Rómulo y Remo. O la importancia sagrada de la frontera

Rómulo y Remo. O la importancia sagrada de la frontera. Diego Fusaro

Aunque con algunas diferencias de matiz, Tito Livio y Plutarco cuentan la historia fratricida de Rómulo y Remo. El primero, en el acto fundacional de Roma, se encarga de trazar con el arado el surco de la nueva ciudad siguiendo el rito etrusco. Ataviado adecuadamente para el sagrado evento, Rómulo prepara el arado con reja de bronce y lo une al yugo, unciendo a este a un un toro por la parte exterior y a una vaca por la interior, ambos rigurosamente blancos. Sujetando con fuerza el timón del apero inclinado, de manera que la tierra excavada se oriente hacia el interior, traza hábilmente el sulcus primigenius en sentido contrario a las agujas del reloj. La urbs es construida sobre la base de la frontera sagrada, que perimetra su espacio distinguiéndola de lo otro de sí misma.

Remo, que había salido derrotado de la disputa augural, intenta entorpecer las operaciones burlándose de su hermano: «finalmente – cuenta Plutarco – cruzó el foso, pero cayó golpeado en ese mismo punto, según algunos por el propio Rómulo, según otros por un compañero de Rómulo llamado Celere». Tito Livio también relata directamente las palabras pronunciadas por Rómulo en el colmo de su ira, después de haber cometido el fratricidio: «así pues, de ahora en adelante, cualquiera que ose trepar por encima de mis muros puede morir».

El mito plantea, a su manera, una posible solución ante litteram al dilema de Antígona formulado por Hegel. Para Rómulo no hay duda: la ley de la urbs prima sobre el vínculo ético familiar, sobre todo cuando éste viola la justa medida en lugar de respetarla. Pero, sobre todo, la narración mitológica habla de la sacralidad de la frontera como límite que define una identidad -en este caso, la identidad política y cultural de Roma-, delimitándola y diferenciándola de lo que no es. Sin una frontera no puede existir la identidad, que es la base misma de la existencia de la diferencia, lo que presupone siempre la pluralidad de identidades no coincidentes y, por tanto, separadas unas de otras. A su vez, sin identidad tampoco puede existir la relación, que es, por su esencia, una relación entre identidades con límites precisos. Estos últimos marcan el final de la una y el comienzo de la otra, así como la posibilidad de un nexo relacional distinto del derivado del abuso de la una en perjuicio de la otra que se produce cuando perpetra su invasión.

La civilización de los mercados sin fronteras da lugar a una invasión permanente que, desde luego, no pretende favorecer la relación entre los diferentes, incluso ni tan siquiera en forma de diálogo. Este, como sugiere inequívocamente la palabra griega (διάλογος), implica siempre una distancia y , por tanto, un claro umbral que separa a los dialogantes, que no son sino identidades diferentes que se sitúan en una relación amistosa mediada por el lenguaje. Por el contrario, la invasión del mercado, que es el imperialismo de lo neutro indiferenciado, aspira a producir la supresión de las diferencias y las identidades, para que todo caiga en el abismo de la mismidad y de lo globalmente homologado. En rigor, la propia globalización bien podría concebirse como la neutralización de las diferencias e identidades, y como el tránsito de todo el planeta hacia lo neutro global, sin fronteras materiales o inmateriales, nacionales o identitarias. Es la venganza post-mortem de Remo y de su pulsión por la invasión, por la neutralización de los límites que hacen diferente a una identidad de otra.

En este sentido resulta válido para el nexo existente entre las identidades y las diferencias, cuanto otras veces hemos explicado en relación a la conexión entre los Estados nacionales y el internacionalismo. La relación amistosa del internacionalismo presupone la existencia de Estados nacionales soberanos, liberados de sus pulsiones nacionalistas en un sentido regresivo: la supresión de los Estados nacionales soberanos no conduce al internacionalismo, sino al open space cosificado del globalismo de mercado, que es la unificación del mundo bajo la bandera de la economía de mercado liberada de los límites de la política soberana.

Análogamente constituye un puro non sequitur pensar en poder favorecer el diálogo entre los diferentes disolviendo las identidades. Bajo esta premisa sólo surge la monotonía de lo indistinto, que se da como homologación consumista de las identidades y, conjuntamente, como triunfo planetario del Pensamiento Único como único pensamiento admitido. El diferente que no acepta desidentificarse y homogeneizarse con el otro de sí mismo, es declarado sic et simpliciter ilegítimo y peligroso. Y, como tal es tratado: es neutralizado y reeducado hasta la indiferenciación. Por lo tanto, tampoco en este caso prevalece ese diálogo entre los diferentes, que presupone siempre que los diferentes lo son y que cuentan con su identidad específica. En cambio, triunfa lo mismo a escala global: un mismo lenguaje, un mismo pensamiento, una misma forma de ser y de producir, de vivir y de relacionarse.

También en el plano de las identidades, como en el de los Estados nacionales, es válida la identificación de dos polos abstractamente opuestos y concretamente complementarios. El nacionalismo regresivo y el mundialismo de mercado se cumplen el uno en el otro: el nacionalismo regresivo, que tiene en sí la pulsión de agredir al otro en nombre de lo propio, se realiza en el mundialismo. Este último es la etapa final del nacionalismo, pues coincide con el sometimiento de todo el planeta bajo el dominio de la única nación triunfante, que tiene como moneda el dólar y como idioma el inglés de Wall Street. El nacionalismo se cumple en el mundialismo, que lo presupone.

El vínculo que puede establecerse entre el identitarismo regresivo y el cosmopolitismo antiidentitario no es diferente. El primero aspira a negar la identidad de los otros, y por tanto la diferencia, mediante la imposición universal de lo que le es propio. El segundo coincide con la malvada universalización de una identidad que en realidad no es tal porque no admite la diferencia y por tanto, como Remo, no respeta la frontera que, separando de lo otro, define lo propio. El identitarismo regresivo se cumple en el cosmopolitismo anti-identitario, que lo presupone; y que tiene en común con el primero la negación del derecho a la diferencia, suprimido en nombre del imperialismo de la propia particularidad.

Y esto, como sabemos, es otro nombre de la ideología, que es «voluntad abstracta de lo universal» y triunfo concreto de lo particular. Pero lo universal, en su sentido auténtico, nunca es la parte que se impone como universal: es, en cambio, lo que existe como universal concreto, que no anula las particularidades sino que se realiza en ellas y por ellas. Lo que permite afirmar, una vez más, que la identidad sólo puede existir en presencia de la diferencia y que, en consecuencia, se da por definición declinada en plural, como nexo entre identidades diferentes.

La tarea de la cultura, que sin duda es también y no secundariamente educar en la identidad, puede decirse que se realiza con éxito sólo cuando produce un respeto por las diferencias y por la consiguiente conexión que se genera entre diferencia e identidad. En definitiva, nada más sideralmente distante tanto del mezquino identitarismo tribal, que niega al otro en nombre de lo propio, como del «fondo vacío» del cosmopolitismo antiidentitario, que vende la fantasía de favorecer el diálogo entre los diferentes negando su identidad y, por tanto, el presupuesto mismo de todo diálogo. Cultura sería, en sentido propio, educar en la identidad y, por ende, en la autoconciencia: bien entendido que ello sólo es posible si al mismo tiempo se educa en el reconocimiento de la diferencia.

Esto último hay que interpretarlo no como una supervivencia inoportuna de lo ajeno, que ha de hacerse idéntico y, por tanto, quedar neutralizado; ni como una realidad extraña, con la que es imposible a priori cualquier comparación. La diferencia pide, au contraire, ser pensada spinozianamente como uno de los diversos atributos de la sustancia única, diferenciada en sí misma: atributo que, por lo tanto, no debe ser negado en nombre de la identidad indiferenciada, sino valorado en su ser como una manifestación diferente de la sustancia misma. De lo que se debe seguir entonces la necesidad de una educación en la polifonía y la diferencia, que sólo puede ser reconocida y apreciada si se posee una identidad propia.

En antítesis con las perspectivas del identitarismo regresivo y del cosmopolitismo anti-identitario, la humanidad existe como colectivo singular; si se quiere también como Unidad articulada y como Totalidad diferenciada, como pluralidad de identidades y de diferencias, en las cuales se expresa en múltiples formas la unidad del género humano. Amar de verdad a la humanidad significa, pues, amar las diferencias y las identidades que la componen, sobre todo a partir del amor por la propia identidad cultural, por el propio pueblo, por la propia lengua, por el propio territorio. Significa respetar la frontera como símbolo de la identidad y de la justa medida, y por consiguiente como barrera frente a la invasión, frente a la desidentificación y frente a lo ilimitado.

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