Epílogo de la humanidad (y III)

Epílogo de la humanidad (y III). Lomas Cendón

Demos crédito a la Historia e imaginemos a un guerrero inca que, de repente, se encuentra enfrentándose a una extrañísima fuerza extranjera que lleva misteriosos artefactos que hacen que, tras un estruendo, sus compañeros caigan muertos al suelo. Él jamás había visto algo así. Identifica a los invasores como demonios con corazas de espejo duro que vinieron del más allá, y a los mortíferos artefactos que portan en ristre, los llama cerbatanas de truenos. No puede compararlo con nada conocido. No sabe interpretar lo que está viviendo. Sólo sabe que a su alrededor sus seres queridos están muriendo ensangrentados de forma repentina; y que esos extraterrestres albinos, con una cruz como símbolo, están usando artes mágicas para asesinarles. Su entendimiento no da para más. Toda su energía está volcada en defenderse y sobrevivir a esa espantosa guerra. Jamás podría asimilar que esos demonios invasores son, en verdad, conquistadores españoles, y que esas terribles cerbatanas no son otra cosa que espingardas. En poco tiempo nuestro indígena imaginario estará muerto, y morirá sin saber quiénes y con qué le han matado. El diferencial entre su civilización en colapso y el nuevo orden impuesto es estrictamente tecnológico: los españoles conocen el acero y la pólvora; él no, y fenecerá sin tener ni pajolera idea.

Echémosle más imaginación y supongamos las conversaciones que este bravo indio mantenía con sus compañeros guerreros antes de la batalla. Unos decían que sus enemigos era de raza semidivina; otros que eran seres del inframundo provenientes del fondo del océano; otros que eran enviados del dios Viracocha. Unos aseguraban que les habían visto lanzar rayos por la boca; otros que tenían la piel más dura que el diamante, y que, además, iban subidos en veloces criaturas cuadrúpedas nacidas en el mismísimo infierno. Por mucho que especularan, su fantasía jamás iba a rozar la realidad: esos feroces rivales tan solo eran un hatajo de españoles, gañanes con mucha probabilidad, considerando lo gañanes que los españoles solemos ser. Las únicas diferencias entre el soldado inca y el soldado español era que a este último se le había introducido en la caballería, que le habían dado una espada fuerte y ligera, y que le habían dotado de un peto y un casco de metal. Aunque incas y españoles eran, en esencia, el mismo ser humano ignorante, el acceso a la tecnología había trazado una línea divisoria entre dos humanidades: una condenada a extinguirse, y otra que se adaptaba al nuevo paradigma jesuita, en los ámbitos religioso (el cristianismo), político (el Vaticano), y militar (básicamente que el que mata más y mejor, manda; y quien tenía la pólvora, mataba y mandaba a su antojo).

Y ahora hagamos el tercer y más difícil ejercicio de imaginación: multipliquemos siete veces cuarenta el impacto que esta revolución tecnológica tuvo en aquel nuevo mundo del difuso siglo XVI, y quizás así podamos hacernos una idea de lo que estamos viviendo hoy en día con otra nueva tecnología militar, con implicaciones aún mucho más profundas. Se trata de la neurociencia aplicada con técnicas basadas en la informática del grafeno, abanderada entre otros por el también español y gañán, Rafael Yuste. Desde la misma Universidad de Columbia en la que se desarrolló el Proyecto Manhattan que dio a luz a la bomba atómica, las aplicaciones militares del Proyecto Cerebro hacen que, en comparación setenta años después, Hiroshima se quede en una mascletáfallera. Así como Robert Oppenheimer (el padre de la bomba atómica) daba consejos de seguridad como presidente de la Comisión de Energía Atómica después de la detonación de Fat Man, Rafita Yuste nos presenta a finales de 2020 (al mismo tiempo que llega nuestra queridísima y esperada vacuna covid), los neuroderechos. ¿Los neuro qué? Los neuroderechos. ¿Y qué rayos son los neuroderechos? Pues la crisis de conciencia de un científico civil utilizado en la más monstruosa y abominable operación de inteligencia militar llevada a cabo: el desarrollo e implementación en masa de interfaces no invasivas, inyectables, que no requieren ni de cirugía ni de implantes, y que fusionan el cerebro humano con redes informáticas. Si al lector le interesa la informática lo mismo poco que a mí, se lo traduzco: el fin del libre albedrío en el ser humano.

Y así termina esta humanidad: no con la destrucción de sus cuerpos, sus ciudades, sus países… sino con computadores destruyendo para siempre su libertad de pensamiento.

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