momentos y alusiones del presidente, donde pone de manifiesto esta característica suya. Es decir, donde nos muestra su mala entraña al querer estructurar una planificación estratégica nacional, al margen de los intereses occidentales. Es decir, sin pedirle permiso a nadie. La última de sus muy mediáticas presentaciones “fuera del orden”, o de lo “ordenado al resto”, la tendríamos en la reciente entrevista ofrecida al expresentador estrella de la cadena FOX, Tucker Carlson. Aquí, Putin protagonizó el que quizás sea el fenómeno mediático del año.
De las muchas cosas que allí se dijeron por parte del mandatario, una en particular llamó poderosamente nuestra atención. Nos referimos a las menciones de las varias ocasiones en las que intentó negociar con Occidente medidas encaminadas a la distensión entre los bloques, sin obtener de sus contrapartes respuestas favorables en ninguno de esos casos. En este sentido, mencionó las conversaciones con los expresidentes Clinton y Bush (padre e hijo), a quienes propuso medidas concretas, incluyendo una posible entrada de Rusia nada menos que en la OTAN, recibiendo, en un primer momento, respuestas positivas de sus interlocutores, para luego ver frustradas estas intenciones no mucho tiempo después.
Estos hechos nos muestran dos cuestiones de mucha importancia, que arrojan algo de luz sobre la política real y los mecanismos objetivos que rigen el orden político internacional, en lo relativo a las grandes potencias. En primer lugar, que la potencia hegemónica no está gobernada por su pueblo, representado en la persona de su presidente votado y elegido; sino que este es solo una pieza más (importante quizá, pero no esencial) en un entramado de mecanismos de gobierno que trascienden la tan cacareada gobernanza colectiva de las democracias liberales.
Por otra parte, lo que todos creíamos que era la lucha de la democracia y la libertad contra la barbarie dictatorial comunista, tópico favorito de los cultivadores de ideologías y propaganda durante la Guerra Fría, escondía otra verdad muy distinta. En este sentido, lo que habría que decir pasado el tiempo y los hechos, es que una vez derrotado el comunismo y “terminada la historia” según el bueno de Fukuyama, ¿cuál sería la razón política para mantener la beligerancia con Rusia?
En este sentido, algunos podrían argumentar, y no les faltaría razón, que era necesario mantener engrasada la maquinaria bélica norteamericana, fuente fundamental de ingresos del así llamado complejo militar-industrial norteamericano, y para ello siempre será necesario un enemigo visible y creíble que justifique el desvío de trillones de dólares del contribuyente americano hacia las arcas de Boeing, Raytheon, Lockheed Martin y compañía. Otra razón estaría, quizá, en que la burocracia americana había tejido una red de agencias gubernamentales al servicio de la “causa de la libertad” contra el comunismo, que perdían de buenas a primeras su razón de ser y con ello los empleos de sus trabajadores, muchos de ellos vinculados a los políticos, que difícilmente permitirían que el fantasma soviético muriese del todo, aun cuando había mucho pastel para repartir con las repúblicas desmembradas y sus recursos, una vez que estas entrasen en el concierto de las “naciones libres”. O lo que, dicho en español castizo, podría traducirse en el concierto de los satélites de la potencia americana y sus acólitos europeos.
Aun cuando todo esto es sin dudas cierto, nos parece que habría otra razón a tener en cuenta, que se escapa a la propia dinámica de las cosas palpables, contables y vendibles. Nos referimos a la sutil cuestión cultural, ideológica en cierta medida, muchas veces pasada por alto por quienes buscan elementos estructurales (políticos y económicos) que expliquen los conflictos geopolíticos.
En este contexto, quizás Huntington no estaba tan equivocado al sugerir un posible choque de civilizaciones, desafiando así la “teoría del fin” de Fukuyama. Evitando simplificar la historia a meras dialécticas de perspectivas, es evidente que un análisis materialista y objetivo no puede pasar por alto la presencia de elementos ideológicos y culturales en las interacciones entre imperios, estados y clases sociales, dado que la evidencia de su impacto es abrumadora. La confrontación entre Occidente y Oriente, con la nueva Rusia identificándose con este último debido a su elección propia y a la actitud obstinada y estúpida de sus contrarios, no puede ser explicada solo por una competencia feroz por los recursos; también hay causas ideológicas vinculadas a alternativas civilizatorias que requieren atención. Por ‘civilizatorio’, nos referimos a un proyecto de sociedad política, de nación y de cultura asociada a la existencia en el tiempo de un Estado, el cual puede ser desarrollado en función de futuros proyectos, planes y programas. Esto es lo que Gustavo Bueno denomina “Placas continentales”.
Estos proyectos deben necesariamente considerar las múltiples dialécticas existentes entre los diversos grupos que conforman la sociedad política. Este aspecto es crucial y merece una revisión profunda, ya que no es posible construir un proyecto civilizatorio sin tener en cuenta las variadas ideologías en conflicto permanente dentro de una sociedad, ni ignorando los orígenes de estas mismas ideas y proyectos nacionales, intentando imponer una única alternativa que se ajuste a las necesidades o deseos de la clase dominante del presente.
Aunque a la larga la ideología que prevalezca pueda ser la más conveniente para las élites hegemónicas de una sociedad, una clase o grupo social, aun cuando se piense por encima de las demás, si es prudente siempre deberá reconocer y entender las características de sus alternativas dentro del Estado, o de lo contrario perderá todo contacto con otras realidades políticas también existentes, poniendo en riesgo la continuidad y estabilidad en el tiempo del estado, y con ello atentando imprudentemente contra sí misma.
En este contexto, aunque nos agrade o no, Rusia tiene su propio proyecto civilizatorio, que se distingue claramente del proyecto occidental, el cual no es más que una extensión del proyecto civilizatorio anglo-norteamericano. Este último, con su marcada influencia cultural, impulsado por el protestantismo y el liberalismo como fuerzas motrices, conduce lo que podría llamarse la ‘enteléquia democratizadora’ o el ‘destino manifiesto’ estadounidense, empujando el curso actual de los eventos. De la misma forma, Occidente tiene su propia perspectiva sobre la sociedad, la política y la cultura en relación con el Estado. Por supuesto que la tiene, y se manifiesta en la forma de la globalización, que busca, en esencia, imponer y mantener el dominio anglosajón sobre todo el planeta. No obstante, queda por ver si este proyecto es deseable o incluso viable, dada la dialéctica material existente entre los estados e imperios en el contexto actual.
Aquí radica la clave del asunto, de muchos asuntos. Occidente tiene un proyecto civilizatorio sí, pero el problema es que este resulta cada vez menos apetecible para múltiples naciones políticas a lo largo y ancho del planeta. Peor aún, ante este proyecto occidental han comenzado a levantarse alternativas y la rusa es sólo una de estas. Esta cuestión es muy seria, pues apunta al corazón mismo del relato de la victoria liberal sobre el comunismo en la Guerra Fría. Si esto es así, la guerra fría misma no fue más que la manifestación de los conflictos entre dos proyectos civilizatorios distintos, que colisionaban en múltiples puntos fundamentales, no sin carecer enteramente de elementos concordantes.
En esta batalla, que no es la única de su tipo, Occidente ha utilizado con precisión una de sus armas más potentes, superando en capacidad destructiva a todos los arsenales nucleares existentes. Esta arma, perfeccionada a lo largo de los siglos, ha logrado numerosos triunfos sobre otras alternativas civilizatorias anteriormente dominantes. Nos referimos a la propaganda, una herramienta verdaderamente distintiva y característica del poderío anglosajón. Esto implica una lucha tenaz por el control del relato social, las lógicas de análisis y las ideas predominantes del presente. En resumen, el control de lo que comúnmente se llama “La Verdad”. Un ejemplo clásico de su efectividad es España, el primer caso en la historia en el que se desplegó toda la artillería ideológica anglosajona, mostrando así toda su potencia.
Sin embargo, después de siglos de uso y abuso de estos mecanismo de difusión y acaso dominación ideológico/discursiva del relato anglosajón, el ambiente mediático contemporáneo muestra, aunque incipientes, notables evidencias de desgaste. La propia entrevista de Carlson y su repercusión mediática en lo cuantitativo y lo cualitativo es una muestra de ello. Si bien la entrevista trajo algunas novedades informativas para los no versados en la cuestión del conflicto bélico en curso, lo cierto es que el fenómeno en sí fue la entrevista misma y su popularidad. Es decir, la voluntad de miles de millones de personas de oír a la otra parte no solo para conocer qué piensa, sino acaso para saber si es posible que existan otras alternativas a la propia.
El revuelo mediático de las plataformas propagandísticas angloamericanas y de sus terminales europeas, las hegemónicas vamos, evidenció precisamente el peligro real que las verdaderas clases dominantes vieron en este fenómeno. Y este no estuvo tanto en lo que Putin fuera a decir y que ello resultase nuevo o negativo sobre Occidente; sino que fuera a plantear, a exponer, a evidenciar el hecho innegable de que es posible decir algo distinto al discurso globalista hegemónico. Esto es lo verdaderamente peligroso, pues las ideologías se imponen en forma de dialécticas o, lo que es lo mismo, no basta con decir que nosotros somos los buenos, los que estamos en el lado correcto de la historia, sino que hay que definir claramente quiénes son los malos, nuestras némesis, nuestros opuestos irreconciliables y establecer insoslayablemente que fuera de esta dualidad no hay nada más. Una ideología triunfa cuando consigue que nada quede fuera de su esquema analítico establecido, al menos nada de lo realmente importa. Por ende, sus falencias emergen cuando los hechos concretos de la irreductible y testaruda realidad dialéctica no pueden ser encajados en este marco binario.
En momentos en que la realidad se revela más compleja, incluso los previamente mejor adoctrinados por el globalismo oficial empiezan a cuestionar, al menos en parte, estas estructuras de análisis. La entrevista de Tucker Carlson a Putin podría haber arrojado luz sobre este tema. El núcleo del problema no radica en Rusia, Putin, China, ni en sus intenciones de desafiar el statu quo occidental. Más bien, el desafío para Occidente, ‘anglosajonia’ y sus vasallos digamos, radica en que su proyecto civilizatorio muestra signos de debilidad interna. Es decir, la decadencia se hace evidente, no solo para sus enemigos, sino para quienes desde dentro deben validarla con sus creencias, sus esperanzas y sus acciones.
Las causas de este declive son muchas y muy variadas, pero seguramente una de ellas está relacionada con la incapacidad de la clase hegemónica, esa que según Marx hegemoniza la ideología dominante, para empatizar o incluso comprender las necesidades y perspectivas de otros grupos y clases dentro de los estados considerados occidentales. Los miles de tractores que circulan hoy por Europa con destino a sus principales capitales es solo uno, entre otros, de los posibles ejemplos en este sentido. El hecho de que son estas clases las que dominan el discurso aceptado en esta ‘plataforma continental’, hace que el relato ‘oficial’ se vuelva cada vez más ineficaz para explicar las realidades que enfrentan los múltiples grupos sociales que, muy a su pesar, comparten el mismo espacio vital élites globocráticas occidentales. Esto, y no una supuesta malicia de Putin, es lo que verdaderamente está evidenciando la fragilidad y el declive de Occidente. Ante tales debilidades, la historia ha demostrado ser implacable. Basta con preguntar a los imperios caídos del pasado, el español incluido, para entenderlo mejor.