Vive sin dejar huella

Vive sin dejar huella. José María Sánchez Galera

Se atribuye a Epicuro la máxima «lathe biosas», que suele traducirse como «vive ocultamente», aunque sería más preciso verter como «ocúltate mientras vivas», o «mantente oculto mientras vivas». Podría entenderse como un mentís en toda regla a eso que tanto escuchamos de «pasa por la vida dejando tu impronta», o una retahíla de frases que el profesor Keating espetaba a sus alumnos en El club de los poetas muertos (Peter Weir, 1989). Lo llamativo de aquella película es la ignorancia que el pretendido maestro de literatura demuestra sobre el profundo sentido del carpe diem de Horacio, una sentencia de carácter más bien sombrío. El poeta latino llena su poema de advertencias sobre lo poco o nada que podemos fiarnos del mañana, pues desconocemos si este es nuestro último invierno, o si los dioses nos van a conceder más.

Para enredar más el dilema, ahora tenemos una nueva vertiente de opinión —la que emana desde los organismos internacionales, gobiernos, grandes empresas— que nos conmina con insistencia contumaz a que nuestra vida no deje «huella climática», ni «impacto ambiental». Y, si dentro de las opiniones más secularizadas hallamos esta aparente incongruencia, la cuestión se nos antoja más incomprensible, cuando leemos a algunos de los grandes autores de ascética católica del siglo XX: «Que tu vida no sea una vida estéril. —Sé útil. —Deja poso». Pues así es como comienza Camino, el libro más famoso de san Josemaría Escrivá.

En una sociedad que se alimenta con supuestas galletitas chinas con mensaje en su interior, y que debate a base de tuits, resulta normal que toda esta amalgama de frases nos aturda. Porque lo que hemos de tener en consideración es, en primer lugar, el contexto, la intención, el sentido de cada una de las referencias que hemos anotado en las líneas precedentes. Cuando Epicuro nos invita a vivir sin dejar huella, no está adhiriéndose a los programas de la ONU, ni está suscribiendo —aunque pudiera parecerlo— el nuevo lema del Foro Económico Mundial: «No poseerás nada, y serás feliz». Y cuando el santo fundador del Opus Dei nos impele a dejar «poso», no está dando validez a las tesis del alocado profesor de El club de los poetas muertos, cuyos alumnos entendieron algo más bien próximo al «sexo, drogas y rock and roll». Había algo de voluntarismo y romanticismo averiado en Keating. Por eso aquella euforia condujo al suicidio y al fracaso. Porque lo único que logramos poniéndonos de pie sobre la mesa y gritando: «¡Oh capitán, mi capitán!», es ensuciar el pupitre.

Lo cierto, sin embargo, es que Epicuro y Escrivá tienen en común más de lo que parece. Y también Horacio. Porque entregarse al «a tope» (con o sin drogas) nos convierte en una peonza que no tiene un punto al que asirse, sino que simplemente deambula. De esto sabía lo suyo Kerouac, que murió de cirrosis. Aquí la coherencia de creernos todas las homilías del profesor Keating y las de Bill Gates al mismo tiempo. Se trata de consumir a tope, pero dentro de los parámetros que las grandes empresas internacionales nos han acotado. Podemos comer todo el día fuera de casa —más bien, el inmueble que hace de hostal o pensión, o coliving, como dicen ahora— y en nuestro piso alimentarnos a base de llamar a Glovo, y a la vez pensar que estamos salvando el planeta porque somos ecosostenibles. Consumimos electricidad sin parar —nuestros móviles, nuestros ordenadores, nuestros televisores…—, pero contentos, porque lo nuestro es el car–sharing, Uber y Cabify.

Frente al ruido de este mundo que nos pide estrujar nuestra vida sin sentido, está el Jardín en que preferían refugiarse Epicuro y Horacio. Que quizá no sea otra cosa que el huerto que tanto aparece en la literatura cristiana, empezando por aquel de Getsemaní en que Cristo se encaraba con el Padre. Curiosamente, para que ni siquiera los pétalos del jardín los distrajeran, algunos ascetas optaron por el éremo, lo solitario, lo deshabitado, lo desierto. A veces se trata de una huida; en el «lathe biosas» hay bastante de derrotismo, sobre todo ante la injusticia del mundo, ante del poder omnímodo de los gobiernos, ante el ensordecedor bombardeo de consignas en que vivimos en la calle, en el Siglo. Porque no dejar huella es un modo de abandonar el Siglo, de retirarse, de refugiarse. Como aquellos judíos que, durante el apogeo del III Reich y durante su dolorosa etapa final, sabían que debían ser invisibles.

Visto así, entendemos mejor a Escrivá, que nos sitúa en un ámbito de fe y de encuentro personal, íntimo con Dios —sin fe, lo que hay es voluntarismo, activismo. Y para empezar a comprenderlo, también hemos de atender a lo que dice Gregorio Luri: hay que irse de esta vida pagando las facturas. O, dicho de otro modo: al salir, deja las cosas como te las encontraste al llegar, por lo menos. En otras palabras: lo mejor que podemos hacer por los demás es no resultarles molestos. Por eso, suele ser preferible no dejar huella. Estamos bien callados y respetando el silencio. Cuando aparques, no ocupes más espacio del necesario; cuando vayas a un sitio, procura no alterar la vida anterior. Cada vez que veas una casa, empezando por la tuya, piensa que está llamada a ser templo, santuario, monasterio. Que sea un lugar donde tu única huella sea un beso en su suelo.

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