Tristía

Tristía. José Vicente Pascual

Todas las generaciones han tenido un bello afán, generoso y estimulante. Todas menos la actual, que aspira a no morirse de un virus con mal pronóstico, poder ir de fiesta y pasear por la calle sin embozo. Todas las generaciones en la historia sabían que su paso efímero podía ser también decisivo, como en la canción de Doménico Modugno: un sueño en un cielo infinito; menos esta del presente, que se sospecha huérfana de pasado y desheredada del bien más humano: nuestro temblor de ilusiones ante el futuro. Ese futuro ya no existe, o peor dicho: existe demasiado y es demasiado aburrido y demasiado feo para soportarlo, mucho menos para llamarle esperanza. Mejor enterrarlo junto al tiempo que ya sucedió y no trajo más que desaliento. Mejor olvidarlo todo y olvidarnos de nosotros mismos, lo que soñamos ser, lo que en verdad somos y en lo que nos hemos convertido. La memoria ya no es un filtro de seda que embellece el pasado; se ha convertido en un cardo venenoso que unos anhelan sembrar en el huerto del vecino y otros recogen en las cunetas y otros arrabales de una historia, un relato que ha perdido lo que tuviese de épica, derroche y grandeza, para refugiarse extenuado en la especialidad de artesanía funeraria conocida oficialmente como “desagravio”. O algo así.  

Sí, mucho lo temo: qué feo y qué aburrido se ha vuelto todo. Qué previsible y qué tedioso. La modernidad se ha revelado como guión insufrible de una película de bajo presupuesto con subtítulos para sordos. El mundo es la salita de estar de nuestra casa. La familia, un incordio de cuñados podemitas, indepes o fachas; también aquella gente —poca— a la que pudimos rescatar a tiempo de las residencias mortales y que ahora temen más a un estornudo que a una guerra civil. Los amigos son gente al otro lado de la pantalla del ordenador, generalmente ebria o fumada, que cuenta los mismos chistes siete veces con el mismo entusiasmo. La televisión, un delirio de propaganda. Los libros, objetos que se vendían en tiendas hoy desiertas y que se extinguen como luces en un árbol de navidad desangelado que alguien olvidó retirar pasada la fiesta de reyes. La política, un disparate organizado para disfrute de aquella comandita de trepas a los que importamos lo mismo que la liga albanesa de fútbol. Los ánimos para “cambiar las cosas”, un impulso que simula aliento y se inspira en las  estomagantes canciones de Rozalén, la nostalgia de los balcones, la sopa de sobre, los bizcochos caseros y el sexo legítimo a las doce y media en punto. La izquierda era un bullicio en otro tiempo; ahora, esa misma izquierda es a la libertad y “la revolución” lo que el catolicismo de sacristía, mesa camilla y jícara de chocolate fue al cristianismo. La derecha es la de siempre, salvo la movilizada, que pide lo imposible, como siempre. La ciudadanía es el pedorreo de las redes sociales, el sentido de lo colectivo enmohece en los grupos de padres y madres de WhastApp y la opinión pública reencarna en un titular pagado en cualquier periódico, junto a la publicidad de una página de citas para adultos. El arte, sí señor mío, estimada señora… El arte y la creatividad son un premio nacional de teatro regalado a una obra sobre la violación en manada de una chica en los Sanfermines —tema oportunísimo, ya saben: la ficción supera a la realidad—, un premio Espasa de poesía concedido a un robot plagiario, una serie de ETB sobre el terrible drama personal de los condenados por la agresión de Alsasua y la tendencia “Sol al Culo” en Instagram. Y por el estilo.

En serio, qué siniestramente empalagoso, tedioso y cargante se ha vuelto todo. Y el menos culpable de esta avería, sin duda, es el inocente virus, quien a fin de cuentas cumple con su deber: crecer y multiplicarse. Los que hemos desertado de la obligación de futuro, de satisfacernos en la expectativa, somos nosotros, pobres infantes en el desierto. Como si todos hubiésemos leído a Baudelaire y estuviéramos de acuerdo en que “la vida es un oasis de horror en un desierto de tedio”.Y lo que nos queda que soportar… Porque —escuchen el secreto— la voracidad del hastío es inmensa, su paciencia infinita y su fuerza imparable. No hay nada más poderoso en el universo que las ganas de desaparecer de una naturaleza agotada. Y nuestro tiempo y nuestras generaciones parece que ya han dado de sí todo lo que podían. O casi.

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