Vivir en estado de alarma: del covid a la Tercera Guerra Mundial

del covid a la Tercera Guerra Mundial. Hasel Paris

En las últimas semanas hemos estado de cumpleaños. Los telediarios han hablado del cuarto aniversario de la llegada del covid a España (14M 2020) y del segundo aniversario de la guerra de Ucrania (22F 2022). Dos fechas que marcan nuestra historia reciente y que, aunque no lo parezca, están íntimamente relacionadas. El primer punto en común es que ambas fechas están falseadas. Casi con seguridad el covid había llegado a España en semanas (quizás meses) anteriores; lo que se conmemora es la fecha en que nuestras fuerzas políticas decidieron empezar a “tomárselo en serio” (14M). La curva de contagios que aquel día comenzó a aparecer en televisión espectacularmente disparada no representaba la propagación real del virus desde cero, sino el ritmo al que se iba “testeando” a una población que ya estaba recorrida por el covid.

También es inexacta la datación del conflicto en Ucrania, con el que “la guerra habría vuelto a Europa”, pues las hostilidades habían empezado hace hoy diez años. La fecha que se promociona (22F) es aquella en que Rusia escaló el conflicto (en intervención, alcance e intensidad), quizás poque ello nos permite culpar íntegramente a la otra parte y ocultar el papel que la UE y la OTAN tuvieron en 2014 y tienen en 2024 a la hora de escalar la guerra todavía más. Es curioso como en tiempos del covid se estrenó torpemente el anglicismo “desescalar” para planear el fin de las restricciones, mientras que nadie habla de “desescalar” la guerra hoy, cuando la palabra sería verdaderamente pertinente y necesaria.

Fue con la pandemia que se instauró la rusofobia y la chinofobia que se ha convertido en fundamento de nuestra política exterior. Eran tiempos del “maldito virus chino” y de la terrible “vacuna rusa”, de la cual se podía desconfiar sin ser llamado “negacionista”. Con China se usaba una propaganda contradictoria: a veces se decía que representaba el totalitarismo absoluto, encerrando a toda la población y controlando cada movimiento personal con soldados y drones; otras veces se decía que era un caso de absoluto descontrol y caos en que el gobierno era incapaz de controlar la información, el número de muertos, las calles e incluso regiones enteras. El mismo esquema esquizofrénico que hoy despliega la OTAN con Rusia: por un lado está agotada militar y económicamente, por otro lado en cualquier momento puede invadirnos a todos. La mentira habitual en política aprendió a hacerse más contradictoria confiando en que lo aguante todo el miedo irracional de la población.

Tanto el covid como la guerra de Ucrania han sido culpa de “los malos”, un relato de “chivo expiatorio” que disculpa la mala gestión de nuestros propios líderes. La pobreza que crece en los últimos años fue cosa de la pandemia, la subida de los precios básicos son cosa de Rusia. La destrucción del tejido productivo y el comercio local son secuelas de la pandemia, la destrucción de la cohesión social y territorial misma de España son cosa de Putin. Todos estos procesos, que venían de muchos años atrás, son de pronto culpa de otros.

Y tanto la pandemia como la guerra son además tratadas como una especie de “accidentes naturales” inevitables e inalterables, cual erupción de volcán. De hecho, el presidente Sánchez las enumera habitualmente junto con “el volcán de La Palma” en su lista de excusas. Pero la dura forma en que el covid afectó a España, ¿no dependía del mermado estado social y sanitario que nos dejó la crisis del 2008 con los recortes iniciados por el PSOE de Zapatero? La incapacidad de producir mascarillas o respiradores, ¿no venía de una “reconversión industrial” comenzada por el PSOE de Felipe González que liquidó nuestro poder de fabricación? ¿Y no ha sido otro desmantelamiento paralelo (el del campo español) el responsable del impacto económico que hemos sufrido por la guerra en Ucrania, “granero de Europa” por incomparecencia patria? ¿No han tenido ningún papel en la OTAN o la UE los Solana, los Borrell y tantos otros miembros del PSOE que hubiesen podido evitar el inicio del conflicto, o atajarlo en su momento, o al menos cesar de alimentarlo ahora?

El vocabulario elegido transmite al público una indefensión adquirida: el covid venía por “oleadas” (la primera, la segunda, la enésima), ante las que solo cabía sufrir sus embestidas, como las rocas que Marco Aurelio puso como ejemplo de estoicismo. También son oleadas las tropas rusas, que hoy golpean Ucrania como mañana golpearán a Polonia, a los países bálticos, a Europa entera, como una “marea alta” cuya hora ha llegado: un sempiterno “imperialismo ruso” que sería el destino desde zares a soviets y que permite ignorar las complejidades del dilema de la seguridad en Europa del Este.

¿Y qué es lo único que se puede hacer ante las oleadas, ante la tormenta? Convertir vuestras casas en barcos, como hicieron los atenienses ante los persas. De los arados forjad espadas y dedicad el escaso presupuesto público a una “economía de guerra”. Si no tienen pan, que coman cartuchos. La sensación de seguridad contra un enemigo externo mitiga el descontento popular.

¡Qué seguros nos sentimos todos cuando el covid trajo cámaras de reconocimiento facial, aplicaciones de controlador en el móvil y policías en cada esquina revisando tu permiso de movimiento o tu tiquet de la compra! O todo aquel personal disfrazado de astronauta que te apuntaba a la cabeza con una pistola de temperatura (inútil, porque ni todo el que tenía fiebre tenía covid ni todo el que tenía covid tenía fiebre). O el ejército desplegado en cada pueblo rociando gel casa por casa (inútil también, porque el virus no se trasmitía por superficies). Todo inútil, sí, pero la seguridad es ante todo una sensación. Y una sensación adictiva, por cierto. Desde que en 2020 renunciamos a la libertad por la seguridad, en 2024 nos es mucho más fácil hacer lo mismo. Sacrifiquemos la libertad de prensa por la censura, la libertad de mercado por las sanciones, la libertad de la neutralidad por la beligerancia.

En 2020 la TV nos enseñó cómo quitarnos y ponernos los guantes (una vez más: inútiles, según el Centro Europeo de Control de Enfermedades). Había que hacerlo de una forma precisa y en un orden concreto, con un cierto movimiento de dedos para evitar que un guante contaminase la mano desnuda al retirarlo. ¡Era el mismo protocolo que nos transmiten en el ejército en caso de guerra NBQ (nuclear-biológica-química)! Con el covid aprovecharon para instruirnos. Quizás también nos venga bien lo aprendido sobre racionamiento en las compras, toques de queda e incineración masiva de nuestros familiares y amigos.

La otra cosa que se puede hacer bajo una tormenta es obedecer lo que diga el capitán, o el cirujano de hierro. En 2020 los protocolos-covid se dictaron con presencia militar y vocabulario bélico. Hoy, intercambiablemente, el camino hacia la guerra se presenta como una receta médica: Europa debe recuperar la “salud militar”, la OTAN debe ser reanimada del estado de “muerte cerebral” que diagnosticaron Trump y Macron, Rusia y China son “vectores contagiosos” a los que hay que aislar mediante sanciones y bloqueos, las democracias liberales deben “erradicar el virus” de la autocracia, de nuevo “la guerra es higiene” como en tiempos de Marinetti.

“Democracia liberal”, dicen, pero obedecer al capitán. Solo una única mano fuerte puede guiar el barco, escribía Platón precisamente para rechazar la democracia. Eso también lo comparten el covid y la guerra de Ucrania: con ellos ha venido el fin de [lo que sea que tuviésemos de] una democracia. Se ha instaurado un “gran timonel” más temible que Stalin y Mao (y sus herederos Vladimir y Xi). Con el covid abordaron Europa los fondos de inversión y las grandes farmacéuticas, con la guerra de Ucrania han sido las multinacionales energéticas y el complejo industrial-militar.

Tu abuelo murió en una residencia para mayor gloria de Blackrock y Pfizer, como tus hijos serán enviados a morir para ExxonMobil y Raytheon. Pero está prohibido decirlo: nuestro sacrificio de ayer fue en nombre de la ciencia exacta y el de mañana en nombre de la libertad absoluta. Eso es así. Quien lo cuestione es un negacionista y un prorruso. Grítesele desde las ventanas y censúresele desde los medios. También de esa forma han matado la democracia, desde 2020 y 2022: entronizando desde el poder al delator, arquetipo fundamental de todo totalitarismo.

¿Y qué otra cosa tienen en común las dictaduras con nuestra particular “democracia covídica-otánica”? Pues el “estado de alarma” como “nueva normalidad”. Una suspensión de los derechos tan temporal como permanente. El “estado de excepción” que teorizó Carl Schmitt explica el funcionamiento del Tercer Reich tan satisfactoriamente como el de la alianza euro-atlántica. Y así, de unas alarmas vamos saltando a otras: alerta antifascista, alerta antiterrorista, alerta feminista, alerta climática y quizás, al final, las sirenas de la alerta nuclear. A día de hoy no hemos hecho más contra esas posibles sirenas que taponarnos las orejas como Odiseo. No se oye ni un “no a la guerra”. Si al final todo sale mal y acaban sonando esas sirenas un buen día a las 8 de la tarde, quizás incluso salgan algunos a aplaudir en los balcones.

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